El viejo escritor era un elemento más del bosque.
Siempre iba ataviado con su pantalón marrón, jersey verde de pico encima de su
camisa blanca y un sombrero protector. La empuñadura de su bastón era la talla
del cuerpo desnudo de una mujer, ya no recordaba cuando lo había tallado, pero
si conocía aquel cuerpo mejor que el suyo propio. Su equipaje diario consistía
en un cuaderno con tapas en piel, lápices y lupa; el bosque escondía en sus
entrañas miniaturas que podía dibujar y luego imaginar en sus escritos. Su
cuerpo delgado y gastado por el uso era solo el continente donde residía su
espíritu, mientras le sirviera para dar su caminata, se atiborraría de todas
las pastillas que le indicaba su médico. A veces se preguntaba cómo no lo habían
detenido ya por consumo de drogas, aquel arsenal de medicamentos y pastillas
eran la envidia de cualquier joven drogadicto.
Todas las mañanas Lana lo despertaba con un simulacro
de beso y su peculiar buenos días, ella era su despertador y su coach, siempre
le animaba a salir. Cuando ya estaba vestido y había desayunado su café amargo
acompañado de la dosis diaria de estupefacientes sin tostar, el viejo escritor
le preguntaba a su compañera de excursión:
-
¿Qué? ¿Voy hasta el arroyo
hoy también?
Y ella contestaba:
-
“Beee....beee”.
-
¡Que intensa eres Lana! No
hay un día que me digas que no vaya.
Lana era una cabra de piel blanca y suave con una
mancha marrón en un ojo. El escritor se la había encontrado en el bosque el
primer día que descubrió el puente de madera del arroyo. Durante la caminata
era ella quien marcaba los tiempos de paseo, ya que se paraba a comer briznas,
subir peñascos y descansar, mientras él aprovechaba para observar la naturaleza
a través de su lupa, para dibujar o para escribir. En línea recta el arroyo
estaba a una media hora de su casa, pero al paso de Lana, con sus idas y
venidas, el trayecto podía durar dos horas. El final del camino siempre era el
puente del arroyo, el escritor llegaba hasta allí, metía la mano en su bolsillo
y lanzaba al arroyo uno de los botecitos que había contenido sus pastillas.
Dentro un mensaje escrito. Siempre el mismo:
“Te llevaste
la llave de mi amor el día que te subiste aquel avión. La cerradura de mi
corazón se está oxidando con el tiempo. ¿Cuándo vas a volver para abrir el
cofre donde dejé depositada mi inspiración?
Una vez desaparecía el bote con sus esperanzas en la
corriente, retomaba el camino de vuelta. Nunca cruzó el puente por temor a
caerse a causa del deterioro de los tablones, no fuera que algún día llegara el
cerrajero de su corazón y él en vez de estar en casa estuviera en un hospital.
Llamaba a Lana con un chiflido, el animal pocas veces acudía a su encuentro,
pero se la escuchaba decir: “beee…beee”
y el viejo regresaba a casa. Lana la mayoría de las veces llegaba tarde y él la
esperaba sentado en una mecedora de nogal que tenía en el porche.
Una tarde de otoño, Lana llegó más tarde de la cuenta,
junto a su pequeño cencerro, atado con un cordel rojo, había un bote con un
rollo de papel dentro. El escritor lo abrió, lo desenrolló y leyó su mensaje.
Mañana,
espérame en el aeropuerto donde nos despedimos, aún conservo tu llave.
Por fin sus deseos y anhelos iban a tener respuesta,
miró a Lana y le preguntó:
-
¿Crees que debería ir mañana
al aeropuerto?
-
Bee…beee
-
Tú sí que sabes, querida
Lana.
Al día siguiente Lana fue a darle su beso matutino al viejo
escritor, pero éste no despertó. Su corazón oxidado no pudo más y la inspiración
que voló en aquel avión no llegó a tiempo, tal y como él temió siempre.
Lana se quedó a su lado balando: “bee…bee…bee”.
Él ya se había ido.
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