Apostado frente a mí, me
observaba con expresión de incredulidad absoluta, como si le hubieran aplastado
el rostro con un puñetazo de realidad.
Yo he reaccionado con cierta
templanza. Estaba rodeado de revistas porno, era imposible disimular. Por
muchas manos que hubiera tenido para esconderlas, se hubiera dado cuenta. Sobre
mis piernas, abierto de par en par, un desplegable en el que un modelo lucía
como único traje un casco de guerrero celta y una lanza amenazante con forma de
serpiente en su mano derecha. Erguido sobre una roca, las piernas abiertas y
esa mirada feroz, me tenían embelesado. Tampoco he logrado zafarme de la
erección que brotaba del pantalón de chándal que acostumbro a llevar en casa.
Cuando me he levantado para hablar con él, la vida propia de mi sexo no se ha
amilanado.
- ¡Por favor, papá, trata de calmarte! Piensa en otra
cosa hombre y deja que eso se relaje- ha dicho desairado.
En ese momento he sentido
mayor nerviosismo. Tenía la cabeza ardiendo. Me he girado hacia el sofá y he
empezado a apilar las revistas. Trataba de hacer volver la normalidad. Pero
Arturo no podía estarse quieto. Andaba dando zapatazos sobre el parquet de aquí
para allá sin mirarme, aunque podía escuchar su respiración agitada desde mi
asiento. Porque yo me he vuelto a sentar, esperando el rapapolvo mientras
sacudía algunas pelusas de la sudadera. Entonces él ha tomado la iniciativa.
- Pero papá, esto - ha vacilado- ¿esto qué es? -
sujetando uno de los ejemplares de mi colección ante mis narices.
Yo no sabía por dónde
empezar, la verdad.
- ¿Desde cuándo? ¿Porqué? Yo pensaba que erais un
matrimonio feliz. Bien avenido, con vuestras cosas, como todo el mundo. Pero,
esto... ¿Lo sabe mamá? - Ha hecho una pausa y luego ha soltado- ¡Por Dios papá
di algo!
Y se lo he contado todo.
- Me gustan los hombres, desde que tengo uso de razón.
Pero no vayas a creer que soy maricón, no. Es solo que me gustan los hombres.
No lo puedo evitar. Cuando era niño me gustaban los superhéroes. Flash Gordon, Batman, Superman. Algo
normal, si no fuera porque yo los miraba y me entraba un calorcito tan
agradable. Lo mismo ocurría con Mazinger
Z, ni cuentas le echaba yo a Afrodita. Pero lo que más me agradaba era jugar
con Luca, el novio de Nancy la muñeca preferida de la tonta de
mi hermana Gloria. Hasta que mi madre me pilló con los ojos desorbitados puestos
sobre el muñeco desnudo y enfurecida, amenazó "¡si sigues con ese juego,
lo reyes magos te traerán un sapo!" Desde entonces evité mis juegos, al
menos en su presencia, pero fue en balde. La mañana del seis de enero de mil
novecientos setenta y seis, mi regalo fue un repugnante sapo. Me deshice de
aquél bicho de ojos saltones y piel resbaladiza aquel mismo día, pero no me
libré de las burlas de mis hermanos durante días. Fue el día más triste de mi
vida. Sin embargo, para desgracia de mi madre, lo mío no se quitó.
En primaria sentí
devoción por don Alfonso, con su media melena y sus gafas metálicas a lo John
Lennon. Y en la universidad elegí historia con tal de empaparme de las hazañas
de guerreros bárbaros, turcos, romanos, galos, moros o lo que fuera. Los
selyúcidas eran mis preferidos, imaginarlos en plena batalla me excitaba tanto.
Y luego me casé con tu madre. Si, ya sé que resulta extraño. Me enamoré de ella
por muchos motivos, pero más tarde llegué a la conclusión de que su mayor
atractivo para mí era su aspecto andrógino. De hecho, cuando más disfruto en la
cama con ella es cuando no se ha depilado. Y la muy tonta se empeña en quitarse
todos los pelos ¡cosas de mujeres! Jamás le he contado esta debilidad mía,
aunque es posible que lo sepa. Con el tiempo, la relación entre nosotros no
pasa de ser cordial, lo hacemos casi por necesidad, cuando lo pide el cuerpo,
nada más. No me quejo, es lo normal, o eso creo. Nunca le he sido infiel, lo
juro. Con mis revistas me apaño bien, lo paso estupendamente y no causo mal a
nadie. Pero si quieres puedes decírselo, no te lo tendré en cuenta. Ya no me da
miedo el sapo.
Una nube de silencio ha
cubierto la estancia por unos minutos. No sé cuantas veces he tragado saliva,
ni cuánto tiempo ha pasado. Cuando ya me había sosegado, Arturo, recostado a mi
lado, ha lanzado en un frágil titubeo.
- Entonces...entonces ¿lo que me pasa a mí no es nada
malo, papá?
Sin mediar palabra, he
cubierto sus hombros con mi brazo izquierdo mientras en la otra mano sostenía
el ejemplar nº 652 del BEST MEN´S, el del guerrero celta a tamaño gigante, y lo
he puesto sobre las fornidas piernas de mi hijo. En los ojos llevaba la
respuesta y él la ha entendido.
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