miércoles, 18 de enero de 2017

Mi salvador, por Luisa Yamuza Carrión




Verlo llegar cada mañana es una fiesta para mis ojos. Lo espero impaciente para disfrutar de la excentricidad del día. De sus cabellos largos mal peinados hacia atrás emerge un rostro afilado del que sobresalen esos ojos verdes, exaltados la mayor parte de las ocasiones, asustados o tristes, las menos. Arrastras tras de sí una capa negra y se desplaza por la residencia majestuosamente. Tiene una grandilocuente manera de expresarse que no es más que una forma de ocultar una profunda timidez. Para mi tiene un atractivo irresistible, no lo puedo remediar. Él me corresponde según el día pero me conformo, no necesito más.

Esta mañana apareció especialmente desaliñado, con unas profundas ojeras enmarcadas de negro, algo inusual. Le hice una señal  y se acercó a mi mesa. Ni siquiera saludó; "Federico, he tenido una noche de perros, no he pegado ojo. No digas nada, déjame que te cuente, no me interrumpas, tienes que oír todos los detalles"  No articulé palabra, sé cuándo hay que llevarle la corriente para que no se emberrinche. Y lo dejé hablar.
 
"Estaba aquí, en los pies de mi cama. Era yo pero... no yo, exactamente. Yo soy más alto y más esbelto. Pero, sin duda, era yo y no dejaba de mirarme a mí mismo con unos ojos redondos, inmensamente redondos, sin parpadear. Le dije que quejara de hacerlo. ¡Vete, Salvador, vete! Le he gritado. Pero no se iba. Y así tanto rato que al final huí atravesando la galería de mi casa. Los pájaros revoloteaban a mi alrededor y no podía ver el final del pasillo donde estaba la puerta. Mi madre pasó por mi lado dando de comer a uno de los pajaritos, posado sobre su hombro, pero no me vio. Quise llamarla, pero no me salía la voz del cuerpo ¿lo quieres creer Federico? 

De repente, había unas escaleras y arriba se veía una luz y pensé que por allí podía escapar de mi mismo. Porque él seguía tras de mí, sin hablar, solo mirándome. Las escaleras eran altísimas, cada escalón me costaba la misma vida subirlo. Sudaba mucho. La capa, sabes,  mi capa chorreaba y pesaba cada vez más sobre mis hombros. Entonces, desesperado la solté de mi cuello y se la llevó el viento hecha girones. ¡No te vas a llevar mi bandera! ¡No te vas a llevar mi bandera! gritaba con todas mis fuerzas. Mientras, lloraba, lloraba a moco tendido Federico, ya sabes cómo. 

De repente, la luz me rodeó. Estaba en la azotea, asomado a la barandilla y veía el mar a lo lejos y las casitas de Cadaqués a mis pies. Me sentí tan feliz que mis carcajadas retumbaban haciendo eco por los tejados, no podía dejar de reír. Pero entonces, todo empezó a moverse, como si  los edificios fueran olas del mar. Todo se hizo blando, se derretían ante mis ojos las casas, las calles, los árboles, el reloj de la iglesia,… Al principio me pareció maravilloso y me quedé embelesado con el prodigio pero cuando mis pies empezaron a hundirse en las losas convertidas en plastilina, el terror se apoderó de mí y volví a huir. Me metí en el palomar y cerré la puerta. Allí reinaba la tranquilidad, por fin todo parecía en orden salvo mi respiración aún agitada. Cerré los ojos  y cuando los abrí tenía puesto mi vestido de rey, mi preferido. Un intenso aroma de nardos precedió la melodía de una canción de cuna ¡la que solía cantar mi madre, Federico!  Oí unos pasos, era ella, estaba seguro, era mi madre.  Me apresuré  para abrir la puerta emocionado pero se abrió antes ¡Deu meu! ¡Era yo, Federico, volvía a ser yo! Entonces he despertado, totalmente empapado en sudor ¿Tú entiendes algo? Nadie puede ser como yo que soy un genio. Es muy difícil ser Salvador Dalí, te lo digo yo" 

Se ha hecho una pausa y después ha espetado "¿Qué miras con esa cara de cordero degollado, Federico? Qué manía de mirarme así. Anda, pídeme un café con leche y paga tú. Algún día tendré mucho dinero pero no llevaré ni un céntimo en el bolsillo. Un empleado mío pagará por mí y los dueños de los clubs se pelearán por tenerme como cliente. Lo sabes ¿verdad que lo sabes?"

Sus desairadas preguntas me han arrancado definitivamente de mi ensimismamiento. He pedido su café con leche y otro para mí, para que no se sienta solo. He pagado yo. Cómo no iba a hacerlo si ser el oído de sus delirios y de sus temores vale todos los cafés del mundo. Miro su juventud, no puedo dejar de mirarlo ¡Ay, Salvador! Salvador de mi vida, si de esas manos fuera dueño yo. Mientras,  ajeno a mis pensamientos, él mueve la cucharilla dentro del líquido reconstituyente. Con el cuello estirado, observándolo todo, nada escapa a su curiosidad. Ni siquiera mi debilidad por él. Tengo que dedicarle unos versos.

Oda a Salvador Dalí

¡Oh, Salvador Dalí, de voz aceitunada!
No elogio tu imperfecto pincel adolescente
Ni tu color que ronda la color de tu tiempo
Pero alabo tus ansias de eterno limitado.

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