Ricardo conducía su viejo Mercedes
negro con el ceño fruncido
y los ojos entrecerrados. Margot se mordía
el labio inferior
con ansiedad, y apretaba con dedos lívidos
el bolso de piel marrón sobre su regazo. Aún sentía un miedo irracional a viajar en coche, aunque
no fuera ella quién
condujera el vehículo.
Apenas habían intercambiado unas cuantas frases
desde que salieron
de casa. Margot deseaba
desesperadamente que Ricardo
le hablara, que la mirara,
que la tocara. Pero hacía meses que él se había encerrado en aquel extraño
mutismo que la hería con su
pertinaz persistencia, y que la dejaba además
de ciega, sorda.
Ya habían pasado dos años desde el
accidente. Margot se había recuperado casi totalmente, excepto
por la ceguera irreversible, consecuencia de una lesión
cerebral severa. Habían
sido dos años muy duros.
Margot, antaño
resuelta e independiente, se había vuelto una mujer asustadiza y frágil. Se aferraba a Ricardo de forma
enfermiza, lo asfixiaba
con sus requerimientos incesantes, lo aplastaba con el peso de sus exigencias. Se encerró en casa. Salir la aterraba, decía que el mundo había desaparecido para ella, que estaba lleno de peligros
invisibles. Al principio Ricardo se había volcado con su mujer. Dejó su trabajo
en la empresa de congelados de que era socio y asumió de buen grado
su condición de mártir
y fiel servidor de la esposa necesitada.
En las escasas
ocasiones que se animaba a salir a la calle,
él le describía los escenarios con todo detalle,
los colores, las formas, las texturas. Le agradaba sentirse
necesitado por ella, ella que jamás había necesitado a nadie. Pero ahora todo había cambiado.
Hacía meses que corría un viento helado
entre los dos, como si alguien hubiera dejado una ventana abierta
en pleno invierno.
Margot sufría con amargura el silencio repentino de su marido. Creyó
que iba a volverse loca.
Empezó a olisquear el aire como un
sabueso para saber si Ricardo
estaba en casa. Andaba a tientas, palpando
las paredes con manos
trémulas siguiendo su leve rastro,
pero si acaso lo encontraba en su despacho, él permanecía mudo, siempre
mudo. Su sentimiento de aislamiento se volvió insoportable. Ricardo era su único vínculo con el mundo,
y ahora ese vínculo se había roto.
Por ello, el día en que su marido
le dijo que quería llevarla
a un sitio especial, cerca del mar, Margot
desterró sus miedos
a un rincón inaccesible de su cerebro,
se tragó la ansiedad y dijo con una sonrisa
que sí, que iría de buen
grado, que lo necesitaban.
Desde entonces y hasta ese mismo día en que viajaban los dos callados
hacia su destino
junto al mar, Ricardo no había vuelto
a despegar los labios. Margot
comenzó a llorar
en silencio. Un fuerte
olor a salitre entraba por la ventanilla abierta, y ella se volcaba
hacia dentro buscando
el mar en su interior, luchando desesperadamente por recuperar su azul, las olas rompiendo contra las rocas, las gaviotas alejándose hacia el horizonte. Pero las imágenes
eran difusas y se
difuminaban, se perdían
en una extraña amalgama de colores y de formas.
Sintió un terror
nuevo; el de perder la memoria visual,
y con ella, toda esperanza
de recuerdo.
Ensimismada en estos pensamientos estaba
cuando el coche frenó bruscamente. Margot se secó las
lágrimas con el dorso de la mano y volvió
el rostro compungido hacia su marido.
Lo oyó abrir la portezuela del coche y salir.
Escuchó sus pasos mientras rodeaba
la parte delantera del Mercedes y se acercaba hacia ella. Sonaba
como si pisara piedrecitas minúsculas. Algunas rebotaban en el parachoques. Ricardo
abrió la puerta
del copiloto y la agarró
de la mano suavemente, instándola
a salir. Margot, agradecida por sentir el tacto caliente
de la mano de su marido, lo siguió
dócilmente. Sí, estaba
caliente, y sudorosa.
Ricardo no sudaba nunca. Una luz de alerta se encendió en su cabeza.
Trató de ignorarla pero no pudo. Soplaba una brisa fresca,
muy agradable aunque algo fría y húmeda, y el olor a mar era ahora fortísimo. Las gaviotas chillaban sobre sus cabezas, pero no se oían voces humanas. Debían estar solos.
Margot podía escuchar
el mar chocando contra
las rocas con violencia. ¿Dónde
estaban? De repente
pensó en el cabo Vidio. Habían estado allí varias veces.
Recordó el acantilado, que caía en picado a 80 metros
sobre el mar, y sintió
una punzada de pánico. Ricardo
no la había soltado, y la conducía
hacia alguna parte, hacia delante. Ella trató de resistirse instintivamente, pero él la conducía con firmeza. Gritó
y se retorció, pero sabía que sería en vano, él era más fuerte.
De repente, Ricardo
paró. Respiraba agitadamente y sollozaba. Margot entendió. Lo entendió todo. Su mutismo.
Su alejamiento. Sus intenciones. Exudaba un olor acre, olía a miedo.
Lo abrazó. “Tranquilo, tranquilo”, le decía. “Estoy aquí, estoy aquí”. Entonces
él se apretó contra su pecho, abandonándose por completo. Ella sintió el rotundo cuerpo
laxo, desvalido, agitándose profusamente por el llanto.
Pobre cobarde. No podía vivir con ella, pero tampoco
tenía el valor de
deshacerse de ella. Adelantó el menudo pie todo lo que pudo, hasta que quedó en el aire.
Lo sabía. Estaban al borde del acantilado. Con todas sus fuerzas empujó
hacia delante, los dos aún fundidos en su último
abrazo.
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