Era el año 3018 en el
planeta tierra y dormir de noche era cosa de un pasado remoto. El sol estaba
acercándose demasiado. La vida en la superficie era literalmente mortal. Los
campos, secos y agrietados no albergaban vida, ya. Los ríos y los lagos, se
protegían a duras penas de la brutal evaporación, sacrificando sus colores
azules y grises por bolas de plástico
negras que cubrían horriblemente su superficie. El agua cristalina corriendo a
su antojo entre los verdes valles, eran
leyenda.
Ahora todo era tierra
seca en el planeta. Solamente durante la noche, cuando la temperatura lo
permitía, era posible salir a la superficie. Allí se reunían los haraposos
supervivientes para contar leyendas de un tiempo lejano, bebiendo orujo de
patata y estirando sus entumecidas piernas, caminando por espacios derruidos, iluminados por múltiples árboles
solares.
Los magnates que durante
siglos habían dominado la economía mundial, habían podido sufragarse el viaje a
otros planetas y con ellos, sus aliados,
familiares y servidores. Pero los que
siempre fueron pobres, lo seguían siendo más y la única forma de sobrevivir en
este infierno era resguardarse de las llamaradas del sol.
Los Enterrados, que así se llamaba la
comunidad que sobrevivía bajo tierra, habían conseguido construir ciudades
dormitorio bajo la superficie terrestre. Se trataba de larguísimos túneles
excavados en espiral en cuyas paredes se
habían horadado espacios reducidos dónde
sólo entraba una persona tendida. Estos espacios se llamaban nichos y se
utilizaban únicamente para dormir durante el infierno en el que se había convertido
el día en el planeta. Conseguir el espacio del nicho, era motivo de continuas
disputas entre los supervivientes.
Se acercaba el temido
amanecer y Max se preparaba para dormir.
Necesitaba descansar después de otra dura noche de trabajo. Cultivar vegetales
en bateas bajo lámparas de sodio requería atención constante. Éste era su
misión en la comunidad y estaba agotado. Comió la ración establecida,
refunfuñando como cada día. Comer era lo más importante para él, después de
respirar.
Era fuerte, por lo que era difícil arrebatarle el sitio. Jeffrey,
otro joven superviviente no lo era tanto, pero era listo. Se las ingeniaba para
otear la sala de control diario de
vivos, muertos y no aptos de su zona y cada
vez que se quedaba libre un hoyo, él se apresuraba a ocupar el sitio antes de
que la autoridad lo adjudicara según criterio. El criterio siempre era el
mismo. Amigos y familiares de los ocupantes.
Cansado ya de ir de nicho
en nicho, Jeffrey decidió que el que ocupaba Max, sería perfecto para él. Sabía
de la debilidad del chico por la comida y le propuso algo. -Oye, puedo traerte todos los días algo delicioso para acompañar
a la ridícula ración de comida que nos dan aquí. -¿A cambio de qué?- preguntó
el ocupante del hoyo. -A cambio de una autorización firmada para que cuando tú
dejes de ocupar tu nicho, lo pueda ocupar yo- dijo Jeffrey –Pero tendrás que
esperar a que me muera, y eso te aseguro que tardará en llegar. Pero mira,
acepto. Contestó soltando una carcajada, sin llegar a comprender muy bien la propuesta
del chico. Todos los días, Jeffrey se
encargaba de añadir al menú de su compañero, compuesto por hongos y murciélagos, una ración extra de
grasa de oso y sal. Así, después de un tiempo, un día, casi sin darse cuenta, el
muchacho no cabía en su hueco, traspasando así una de las normas de convivencia en la ciudad
subterránea, 2”No sobrepasar la envergadura estándar para poder ocupar un
nicho.
El chico, lo intentó de mil maneras, encogiendo la
barriga hasta quedarse sin aire, intentando entrar de costado, boca abajo,
encogiendo las piernas… Pero todo era inútil, no entraba en su hueco de ninguna
manera y la patrulla de seguridad estaba a punto de pasar revista.
Max fue expulsado del
nicho sin miramiento a pesar de que juró a los guardias no volver a comer en
una semana. Se vio de pronto fuera del sistema subterráneo. El tosco ropaje que
le cubría por completo impedía que los rayos solares atravesasen su epidermis,
pero no mitigaban los ochenta grados que hacían bullir su sangre hasta reventar
sus arterias y convertirlo en un charco de sangre seca.
Jeffrey y su menudo
cuerpo habían conseguido estabilizar la supervivencia un poco más.
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