lunes, 5 de marzo de 2018

El nicho por Carmen Gómez Barceló



Era el año 3018 en el planeta tierra y dormir de noche era cosa de un pasado remoto. El sol estaba acercándose demasiado. La vida en la superficie era literalmente mortal. Los campos, secos y agrietados no albergaban vida, ya. Los ríos y los lagos, se protegían a duras penas de la brutal evaporación, sacrificando sus colores azules y grises por  bolas de plástico negras que cubrían horriblemente su superficie. El agua cristalina corriendo a su antojo  entre los verdes valles, eran leyenda.

Ahora todo era tierra seca en el planeta. Solamente durante la noche, cuando la temperatura lo permitía, era posible salir a la superficie. Allí se reunían los haraposos supervivientes para contar leyendas de un tiempo lejano, bebiendo orujo de patata y estirando sus entumecidas piernas, caminando por espacios  derruidos, iluminados por múltiples árboles solares. 

Los magnates que durante siglos habían dominado la economía mundial, habían podido sufragarse el viaje a otros planetas  y con ellos, sus aliados, familiares  y servidores. Pero los que siempre fueron pobres, lo seguían siendo más y la única forma de sobrevivir en este infierno era resguardarse de las llamaradas del sol.

 Los Enterrados, que así se llamaba la comunidad que sobrevivía bajo tierra, habían conseguido construir ciudades dormitorio bajo la superficie terrestre. Se trataba de larguísimos túneles excavados  en espiral en cuyas paredes se habían  horadado espacios reducidos dónde sólo entraba una persona tendida. Estos espacios se llamaban nichos y se utilizaban únicamente para dormir durante el infierno en el que se había convertido el día en el planeta. Conseguir el espacio del nicho, era motivo de continuas disputas entre los supervivientes.

Se acercaba el temido amanecer y Max  se preparaba para dormir. Necesitaba descansar después de otra dura noche de trabajo. Cultivar vegetales en bateas bajo lámparas de sodio requería atención constante. Éste era su misión en la comunidad y estaba agotado. Comió la ración establecida, refunfuñando como cada día. Comer era lo más importante para él, después de respirar.

 Era fuerte, por lo que  era difícil arrebatarle el sitio. Jeffrey, otro joven superviviente no lo era tanto, pero era listo. Se las ingeniaba para otear la sala de control diario  de vivos, muertos y no aptos  de su zona y cada vez que se quedaba libre un hoyo, él se apresuraba a ocupar el sitio antes de que la autoridad lo adjudicara según criterio. El criterio siempre era el mismo. Amigos y familiares de los ocupantes.

Cansado ya de ir de nicho en nicho, Jeffrey decidió que el que ocupaba Max, sería perfecto para él. Sabía de la debilidad del chico por la comida y le propuso  algo.  -Oye, puedo traerte  todos los días algo delicioso para acompañar a la ridícula ración de comida que nos dan aquí. -¿A cambio de qué?- preguntó el ocupante del hoyo. -A cambio de una autorización firmada para que cuando tú dejes de ocupar tu nicho, lo pueda ocupar yo- dijo Jeffrey –Pero tendrás que esperar a que me muera, y eso te aseguro que tardará en llegar. Pero mira, acepto. Contestó soltando una carcajada,  sin llegar a comprender muy bien la propuesta del chico.  Todos los días, Jeffrey se encargaba de añadir al menú de su compañero, compuesto por  hongos y murciélagos, una ración extra de grasa de oso y sal. Así, después de un tiempo, un día, casi sin darse cuenta, el muchacho no cabía en su hueco, traspasando así  una de las normas de convivencia en la ciudad subterránea, 2”No sobrepasar la envergadura estándar para poder ocupar un nicho.

El chico,  lo intentó de mil maneras, encogiendo la barriga hasta quedarse sin aire, intentando entrar de costado, boca abajo, encogiendo las piernas… Pero todo era inútil, no entraba en su hueco de ninguna manera y la patrulla de seguridad estaba a punto de pasar revista.

Max fue expulsado del nicho sin miramiento a pesar de que juró a los guardias no volver a comer en una semana. Se vio de pronto fuera del sistema subterráneo. El tosco ropaje que le cubría por completo impedía que los rayos solares atravesasen su epidermis, pero no mitigaban los ochenta grados que hacían bullir su sangre hasta reventar sus arterias y convertirlo en un charco de sangre seca.

Jeffrey y su menudo cuerpo habían conseguido estabilizar la supervivencia un poco más.

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