miércoles, 7 de marzo de 2018

El sapo por Luisa Yamuza Carrión



Apostado frente a mí, me observaba con expresión de incredulidad absoluta, como si le hubieran aplastado el rostro con un puñetazo de realidad.

Yo he reaccionado con cierta templanza. Estaba rodeado de revistas porno, era imposible disimular. Por muchas manos que hubiera tenido para esconderlas, se hubiera dado cuenta. Sobre mis piernas, abierto de par en par, un desplegable en el que un modelo lucía como único traje un casco de guerrero celta y una lanza amenazante con forma de serpiente en su mano derecha. Erguido sobre una roca, las piernas abiertas y esa mirada feroz, me tenían embelesado. Tampoco he logrado zafarme de la erección que brotaba del pantalón de chándal que acostumbro a llevar en casa. Cuando me he levantado para hablar con él, la vida propia de mi sexo no se ha amilanado.

            - ¡Por favor, papá, trata de calmarte! Piensa en otra cosa hombre y deja que eso se relaje- ha dicho desairado.

En ese momento he sentido mayor nerviosismo. Tenía la cabeza ardiendo. Me he girado hacia el sofá y he empezado a apilar las revistas. Trataba de hacer volver la normalidad. Pero Arturo no podía estarse quieto. Andaba dando zapatazos sobre el parquet de aquí para allá sin mirarme, aunque podía escuchar su respiración agitada desde mi asiento. Porque yo me he vuelto a sentar, esperando el rapapolvo mientras sacudía algunas pelusas de la sudadera. Entonces él ha tomado la iniciativa.

            - Pero papá, esto - ha vacilado- ¿esto qué es? - sujetando uno de los ejemplares de mi colección ante mis narices.
Yo no sabía por dónde empezar, la verdad.
            - ¿Desde cuándo? ¿Porqué? Yo pensaba que erais un matrimonio feliz. Bien avenido, con vuestras cosas, como todo el mundo. Pero, esto... ¿Lo sabe mamá? - Ha hecho una pausa y luego ha soltado- ¡Por Dios papá di algo!
Y se lo he contado todo.

            - Me gustan los hombres, desde que tengo uso de razón. Pero no vayas a creer que soy maricón, no. Es solo que me gustan los hombres. No lo puedo evitar. Cuando era niño me gustaban los superhéroes. Flash Gordon, Batman, Superman. Algo normal, si no fuera porque yo los miraba y me entraba un calorcito tan agradable. Lo mismo ocurría con Mazinger Z, ni cuentas le echaba yo a Afrodita. Pero lo que más me agradaba era jugar con Luca, el novio de Nancy la muñeca preferida de la tonta de mi hermana Gloria. Hasta que mi madre me pilló con los ojos desorbitados puestos sobre el muñeco desnudo y enfurecida, amenazó "¡si sigues con ese juego, lo reyes magos te traerán un sapo!" Desde entonces evité mis juegos, al menos en su presencia, pero fue en balde. La mañana del seis de enero de mil novecientos setenta y seis, mi regalo fue un repugnante sapo. Me deshice de aquél bicho de ojos saltones y piel resbaladiza aquel mismo día, pero no me libré de las burlas de mis hermanos durante días. Fue el día más triste de mi vida. Sin embargo, para desgracia de mi madre, lo mío no se quitó.

En primaria sentí devoción por don Alfonso, con su media melena y sus gafas metálicas a lo John Lennon. Y en la universidad elegí historia con tal de empaparme de las hazañas de guerreros bárbaros, turcos, romanos, galos, moros o lo que fuera. Los selyúcidas eran mis preferidos, imaginarlos en plena batalla me excitaba tanto. Y luego me casé con tu madre. Si, ya sé que resulta extraño. Me enamoré de ella por muchos motivos, pero más tarde llegué a la conclusión de que su mayor atractivo para mí era su aspecto andrógino. De hecho, cuando más disfruto en la cama con ella es cuando no se ha depilado. Y la muy tonta se empeña en quitarse todos los pelos ¡cosas de mujeres! Jamás le he contado esta debilidad mía, aunque es posible que lo sepa. Con el tiempo, la relación entre nosotros no pasa de ser cordial, lo hacemos casi por necesidad, cuando lo pide el cuerpo, nada más. No me quejo, es lo normal, o eso creo. Nunca le he sido infiel, lo juro. Con mis revistas me apaño bien, lo paso estupendamente y no causo mal a nadie. Pero si quieres puedes decírselo, no te lo tendré en cuenta. Ya no me da miedo el sapo.

Una nube de silencio ha cubierto la estancia por unos minutos. No sé cuantas veces he tragado saliva, ni cuánto tiempo ha pasado. Cuando ya me había sosegado, Arturo, recostado a mi lado, ha lanzado en un frágil titubeo.

            - Entonces...entonces ¿lo que me pasa a mí no es nada malo, papá?

Sin mediar palabra, he cubierto sus hombros con mi brazo izquierdo mientras en la otra mano sostenía el ejemplar nº 652 del BEST MEN´S, el del guerrero celta a tamaño gigante, y lo he puesto sobre las fornidas piernas de mi hijo. En los ojos llevaba la respuesta y él la ha entendido.

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