Cuando
terminé mi carrera de Educación Primaria tenía solamente 21 añitos y muchas
ganas de comerme el mundo. Mi primer destino no tuvo elección, así que cogí mis
maletas y me presenté en Juviles, en pleno corazón de Las Alpujarras
granadinas.
El
autobús me dejó en la carretera que atraviesa el pueblo. Le pregunté a un
vecino manco, que se encontraba tomando el fresco de una mañana de septiembre,
y que vestía de negro de pies a cabeza con pañuelo al cuello y mascota en la
cabeza, si me podía indicar donde se encontraba el centro de la población. Con
más de 80 años, una mirada huraña y voz de tomar mucho whisky, me contestó «por
la única calle que sube al pueblo, joé», señalando con la barbilla un camino
que había justo enfrente.
Le
di las gracias mientras él continuó ignorándo mi presencia, y ahí dió comienzo
mi primer peregrinar. La
calle era una cuesta parecida a la del terraplén de una montaña. Yo llevaba
tacones de aguja, y en una de mis angostas zancadas, se me partió un tacón de
raíz y me quedé cojeando del pie derecho. Para
mi sorpresa en la aldea había más burros que coches. Hasta cinco pude contar en
lo duró la travesía.
Continué
mi camino disimulando mis patosos andares, con la maleta en una mano y el tacón
en la otra, por si algún zapatero mañoso le pudiera dar arreglo. Entonces una
señora gorda, con unas piernas como dos alforjas de esparto liadas, venía la
cuesta abajo tirando de un burro cargado de patatas y verduras, y con buena
disposición se dirigió a mí y me dijo:
-
Muy buenas. Usted será la nueva maestra escuela ¿verá?. Que rica parece. Yo soy
Gerónima, tengo 48 inviernos y la puedo subir al pueblo a lomos de mi platero,
o ayudarla siempre que lo necesite. También vendo huevos y verduras, todo de mi
huerto y mi corral. Y éste es mi chiquillo, tiene 18 años y se llama Paquino -
me explicó, dándole un leve empujón en la espalda al muchacho para que diera un
paso adelante.
El
chaval era un gitano con la piel oscura y mate como un solomillo muy pasado, y
una anchura de espalda que hizo las delicidas de mis ojos. Paquino me saludó
con dos besos y los ojos puestos en mi escote, que en ningún momento tuve
intención de tapar. Le
di las gracias a los dos y continué la subida que me pareció la misma que hacen
los alpinistas para escalar el Everest. La respiración se me fue volviendo
intermitente, y el calor marcó con dos sombras de sudor mi camiseta color
fucsia de licra ajustada.
Por
fin llegué hasta la plaza mayor. Estaba completamente vacía, no había ni un
solo alma, ni siquiera asomada a un balcón. Una farola con cinco faroles negros
de forja la coronaba en el mismo centro, y en el suelo, el escudo de la comarca hecho con piedras de
colores.
Miré
a un lado, miré al otro, y busqué algún cartel que me indicara donde podría
estar la fachada del Ayuntamiento, que era donde debía presentarme. Entonces,
un hombre que calculo tendría unos 27 ó 28 años, sin camiseta y con un águila tatuada en su espalda, salió
de un salón de juegos y se acercó a mí con paso lento, dejando en su corto
recorrido dos salivazos que vertió a derecha e izquierda. Se ofreció para acompañarme mientras se
interesaba en demasía por mi bolso y mi equipaje. El
consistorio se encontraba en la cara lateral de la plaza, por lo que no tuvo
que realizar un gran esfuerzo con su intención, que agradecí con una sonrisa de
hipocresía.
-
Me llamo Aurelio, para lo que gustes.
-
Gracias - le contesté , recuperando mis pertenencias que él sujetaba con sus
manos repletas de anillos de oro.
-
Dentro pregunta por Rafaela, Fali para los amigos. Es mi hermana melliza, y esa
está más «estudiá» que yo, así que te podrá contestar a «to» lo que le preguntes, aunque, claro, es
la única que hay por ahí adentro - terminó diciendo entre carcajadas cañís que
le provocaron un golpe de tos carraspera que culminó con otro esputo en el
acerado.
Fali
era una joven con muletas que me recibió con una sonrisa tan grande como una
media luna de verano.
-
¡Bienvenida ! ¿Tú debes de ser Patricia, la nueva profesora, no? -
Me
contagió su ánimo y contenta respondí afirmativamente.
-
Verás que bien vas a estar en este pueblo. Aquí se vive muy bien y muy
tranquila. Este es tu contrato, y aquí tienes que firmar.
Al
llegar a la casa que había alquilado por el tiempo que dura un período
escolar, la siguiente peripecia estaba
ya cocinada. Había perdido, no sé de qué manera, la cartera con todo el dinero
que me había dado mi madre para mi estancia en el lugar.
El
colegio estaba en una pedanía cercana a la que se podía llegar en autobús. Así
lo hice durante unos meses, hasta que un día Paquino se ofreció a llevarme en
su vespa color azul. Me gustaba enseñarle mis muslos cuando subía a su moto. A
los cinco días, una mañana después de salir de clase, Paquino me robó la
virginidad embutiéndome en el asiento de su moto en un cercado repleto de
ovejas.
«El
moreno», como lo llamaba cariñosamente, fue un aliciente en mi primer destino
como educadora infantil. Nos hicimos
amigos, amantes y hasta confidentes.
Un
día me contó que su padre era el hombre huraño y malhurado de la carretera que
se dedicaba a vigilar el ir y venir de los viajeros que transitaban por el
pueblo. Y es que tenía un motivo bien entendible para hacerlo, ya que el
anciano recogía y entregaba paquetes,
sirviéndose de la línea de autobuses que cubría ese trayecto, donde introducía
armas de fuego con las que traficaba.
El
curso escolar fue enriquecedor. Los niños aprendieron conmigo y yo aprendí con
los niños y con las historias de los cinco vecinos que todavía conviven en
Juviles, con los que ya tengo poco contacto, excepto con Paquino, y es que es
hoy, todavía, y sigo acercando a mis más íntimas fantasías los revolcones que
me daba con él, cuando pierdo la líbido en la monotonía de mi matrimonio.
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