Serían las cinco de la
mañana cuando salí de aquel antro. Mis compañeros se habían largado ya. Yo
estaba contento porque llevaba unos cuantos billetes en la cartera. Esta vez el
dueño nos había pagado sin tener que partirle las piernas. Algunos siguen
pensando que los músicos vivimos del aire, los muy cabrones. La noche había
estado tranquila, poco público y muchas cervezas. Yo qué sé cuantas me
trincaría. En cuanto me dio el frío de la calle todo el líquido bebido quería
salir con urgencia. Solté la guitarra y regué la rueda trasera de un Cayenne que estaba allí mismo. Luego
busqué mi coche. Tardé en recordar que lo había aparcado en un callejón. Anduve
el trayecto a duras penas. Las suelas de las botas parecían pegarse al asfalto
y los pantalones se empeñaban en escurrírseme.
Tengo que perder unos quilos
¡joder! Encendí un cigarro por tal de sentir algo de calor y ¡mierda! me saltó
una pavesa en la chupa de cuero. La pobre está hecha polvo, ni me abrocha
siquiera, pero le tengo cariño. Me la compré hace mil años con la pasta de un
concierto en Leganés ¡Qué conciertazo aquel! Esos era los buenos tiempos del
rock. Ahora todos se dedican a copiar, tributo lo llaman ¡y una mierda! que no
hay alma ni ritmo ¡ni leches! Sólo interesa la pasta. Eché mano de la cadena de
las llaves. Fue sacarlas del bolsillo y caerse justo en un charco de grasa.
Tiré de ellas y las limpié en el pantalón. Abrí el coche, lancé la funda del
instrumento en el asiento de atrás, me senté delante del volante y cerré ¡Qué
gusto! Arranqué el motor y esperé, acurrucado, a que la calefacción entonara el
ambiente. Traté de templarme las manos entre los muslos y las fundas de pelo de
tigre. Pasados unos minutos inicié la marcha despacio, no tenía prisa. Atravesé
el polígono dejando un rastro de humo que salía del tubo de escape. El primer
semáforo que encontré tardaba horrores. Agarré el volante con las dos manos y
eché el cuerpo hacia delante. "¡Cómo podía tardar tanto si no había ni Dios!"
maldije.
En esas estaba cuando ella entró en el asiento del
copiloto y apuntándome con una pistola me dijo con un acento raro "¡arranca
tío, no viene nadie!" y cerró de un portazo. No lo pensé dos veces y
aceleré. El motor rugía a ochenta en dos segundos. Ella no se amilanó "ese
es un buen ritmo, tira hacia la autopista del sur" No solté palabra,
asentí con unos cuantos movimientos de cabeza. De repente estaba fresco como
una rosa. El pie tenso en el acelerador. La mirada fija en el parabrisas. Abrió
la ventanilla "Joder, tío, que peste a tasca" Noté que me miraba con
asco. No era la primera vez que me miraban así. A las mujeres de hoy en día no
les gustan los viejos rockeros ¡a la mierda con ellas! A esta le hubiera dado
una ostia, pero tenía una pistola, así que me aguanté.
Según fue pasando el tiempo y conseguí calmar los
nervios, eché un ojo a mi derecha con disimulo. Vi los zapatos de tacón y las
medias negras. Y luego el anorak plateado ceñido a su cuerpo. El bolso enorme
sobre las rodillas y la pistola apuntando en mi dirección, bien sujeta. Alcé la vista y descubrí un rostro blanco y
afilado, el pelo corto hacia un lado ocultaba sus facciones. Cuando le dije que
nos quedábamos sin gasolina me miró y vi que la tía era china o japonesa,
asiática, vamos. Tendría treinta y tantos, casi cuarenta "Para en la
próxima gasolinera" ordenó con frialdad. Eso hice. Luego seguimos el viaje.
Un disco de AC/DC era el único sonido que me acompañaba. El Mustang pidió descansar un par de veces,
"está viejo como el dueño", me atreví a bromear. La china ni se
inmutó. No se bajó ni una sola vez del coche ni se le descompuso la postura ni
dejó de apuntarme con el arma.
Sin embargo, llegando a Algeciras, empezó a moverse en su
asiento, como si le quemara. Agarró mi brazo con fuerza y sentí su mano sudorosa
"Llegamos tarde, acelera ¡al puerto!" casi suplicó. Por mucho que
pisé el acelerador, el carro no daba más de sí. Llegamos en pleno medio día "¡Ya
estamos!" dije con cierto orgullo y la miré. Entonces comprobé que estaba
apoyada sobre el cristal de la puerta. La pistola y el bolso cayeron sobre sus
pies. La zarandeé. No reaccionaba. Eché su asiento hacia atrás. Abrí todas las ventanas.
Le palmeé la cara ¡Joder el calor que hace en Algeciras! Por suerte, mi raptora
se espabiló lo justo para decirme que era diabética, que tenía una bajada y que
le pusiera la dosis que estaba en el bolso. Busqué allí y encontré el kit de
insulina, extraviado entre cientos de billetes de cien y de quinientos, como
había imaginado. Después le di el chute. Cuando se recuperó me contó que huía
de la mafia china y que tenía que subir a un ferri antes de que acabara el día.
África era su última oportunidad. "Me gusta esa camiseta de Led
Zeppeling" dijo al terminar de contarme su historia. Vaya, algo en común.
"¡Ostia, Africa! nunca se me había ocurrido viajar a África ¿Les gustará a
los negros el rock?" pensé mientras esperábamos para comprar el ticket a Tánger.
Lita, que así se llamaba, tenía mejor aspecto. Me fijé en sus ojos oscuros y
decididos. Los cabellos lisos sobre la piel blanca y delicada. Parecía una
muñeca de porcelana. Me vino a la cabeza la imagen de su muslo pétreo y suave
al inyectarle la dosis. Me mareé. Sentí un cosquilleo nervioso en el bajo
vientre "¡Ostia, ¡qué buena está la china!" me dije.
"¿Cuántos pasajes
desean?" oí decir al empleado que sudaba como un cochino tras los
cristales de la cabina metálica. "¡Dos de ida!" respondí antes de que
Lita pudiera reaccionar. Ella puso el dinero sobre el mostrador. Cuando el
empleado soltó la vuelta y los dos pasajes, giramos en redondo y nos dirigimos
hacia mi máquina. Subimos y nada más arrancar el motor, Lita suplicó "Pero
cambia el disco ¿no?" Solté una carcajada y puse uno de Aerosmith,
perfecto para cruzar el estrecho en buena compañía.
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