sábado, 3 de marzo de 2018

Los viejos rokeros nunca mueren por Luisa Yamuza Carrión



Serían las cinco de la mañana cuando salí de aquel antro. Mis compañeros se habían largado ya. Yo estaba contento porque llevaba unos cuantos billetes en la cartera. Esta vez el dueño nos había pagado sin tener que partirle las piernas. Algunos siguen pensando que los músicos vivimos del aire, los muy cabrones. La noche había estado tranquila, poco público y muchas cervezas. Yo qué sé cuantas me trincaría. En cuanto me dio el frío de la calle todo el líquido bebido quería salir con urgencia. Solté la guitarra y regué la rueda trasera de un Cayenne que estaba allí mismo. Luego busqué mi coche. Tardé en recordar que lo había aparcado en un callejón. Anduve el trayecto a duras penas. Las suelas de las botas parecían pegarse al asfalto y los pantalones se empeñaban en escurrírseme. 


Tengo que perder unos quilos ¡joder! Encendí un cigarro por tal de sentir algo de calor y ¡mierda! me saltó una pavesa en la chupa de cuero. La pobre está hecha polvo, ni me abrocha siquiera, pero le tengo cariño. Me la compré hace mil años con la pasta de un concierto en Leganés ¡Qué conciertazo aquel! Esos era los buenos tiempos del rock. Ahora todos se dedican a copiar, tributo lo llaman ¡y una mierda! que no hay alma ni ritmo ¡ni leches! Sólo interesa la pasta. Eché mano de la cadena de las llaves. Fue sacarlas del bolsillo y caerse justo en un charco de grasa. Tiré de ellas y las limpié en el pantalón. Abrí el coche, lancé la funda del instrumento en el asiento de atrás, me senté delante del volante y cerré ¡Qué gusto! Arranqué el motor y esperé, acurrucado, a que la calefacción entonara el ambiente. Traté de templarme las manos entre los muslos y las fundas de pelo de tigre. Pasados unos minutos inicié la marcha despacio, no tenía prisa. Atravesé el polígono dejando un rastro de humo que salía del tubo de escape. El primer semáforo que encontré tardaba horrores. Agarré el volante con las dos manos y eché el cuerpo hacia delante. "¡Cómo podía tardar tanto si no había ni Dios!" maldije.

En esas estaba cuando ella entró en el asiento del copiloto y apuntándome con una pistola me dijo con un acento raro "¡arranca tío, no viene nadie!" y cerró de un portazo. No lo pensé dos veces y aceleré. El motor rugía a ochenta en dos segundos. Ella no se amilanó "ese es un buen ritmo, tira hacia la autopista del sur" No solté palabra, asentí con unos cuantos movimientos de cabeza. De repente estaba fresco como una rosa. El pie tenso en el acelerador. La mirada fija en el parabrisas. Abrió la ventanilla "Joder, tío, que peste a tasca" Noté que me miraba con asco. No era la primera vez que me miraban así. A las mujeres de hoy en día no les gustan los viejos rockeros ¡a la mierda con ellas! A esta le hubiera dado una ostia, pero tenía una pistola, así que me aguanté.

Según fue pasando el tiempo y conseguí calmar los nervios, eché un ojo a mi derecha con disimulo. Vi los zapatos de tacón y las medias negras. Y luego el anorak plateado ceñido a su cuerpo. El bolso enorme sobre las rodillas y la pistola apuntando en mi dirección, bien sujeta.  Alcé la vista y descubrí un rostro blanco y afilado, el pelo corto hacia un lado ocultaba sus facciones. Cuando le dije que nos quedábamos sin gasolina me miró y vi que la tía era china o japonesa, asiática, vamos. Tendría treinta y tantos, casi cuarenta "Para en la próxima gasolinera" ordenó con frialdad. Eso hice. Luego seguimos el viaje. Un disco de AC/DC era el único sonido que me acompañaba. El Mustang pidió descansar un par de veces, "está viejo como el dueño", me atreví a bromear. La china ni se inmutó. No se bajó ni una sola vez del coche ni se le descompuso la postura ni dejó de apuntarme con el arma.

Sin embargo, llegando a Algeciras, empezó a moverse en su asiento, como si le quemara. Agarró mi brazo con fuerza y sentí su mano sudorosa "Llegamos tarde, acelera ¡al puerto!" casi suplicó. Por mucho que pisé el acelerador, el carro no daba más de sí. Llegamos en pleno medio día "¡Ya estamos!" dije con cierto orgullo y la miré. Entonces comprobé que estaba apoyada sobre el cristal de la puerta. La pistola y el bolso cayeron sobre sus pies. La zarandeé. No reaccionaba. Eché su asiento hacia atrás. Abrí todas las ventanas. 

Le palmeé la cara ¡Joder el calor que hace en Algeciras! Por suerte, mi raptora se espabiló lo justo para decirme que era diabética, que tenía una bajada y que le pusiera la dosis que estaba en el bolso. Busqué allí y encontré el kit de insulina, extraviado entre cientos de billetes de cien y de quinientos, como había imaginado. Después le di el chute. Cuando se recuperó me contó que huía de la mafia china y que tenía que subir a un ferri antes de que acabara el día. África era su última oportunidad. "Me gusta esa camiseta de Led Zeppeling" dijo al terminar de contarme su historia. Vaya, algo en común. "¡Ostia, Africa! nunca se me había ocurrido viajar a África ¿Les gustará a los negros el rock?" pensé mientras esperábamos para comprar el ticket a Tánger. Lita, que así se llamaba, tenía mejor aspecto. Me fijé en sus ojos oscuros y decididos. Los cabellos lisos sobre la piel blanca y delicada. Parecía una muñeca de porcelana. Me vino a la cabeza la imagen de su muslo pétreo y suave al inyectarle la dosis. Me mareé. Sentí un cosquilleo nervioso en el bajo vientre "¡Ostia, ¡qué buena está la china!" me dije.

"¿Cuántos pasajes desean?" oí decir al empleado que sudaba como un cochino tras los cristales de la cabina metálica. "¡Dos de ida!" respondí antes de que Lita pudiera reaccionar. Ella puso el dinero sobre el mostrador. Cuando el empleado soltó la vuelta y los dos pasajes, giramos en redondo y nos dirigimos hacia mi máquina. Subimos y nada más arrancar el motor, Lita suplicó "Pero cambia el disco ¿no?" Solté una carcajada y puse uno de Aerosmith, perfecto para cruzar el estrecho en buena compañía.

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