Cuando compré la
casa en el verano de 2004, me costó disimular la emoción que me embargaba: el
precio había sido razonable, la situación de la vivienda era magnífica y aunque
llevaba cerca de veinte años cerrada había necesitado muy pocas reparaciones. Una de las razones más poderosas que me llevó
a su adquisición fue la magnífica biblioteca que albergaba cerca de cinco mil volúmenes.
Para mí la lectura siempre ha sido una necesidad, por eso cuando supe que en el
precio se incluía, no tuve ninguna duda en cerrar el trato con urgencia.
Cuando tomé posesión,
tras unas pequeñas reformas, que no incluyeron la biblioteca, lo primero que
hice fue proponerme catalogar la colección de libros utilizando medios
informáticos. Como la tarea era importante y la cátedra de Historia Moderna se
llevaba una buena parte de mi tiempo, pensé en la conveniencia de buscar ayuda.
Tras meditar entre varias personas que podrían ser válidas para la labor, me
decidí por Susana, una señora mayor y soltera, de reconocida aptitud para estos
menesteres. Cuando se lo propuse se mostró encantada y, tras concretar su
remuneración y que no entraba en conflicto con la dedicación exclusiva como
funcionaria de carrera, acordamos que los martes y jueves, tras su trabajo en
la Biblioteca del Vicerrectorado,
acudiría a echarme una mano.
Llevábamos más
de dos meses catalogando, anotando y tasando, cuando una tarde entró en mi despacho, donde terminaba un
artículo para una revista sobre la segunda guerra mundial, anunciándome que
había encontrado un sobre cerrado entre dos libros de la estantería superior. Enfrascado
en el artículo no le di importancia, tomé el sobre y lo guardé en uno de los
cajones del escritorio con la intención de echarle un vistazo más tarde.
Lo había
olvidado cuando unos días después buscando unas notas reparé en él. Lo tomé y
tras ver que en él figuraba el nombre de Frederick Bamler y una fecha, 5 de
septiembre de 1976 sopesé cuidadosamente la conveniencia o no de leerlo. Durante
un buen rato seguí en la duda, pero aún sabiendo que no hacía lo correcto, la
curiosidad me llevó a abrirlo y echar un vistazo a los folios manuscritos que
contenía.
Al cabo de unos minutos fui consciente de que
un viejo secreto había llegado a sus manos. En aquellos folios Albert Bamler, informa
a su hijo Frederick de que cuando se encontraba en la parte más profunda de la
selva Nueva Guinea investigando para la Fundación Bayer, le llegó con bastante
retraso la noticia de la muerte de su abuelo Claus. La tardanza estaba
justificada en las lógicas dificultades de comunicación de aquel remoto lugar, por
lo que no pudo estar presente en el sepelio ni en la lectura del testamento,
aunque para éste tema designó por teléfono a un procurador para que le
representara en el acto y le informara de lo que le que le había correspondido.
Seguía la nota
indicando que por lo que conocía, su abuelo no era un hombre rico, aunque
mantenía una posición de cierto desahogo económico, pero dado que la relación
con él había sido prácticamente nula y el número de descendientes amplio, -se
había casado dos veces y había tenido cuatro hijos y una legión de nietos- no
esperaba que lo que le pudiera corresponder de la herencia repercutiera de
manera notable en su economía, así que no se preocupó demasiado, enfrascado,
como estaba, en su trabajo.
A continuación
le daba referencias de su abuelo de quien decía que había nacido en Alemania en
donde le había tocado vivir los tiempos convulsos de la segunda guerra mundial.
Durante la misma ocupó un cargo en el Estado Mayor de Berlín y allí vivió hasta
que, unos meses antes de que el imperio nazi de hundiera, huyó de Alemania con
su familia. Recaló en Granada a finales de 1945 con pasaporte suizo, suponía
que con el beneplácito de las autoridades franquistas, y se dedicó a ciertos
negocios de los que no nunca supo nada. Cuando falleció su abuela, volvió a
contraer matrimonio con una mujer con la no congeniaron ni su hermano Ernesto
ni él. Como era previsible, al cabo de pocos meses los enviaron a un internado
de Madrid del que sólo regresaban dos semanas al año: una por navidad y otra en
verano. Al finalizar los estudios, ambos rompieron los pocos vínculos que le quedaban
con su padre y fijaron sus residencias en puntos distantes de donde él vivía.
Su hermano Ernesto manchó a Paris y su padre a Barcelona.
Afirmaba que sólo
lo había visto un par de veces y ambas en funerales. La primera vez fue en la de
su tío Ernesto, que había desaparecido en África en una de sus muchas guerras
mientras prestaba ayuda médica en un campamento de desplazados. Acudió en la
iglesia unos minutos antes de los oficios, vestido completamente de negro con el
pelo cortado al estilo militar en el que resplandecía el gris como en un cielo
encapotado. Entró en la iglesia sin dirigirse a nadie, simplemente ocupó un
lugar en la primera fila y cuando concluyeron los oficios, se levantó y se
marchó sin derramar una lágrima. La segunda vez la recordaba vagamente, fue cuando
su padre murió de una enfermedad degenerativa, cuando finalizó el entierro,
pasó por su lado y se detuvo, le miró un segundo antes de dar media vuelta y entrar
en el coche que le esperaba.
Seguía
diciendo que tres meses después regresó de Nueva Guinea una vez finalizado el
proyecto y fue entonces cuando supo que el anciano se había suicidado en la
casa de Sevilla, donde había trasladado su residencia hacía algunos años alejándose
de los fríos inviernos granadinos. Supuso que el suicidio habría tenido que ver
con la enfermedad que empezaba a dejarle inválido. De su estado de salud tenía
una remota idea por Braulio, la persona que se encargaba de administrar sus
bienes.
Cuando desde
Barcelona le llamó para enterarse de lo ocurrido, le indicó que, alertado por
la mujer que le atendía durante la noche, lo descubrió sobre su cama con una
pistola en la mano y con un agujero en la sien. Estaba vestido de oficial de a
SS, uniforme que, sin saber la razón, aunque suponía que fue para evitar un
escándalo, no aparecía en los informes que emitió el comisario a quien
encargaron la investigación. En la misma conversación, le confirmó que había
dejado en herencia la casa de Sevilla -lo que ya sabía por el procurador- y
añadió que también había heredado una carpeta conteniendo varios sobres
lacrados que los que tomaría posesión una vez que lo hiciera de la vivienda.
Al cabo de
varias semanas tomó el tren nocturno Barcelona-Sevilla. Nada más llegar se puso en
contacto con Braulio y éste informó al notario encargado de los trámites de la
herencia, quedando unas horas más tarde en un Hotel céntrico. A la hora fijada y
una vez presentados, tomaron café y le pusieron al corriente. D. Tomás, que así
se llamaba el notario, traía las llaves de la casa y una abultada carpeta que
sin duda guardaban los sobres que tenía el encargo de entregarle. Juntos tomaron
un taxi que les condujo a la casa. Tras
despedirlo, Braulio abrió el portón por el que se accedía a un zaguán cerrado por
una reja labrada. Los guió por un patio de columnas, sosteniendo arcos blancos
abrazados por enredaderas, hacia la escalera por la que accedía al piso
superior. Entraron en la biblioteca donde. D. Tomás sin preámbulos le entregó
la llave de la casa y las escrituras. A continuación le pidió que firmara una nota
donde se confirmaba el acto de posesión. Tras la firma, le alargó la carpeta de
la que no se había separado y le informó de que ya podía abrirlos según la
voluntad el finado. Una vez finalizada su labor, se despidió alegando temas de
trabajo al igual que lo hizo Braulio, no antes de concretar una cita el día
siguiente en el hotel donde había decidido pasar la noche.
Por fin sólo, tomó
la carpeta y al abrirla descubrió una nota manuscrita que su abuelo le dirigía.
Una anotación entre paréntesis al margen indicaba que era una copia exacta. Volví con mayor interés los ojos al texto y lo leí con avidez.
Querido Albert:
Desde que
naciste aunque tú nada sabes, he guiado tus pasos, me he ocupado de tu
formación y he allanado tu camino hasta lo que ni imaginas. Todo lo he hecho
para asegurarme de que serás digno de que la misión que me encomendaron pase a
ti y la culmines. No creas que ha sido fácil durante todos estos años saberme
responsable de la muerte del aventurero-anarquista en que se convirtió mi hijo Ernesto,
cómo no lo ha sido sobrellevar el deterioro de tu padre, un ser débil y
enfermizo. Pero me he mantenido firme porque ninguno de los dos merecía ser los
herederos de esta magna tarea que ahora te asigno. Espero que no me decepciones
porque si lo haces no sólo me decepcionarías a mí sino a todos los miles de
camaradas que por todo el mundo esperan el día en que el pueblo alemán resurja
bajo el Cuarto Reich.
Mi nombre
verdadero es Claus Rudolf Bamler von Stauffenberg, Coronel del Estado Mayor de
la Wehrmacht. Durante más de cuarenta años me han buscado todos los servicios
de inteligencia del mundo para juzgarme y condenarme por el solo hecho de haber
cumplido con mi deber. Aunque me tildan de criminal y me acusan de haber aniquilado
a miles judíos, sólo he sido un soldado del Führer que cumplió con su deber. Un
soldado en el que él confió un tesoro inimaginable para que lo preservara y
sirviera para financiar, a su debido tiempo, el resurgimiento de la patria.
He tenido el
alto honor de servir a mi pueblo durante toda mi vida y ahora que se acerca mi
muerte, no me queda tiempo ni salud para finalizar la tarea que se me
encomendó, por eso serás tú, que eres puro de sangre aria, quien la culmine.
En el interior
de la carpeta que te ha entregado el notario encontrarás tres sobres lacrados,
en el primero hallarás números de cuentas a tu nombre con grandes sumas de
dinero, en el segundo sobre están los contactos y claves que te ayudaran a
rescatar el tesoro del Reich, cuya ubicación consta en el tercero. En ese mismo
sobre está anotada la fecha en la que debes comenzar la tarea y las
instrucciones iniciales.
Me siento
orgulloso de que seas tú a quien confío el secreto mejor guardado del siglo.
Un abrazo.
Y firmaba, Claus Rudolf Bamler von Stauffenberg. Coronel del Estado Mayor
de la Wehrmacht
Quedé sorprendido ante aquella revelación,
conocía la leyenda del tesoro oculto de Hitler, pero siempre había pensado que
no era más que eso, una leyenda sin fundamento.
Continué la
lectura absorto en su contenido y con la esperanza de descifrar el misterio. Albert
continuaba afirmando que cuando finalizó la lectura de la carta de su abuelo le
pareció tan increíble que quedó aturdido. No podía salir de su asombro al imaginar
que aquel hombre era un criminal nazi ejecutor de miles de personas inocentes
sin que tuviera el más mínimo remordimiento y, en el culmen de su locura, había
ordenado matar a su propio hijo Ernesto; había dirigido su vida como la de una
marioneta y ahora dejaba en sus manos una misión que sólo imaginarla le producía
náuseas. Seguía diciendo que por un momento tuvo la esperanza de que la enfermedad le hubiera hecho perder la
cabeza y que todo aquello no fuera más que alucinaciones de un anciano. Aunque pensó
arrojar el sobre a la chimenea, le
pareció una locura de tal magnitud que no se sintió con fuerzas para seguir con
la duda toda la vida. Abrió el sobre marcado con el número uno y encontró una
relación de cuentas bancarias de varios países con las claves de acceso y su
nombre como titular en cada una de ellas. Al desgajar el segundo comprobó con
horror que contenía una relación de más de cien nombres de cargos de
multinacionales con sus direcciones y teléfonos en los más diversos lugares del
mundo; sin valor para abrir el tercero sobre se hundió horrorizado en el sillón.
Cuando logró
recuperarse, escribió que lo único que tenía
claro era lo que no haría. Repasó los nombres del listado y los memorizó
confiando en su memoria fotográfica. Cerró los dos sobres abiertos y los
introdujo en una carpeta. Tras meditarlo un buen rato redactó estas notas durante
buena parte de la noche. Por la mañana escribió el nombre de su hijo mayor en
el sobre.
Terminaba
explicando que daría instrucciones a Braulio para que vendiera la casa pasados
quince años y tras hacerlo, le hiciera llegar a el dinero de la venta y la carta de forma
anónima a Frederick. Afirmaba que acababa de destruir el tercer sobre y que con
los otros dos se marcharía a Barcelona donde donaría a la Cruz Roja Internacional todo el dinero que
había a su nombre. Cuando terminara los trámites trasladaría una copia de los
listados a los Consulados de Alemania, Israel y Estados Unidos y desaparecería.
Pedía a su hijo que le perdonara porque no le volvería a ver y le rogaba que
hiciera partícipe a su hermana y que le cuidara.
Rubricaba la
carta con un “hasta siempre”.
No podía salir
de mi asombro, el tesoro de Hitler podía ser una realidad y había estado tan cerca de saber su paradero
que me sentía abrumado. Pasé la noche intranquilo pensando si todo aquello era
una fantasía o una realidad que el destino había llevado a mis manos. Por la
mañana decidí investigar hasta conocer si lo que había leído era cierto.
Solicité el traslado provisional a la Universidad Autónoma de Barcelona y me
enfrasqué con todas mis fuerzas durante dos meses en ello. Ahora estoy a la
espera del avión que me retorne a Sevilla y sé que todo fue cierto: Albert
existió, donó gran parte del dinero la Cruz Roja Internacional , pero las
listas nunca llegaron a su destino, según aparecía en un diario nacional murió
en un incendio tras un accidente de coche: entre los restos del accidente
consta en el informe policial que aparecieron tres sobres quemados de los que
era imposible descifrar su contenido.
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