lunes, 30 de enero de 2017

Tu silencio me mata, por Mar Rojo




Ricardo conducía su viejo Mercedes negro con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. Margot se mordía el labio inferior con ansiedad, y apretaba con dedos lívidos el bolso de piel marrón sobre su regazo. Aún sentía un miedo irracional a viajar en coche, aunque no fuera ella quién condujera el vehículo.

Apenas habían intercambiado unas cuantas frases desde que salieron de casa. Margot deseaba desesperadamente que Ricardo le hablara, que la mirara, que la tocara. Pero hacía meses que él se había encerrado en aquel extraño mutismo que la hería con su pertinaz persistencia, y que la dejaba además de ciega, sorda. Ya habían pasado dos años desde el accidente. Margot se había recuperado casi totalmente, excepto por la ceguera irreversible, consecuencia de una lesión cerebral severa. Habían sido dos años muy duros.

Margot, antaño resuelta e independiente, se había vuelto una mujer asustadiza y frágil. Se aferraba a Ricardo de forma enfermiza, lo asfixiaba con sus requerimientos incesantes, lo aplastaba con el peso de sus exigencias. Se encerró en casa. Salir la aterraba, decía que el mundo había desaparecido para ella, que estaba lleno de peligros invisibles. Al principio Ricardo se había volcado con su mujer. Dejó su trabajo en la empresa de congelados de que era socio y asumió de buen grado su condición de mártir y fiel servidor de la esposa necesitada.

En las escasas ocasiones que se animaba a salir a la calle, él le describía los escenarios con todo detalle, los colores, las formas, las texturas. Le agradaba sentirse necesitado por ella, ella que jamás había necesitado a nadie. Pero ahora todo había cambiado. Hacía meses que corría un viento helado entre los dos, como si alguien hubiera dejado una ventana abierta en pleno invierno. Margot sufría con amargura el silencio repentino de su marido. Creyó que iba a volverse loca. Empezó a olisquear el aire como un sabueso para saber si Ricardo estaba en casa. Andaba a tientas, palpando las paredes con manos trémulas siguiendo su leve rastro, pero si acaso lo encontraba en su despacho, él permanecía mudo, siempre mudo. Su sentimiento de aislamiento se volvió insoportable. Ricardo era su único vínculo con el mundo, y ahora ese vínculo se había roto. Por ello, el día en que su marido le dijo que quería llevarla a un sitio especial, cerca del mar, Margot desterró sus miedos a un rincón inaccesible de su cerebro, se tragó la ansiedad y dijo con una sonrisa que sí, que iría de buen grado, que lo necesitaban.

Desde entonces y hasta ese mismo día en que viajaban los dos callados hacia su destino junto al mar, Ricardo no había vuelto a despegar los labios. Margot comenzó a llorar en silencio. Un fuerte olor a salitre entraba por la ventanilla abierta, y ella se volcaba hacia dentro buscando el mar en su interior, luchando desesperadamente por recuperar su azul, las olas rompiendo contra las rocas, las gaviotas alejándose hacia el horizonte. Pero las imágenes eran difusas y se difuminaban, se perdían en una extraña amalgama de colores y de formas. Sintió un terror nuevo; el de perder la memoria visual, y con ella, toda esperanza de recuerdo.

Ensimismada en estos pensamientos estaba cuando el coche frenó bruscamente. Margot se secó las lágrimas con el dorso de la mano y volvió el rostro compungido hacia su marido. Lo oyó abrir la portezuela del coche y salir.

Escuchó sus pasos mientras rodeaba la parte delantera del Mercedes y se acercaba hacia ella. Sonaba como si pisara piedrecitas minúsculas. Algunas rebotaban en el parachoques. Ricardo abrió la puerta del copiloto y la agarró de la mano suavemente, instándola a salir. Margot, agradecida por sentir el tacto caliente de la mano de su marido, lo siguió dócilmente. Sí, estaba caliente, y sudorosa. Ricardo no sudaba nunca. Una luz de alerta se encendió en su cabeza. Trató de ignorarla pero no pudo. Soplaba una brisa fresca, muy agradable aunque algo fría y húmeda, y el olor a mar era ahora fortísimo. Las gaviotas chillaban sobre sus cabezas, pero no se oían voces humanas. Debían estar solos. Margot podía escuchar el mar chocando contra las rocas con violencia. ¿Dónde estaban? De repente pensó en el cabo Vidio. Habían estado allí varias veces.

Recordó el acantilado, que caía en picado a 80 metros sobre el mar, y sintió una punzada de pánico. Ricardo no la había soltado, y la conducía hacia alguna parte, hacia delante. Ella trató de resistirse instintivamente, pero él la conducía con firmeza. Gritó  y se retorció, pero sabía que sería en vano, él era más fuerte. De repente, Ricardo paró. Respiraba agitadamente y sollozaba. Margot entendió. Lo entendió todo. Su mutismo. Su alejamiento. Sus intenciones. Exudaba un olor acre, olía a miedo. Lo abrazó. Tranquilo,  tranquilo”, le decía. “Estoy aquí, estoy aquí”. Entonces él se apretó contra su pecho, abandonándose por completo. Ella sintió el rotundo cuerpo laxo, desvalido, agitándose profusamente por el llanto. Pobre cobarde. No podía vivir con ella, pero tampoco tenía el valor de deshacerse de ella. Adelantó el menudo pie todo lo que pudo, hasta que quedó en el aire. Lo sabía. Estaban al borde del acantilado. Con todas sus fuerzas empujó hacia delante, los dos aún fundidos en su último abrazo.

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