Ángel lo había
conseguido. Aprobó las oposiciones a farero aún sabiendo que esa profesión
tenía los días contados. Tenía claro que
quería enfrentarse a la noche del mar, desafiarla. El recuerdo de esa negrura lo había convertido en lo que
era hoy, un hombre resentido. Y estaba dispuesto a vengarse y retar con la luz,
la traicionera oscuridad de esas aguas.
Llegó allí después de
atravesar caminos pedregosos cubiertos por la niebla. El faro estaba al borde
de un acantilado. Era una torre soberbia sobre un lecho de piedras rocosas y
horadadas por las duras envestidas de las olas y sus rabiosas crestas de espuma
blanca.
Tuvo que limpiar y
adecentar el habitáculo y reemplazar la vieja lámpara por una nueva, más
moderna, semiautomática. Sólo había que programarla y ella sola se encendería
media hora antes del ocaso y apagaría su luz media hora antes de la salida del
sol.
Remarcó el blanco y el
rojo primigenio que coloreaba el torreón, devolviéndole el aspecto lozano de
sus mejores tiempos. La decoración interior no la quiso quitar, simplemente le limpió el polvo y lo dejó todo como estaba. Eran
unas marinas descoloridas colgadas en la sala de descanso y una máquina de
escribir en desuso esperando a que algún día, alguien hiciera taconear sus
teclas, de nuevo.
Una vez, todo organizado,
se dispuso a descansar. Era de noche y la luminaria que coronaba el faro
cumplía con su cometido. Ángel, rendido ya, se quedó dormido unos segundos
cuando un mal presagio lo despertó. Se acercó a la ventana y la oscuridad era
total en el mar. Subió los 84 escalones en caracol en busca de la luciérnaga
dormida, y la despertó a golpe de interruptor. No se explicaba el motivo del
apagón.
De nuevo el faro barría
con su luz los 128 grados y las 23 millas para que todo el que se encontrara
pululando por allí, encontrara un punto de apoyo en su ruta. Para que nadie se
sintiera sólo y perdido en la inmensidad. Para que todos llegaran a puerto. El
océano no se iba a tragar a ningún navegante, al menos por esa zona, mientras
que él fuera el farero de allí.
Pero otra vez, la
oscuridad se tragó la luz. Incluso las de emergencia .De nuevo la subida en
caracol, el pulso en la sien, el corazón a 100… tocar el pulsador y…hacerse la
luz por segunda vez en la noche. La
escena se estuvo repitiendo durante muchas jornadas más. Ángel estaba agotado,
pero no estaba dispuesto a permitir que la voracidad de aquellas aguas,
volviera a acabar con la vida de nadie por la ausencia de destellos de un faro.
Viendo que no era capaz
de subsanar la avería, informó a las autoridades portuarias del suceso. Les
pidió que gobernaran ellos el faro en
forma automática desde la central. La lámpara se encendería cuando detectara la interrupción. Eso, aunque le
quitaba encanto a su oficio, le tranquilizaba.
Pero el mar tenía hambre
de hombres y no se iba a rendir tan fácilmente y se alió con la tormenta que
alimentaba las olas y estas crecieron y crecieron. Y como si de una venganza se
tratara, tomaron impulso y golpearon al regio torreón una y otra vez con toda
la bravura de que eran capaces y golpe a golpe, derribaron el faro, destrozaron
su luz y las aguas en su oscuridad se fueron tragando insaciables , cascotes
blancos y rojos, conduciéndolos a la
soledad del fondo marino.
Pasó la tormenta y se
calmaron las aguas. Ángel supo entonces de su pequeñez y la aceptó. Se marchó
convencido de que quisiéramos o no, la fuerza del mar siempre iba a tener la
última palabra. Y si aquél día quiso
engullir a su padre cuando volvía de pescar en la oscuridad de la noche, ningún faro con toda sus luminarias, podía
haberlo evitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario