Esta
mañana me he levantado con una sonrisa melancólica.
¡He
soñado contigo, cada día que pasa te echo más de menos, mamá!
Con
un café en una mano y con la otra pasando hojas del álbum de fotos familiar,
llevo horas, recuerdos plasmados en papel, tan guapa, tan elegante, una gran
dama, una carcajada sale de mi boca al pensar en un piropo que una vez te dijeron,
de tantos que escuchaste a lo largo de tu existencia,
“RUBIA,
te duele la cara de ser bonita”
Y
era cierto, eras preciosa, delicada como una flor y a la vez fuerte como raíz de
árbol, con un corazón tan bello, tan sincero y tan sufrido a la vez, marcado de
cicatrices, cada pérdida un arañón invisible, pérdidas desde pequeña, a tu padre
con 6 meses, tres hermanos, tu delicada salud, tu hogar, a tu madre a la que
adorabas y con la que hablabas a diario durante tus quehaceres domésticos, tu
espíritu confidente, tu añorado timón.
Levanto
la mirada hacia el balcón de mi casa y veo otro balcón, otro lugar, otro
momento de hace 20 años, que marcó tu vida para siempre. Te
veo allí de pie, mirando hacia el frente sin ver, un horizonte lleno de altos
escalones que llevabas subiendo desde
que te engendraron y que parecía que nunca tenían fin. ¡Si
pudiéramos volver atrás!
Cuántas
veces, no has penado por la decisión tomada
aquel día, pero ya era imposible la convivencia con mi padre, tu marido durante
30 años y el único hombre que amaste en tu vida. Hoy
te comprendo, tu dolor, tu desarraigo con tu hogar, la vida consistía para ti en
cuidar a tu marido y a tus tres hijas. ¿No hubiera sido mejor que continuaras
así?
Bajo
la mirada a una foto, estás sonriendo, abrazada a tu madre, otra vida truncada. ¿Será
verdad que nacemos programados y enlazados con vidas anteriores, para seguir
desdichas o alegrías, según el sorteo que te haya tocado?
Echo
de menos nuestras tertulias, donde nos hablabas de la vida, intentando
prepararnos para la jungla en la que ahora vivimos, nos contabas cuánto había
padecido la abuela, también una vida llena de sufrimientos, llena de múltiples
pérdidas, la guerra destrozó tu familia, quedándote huérfana, con seis
hermanos, tú la más pequeña con sólo 6 meses.
Se
te saltaban las lágrimas al recordar cuando tenías que acompañarla a limpiar de rodillas los bares, ¡la mujer y
la niña de suaves y trigueros rizos!, os llamaban. No
recordabas esos momentos con dolor, los sentía como instantes al lado del ser que te había llevado en su
vientre.
Hablabas
con orgullo cómo con 3 añitos ya trabajabas para ayudar en casa, recogiendo
colillas, que después mi abuela deshacía y vendía como tabaco, por unos míseros
reales, a señoritos de la época. Y a pesar de todo, creo que uno de tus mayores
desengaños, “Pepa”... mi mente calla un momento, te llamaba cariñosamente así, con un nudo en
la garganta, sigo con mis pensamientos, el mayor desengaño creo que fue el silencio de tu hermana hasta el final de tus
días, hermana que desde el momento que te separaste, te apartó de su vida. Mi
tía no entendía que una esposa, unida ante Dios, dejara a su marido, al dueño
de su vida, por mucho que estuviera sufriendo, una estirpe de mujeres que han y
siguen haciendo mucho daño. Te retiró la palabra, su abrazo y hermandad de por
vida.
¡Mama
tenemos que irnos ya!, te volviste muy
despacio, saladas lágrimas corrían por tus sonrojadas mejillas que nunca dejarían
su cauce unos instantes cada día.
¡Venga
vamos!
¡Solo
deja que mire otra vez, haber si he cogido todo!
¡Mama,
si solamente va a ser cuestión de unos días, ya sabes lo que nos dicho Ricardo, en el momento que se firme el acuerdo,
volverás a tu casa!
¡Que
equivocada estaba, mamá!, pero como podría haber sabido que el abogado y amigo
de toda la vida, era más amigo de papá que tuyo y que por un tecnicismo legal,
que había insistido en poner tardarías 20 años en volver a tu casa. Veinte años
desterrada, no sólo de tu techo, sino de tu familia y entorno en un asfixiante
pueblo pequeño, lleno de acritud hacia
la mujer que se salía de su sitio. Te
paraste unos instantes, entrando en cada habitación, ¡mamá sólo son paredes!
¡No
hija! me dijiste, son sentidos,
emociones, con un fuerte suspiro te callaste.
¡Cuanta
verdad en tus palabras! , era como si tuvieras
un mal presentimiento.
Llegaron
mis hermanas y cuál solemne éxodo partimos de nuestro hogar. Mi
hermana mayor parloteaba incesantemente, sin entender que tú necesitabas escuchar
tus pasos dirigiéndote a otra vida, hacia otro camino. El
día que volviste a tu casa fue en una vasija de cristal, obedeciendo tus
últimas palabras en este mundo, estuvimos allí las tres sentadas, mirándote, en
tu rincón preferido, que nunca habías olvidado, donde todas las tardes cosías un
ratito, mientras nos mirabas haciendo
los deberes y sonreías pendiente siempre de nosotras y mirando a cada
instante el reloj para preparar la cena a tu amado marido, esposo infiel, que sólo
al final de sus días te valoró, confesando que nunca había dejado de amar a la
mujer que tanto daño había hecho.
Ahora
entiendo, que no fue una pérdida económica, sino una rotura insondable de tu
espíritu, un fracaso que nunca pudiste superar, no te ayudaron las miradas de
desaprobación que acompañaban cada una
de tus salidas.
Durante
mucho tiempo no conseguí empatizar contigo, te culpé de muchas cosas, tú me
consolabas y me decías… ¡algún día lo comprenderás!
Aún
siento el cosquilleo recorrer mi espalda, al escuchar el murmullo incesante de
las críticas el día de tu entierro. “Pepa”, odiabas el color negro y nosotras
en tu honor te acompañamos en tu último paseo con colores alegres sobre nuestra
piel, críticas, críticas y más críticas…´
¿Cuándo dejaremos de criticarnos los seres
humanos unos a otros?
Hoy
con el último sorbo de mi café dejo a un
lado mis recuerdos, me levanto de la mecedora, cojo una cerilla, mientras miro
con dolor el vacío que ha dejado la alianza en mi propio dedo y te enciendo tu
velita diaria...
¡bueno
mamá, ayer no te terminé de contar lo que me ha parecido el libro que me
aconsejaste leer hace tantos años...
Y
comienzo mis quehaceres domésticos continuando, como cada día, mi
charla con mi “Pepa”….
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