miércoles, 6 de febrero de 2013

La Cabaña, por María del Mar Quesada.


En otro valle, cuando Aurora cierra los ojos mientras el sol se derrama en su rostro y solo escucha el silencio, en esos instantes, a su mente siempre llega la misma imagen: la cabaña. Esa cabaña de madera donde tantos momentos vividos y ahora agotados vienen a su recuerdo, como una de las frases favoritas de Adrián “La felicidad es como una neblina ligera: cuando estamos dentro de ella, no la vemos”  con su voz  esa verdad tenía más fuerza.  Aurora no podía imaginar cuánto lo echaría de menos y eso que nunca tenían programados sus encuentros, ella nunca sabía cuándo aparecería él. No  importaba si tardaban meses en verse, su presencia era como un regalo de  la vida.
Destino, casualidad,  qué más da. Aquel viernes de hace siete años, su hija de 16 años le pidió por millonésima vez que la llevara en coche al cine, había salido tarde del instituto y no llegaría a tiempo, Aurora esa tarde no tenía ninguna ganas de salir, pero si su hija no llegaba a tiempo de ver la película, estaría todo el fin de semana de morros, así que la llevó. Ya de vuelta, estando parada en un semáforo,  su coche recibió un golpe por detrás, “¡Dios, lo que me faltaba!” pensó. Cerró los ojos, resopló y puso su mejor sonrisa. Cuando salió del coche vio que se acercaba un hombre de unos 50 años, alto, muy delgado con el pelo  canoso, la ropa de sport que llevaba y corte de pelo le daban un aire juvenil, su físico no le impactó tanto como lo hizo  su voz grave y melódica cuando  le preguntó:

-        ¿Está usted bien?, Lo siento, ha sido culpa mía. Iba distraído, lo siento mucho”.

Aurora le aseguró que no le había pasado nada. En ese momento en la acera de la derecha, se fue una furgoneta que les dejó espacio para  aparcar los coches y no obstaculizar el tráfico. Estuvieron arreglando la documentación y cuando habían terminado, Adrián la invitó a un café, era lo menos que podía hacer después de  fastidiarle el coche y la tarde, ella aceptó. Aurora, era una mujer de  42 años de estatura media  que aún conservaba sus formas femeninas,  ella sabía que tenía una sonrisa bonita y seductora, supuso que si él la veía sonreír, se animaría a seguir  hablando. Ella no tenía intención de flirtear con él, solo le apetecía escuchar esa voz de locutor de radio. Con la excusa del accidente se vieron más veces, aunque realmente nunca  hubo necesidad de averiguar nada. Aurora podía recordar casi todas las conversaciones que tuvo con él,  lo que le atraía de Adrián era su voz, su melodía al pronunciar las palabras. Él le contó que era  periodista freelance y a veces  colaboraba con algunas revistas, estaba casi siempre viajando, decía sentirse afortunado por hacer lo que le gustaba, hablar de las diferentes personas que pueblan el mundo, poder viajar  y no tener que preocuparse por tener que pagar una hipoteca. También le comentó, que solo tenía en propiedad una cabaña de madera que su padre le cedió  en  el  Valle  de Cabuérniga y   la había acondicionado para vivir con lo justo, no necesitaba más. Adrian  le explicó que su experiencia  en la vida se había encargado de enseñarle a estar ligero de equipaje.


Durante siete años estuvieron viéndose en la cabaña, testigo de un amor que nació del deseo de hacer eterno, lo pasajero. No había compromisos, no había obligaciones, no había celos de otras mujeres; solo estaban ellos, la cabaña del valle, la montaña,  su pasión, su amor desinteresado, sus charlas interminables, el límite de sus palabras era el límite del mundo de ambos. Aurora se sentía completa, ya había desarrollado su faceta de esposa, de madre, de hija, de amiga, de hermana, pero desde que conoció a Adrian desarrollo una faceta que tenía aparcada,  ser mujer. Con él, solo y exclusivamente era  mujer.

Pero todo en esta vida tiene un principio y un final,  y éste llegó cuando en las noticias de la noche anunciaron que en una sierra de Colombia una mina anti-persona había matado al periodista Adrian Madariaga Abascal  y había herido gravemente al fotógrafo que lo acompañaba. En ese instante Aurora estaba cenando con su familia, se quedó paralizada, se levantó, dijo  que se sentía mal y fue al cuarto de baño. Su mal era tan físico como emocional. Su alma de mujer se desgarró, Adrian había muerto y ella sólo podría llorarlo a escondidas. Cómo haría para dar rienda suelta al dolor  y la nostalgia que sentía. Quién le susurraría esas palabras que le llenaban el espíritu y acariciaban su cuerpo de mujer. Cómo haría para llorar su pérdida sin que nadie se diera cuenta. Cómo si Adrian la hubiera escuchado, a  su corazón llegaron las palabras de él: “Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar”.

Sus hijas y su marido, preocupados,  llamaron a la puerta del baño.

-        ¿Mamá estás bien?
-        ¿Qué te pasa Aurora?
-        No os preocupéis, ya me encuentro mejor, algo me habrá sentado mal.

Aurora se lavó la cara, cerró los ojos, resopló, puso su mejor sonrisa y salió del baño. Sintió que había llegado  el tiempo de callar y vivir para recordar, el destino, la casualidad o la vida la habían convertido en una viuda invisible de un amor que a ojos del mundo nunca había existido.

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