Son las siete
de la tarde cuando el aullido de la sirena marca el fin de la tarea del segundo
turno del sábado. Algunos obreros esperan su jornada fumando un último
cigarrillo antes, otros dan cuenta del postrero trozo de pan mientras la
mayoría de arremolina junto a la verja de la fábrica que, invariablemente,
abrirá sus puertas cinco minutos más tarde, dando tiempo al grupo que va a
salir a colocar las herramientas correctamente y a los supervisores a dar el
visto bueno. Cuando el encargado hace un gesto con la mano a Viktor, tras tomar
nota en un viejo cuaderno de que todo estaba bien, sabe que tiene permiso para
marchar y se aleja hacia los vestuarios. Abre la desencajada puerta de chapa,
que ruge sobre sus goznes, se despoja del mono de trabajo, lo dobla lo mejor
que sabe y lo coloca en el estante superior de la taquilla que comparte con otros
dos obreros. Se ajusta el pantalón con cierta prisa y, tras encajar el gorro de
lana sobre la cabeza cubriendo su pelo rubio, se ajusta los guantes de lana y
se encamina hacia la salida. Unos metros alejado del tumulto, al resguardo del
viento helado, le espera Leonid enfundado en el viejo abrigo heredado de su
padre. Mientras se acerca, observa cómo se mueve dando brincos enérgicos, a la
vez que se calienta las manos con el aliento para defenderse del frío que le
acucia. En cada salto de su negro cabello caen diminutos copos de nieve que han
anidado durante la espera.
Su amigo le
recibe con una amplia sonrisa intentando disimular, como hace siempre, el hueco
de una de sus paletas perdida hace años en una desafortunada caída. Tras un apretón
de manos emprenden camino hacia la Central Farmacéutica Popular donde trabajaba
Vladimir, dispuestos, como otras veces que coinciden a la salida del turno, a
esperarlo la media hora que diferenciaban sus jornadas.
- ¿Has conseguido lo que hablamos?.
Pregunta Viktor.
- ¿ Cómo lo dudas?. MI madre es
una madraza, solo he tenido que decirle para que era y no ha fallado. Nos ha hecho una empanda digna de un Zar. La
carne es de caballo, cierto, pero seguro que Vladimir ni lo nota. Además,
asómbrate, he conseguido seis bálticas y no me digas que esa cerveza no te
gusta. – Contesta Leonid orgulloso mostrando los dientes sin importarle que la
mella quede a la vista.
- Eres todo un tipo extraordinario
y tu madre una princesa.- Reconoce Viktor. - Pero no te creas que yo me he
quedado quieto, tengo dos latas de sardinas que guardaba ocultas en las tablas
de mi cama para tiempos peores. La ocasión lo merece-.
- Fantástico y gracias por el
piropo a la vieja-, contesta Leonid y continua. ¿Tú crees que le gustará?-
- A veces dices tonterías, ¿cómo
no le va a gustar que celebremos su veintiún cumpleaños?. No sé cómo se te ocurre
pensar por un segundo lo contrario. Si me lo hicierais a mí me volvería loco de
alegría-. Asevera Viktor.
- Tú hace tiempo que los
cumpliste muchacho, lo preguntaba porque sabes cómo es.- Leonid hace un pausa y
sigue.-Un chico estupendo, sin duda, pero no le gusta demasiado las fiesta y
menos cuando son en su honor. Prefiere dedicar sus fuerzas a otras cosas más
“interesantes”. Y sabes el caso que nos hace cuando le aconsejamos que deje los
trapicheos del botiquín de su fábrica-.
- Yo creo que si le va a gustar, un
día es un día y no va a cumplir veinte años nunca más. Además, como se le
ocurra decir que no, le doy un puñetazo y le dejo los dientes peor que los
tuyos. Dice Viktor riendo de buena gana. - De todas formas vamos a dejar el
tema, ya sabes que él es así. Parece que tiene algo dentro que le impulsa a
preocuparse por los demás y, por si fuera poco, es capaz de convencernos cuando
intentamos hacerle entrar en razón.
- Ya y siempre nos deja de regalo
su frase preferida: si ayudas te ayudan. No sé si lleva razón, pero en el fondo
envidio no ser como él. Te lo juro.- Dice con ternura Leonid.- Hablando de otra
cosa, seguro que no sabes que mi madre ha enviado a tu vecina María las
cervezas y la empanda-. Comenta Leonid haciendo
un gesto de suficiencia con la cara.
- No te voy a mentir, saberlo no
lo sabía, pero lo suponía-. Contesta
Viktor sonriendo con ironía.
- Tu siempre tan listo. Por
cierto, ¿ de vodka cómo andamos?. Pregunta Leonid.
- Tengo tanto en casa que, si
antes de perder el conocimiento brindando por todo lo que se nos ocurra se
acaba, te doy la paga del mes. Contesta Viktor haciendo gestos de echar manos a
la cartera.
- Vale, de acuerdo. Al fin y al
cabo mañana es domingo y no tenemos que ir a las malditas fábricas. ¡ Viva la
Revolución vodkiana! Ríe Leonid.
- Calla que ahí viene y debe ser
una sorpresa- Dice Viktor señalando la puerta por donde aparece Vladimir.
El joven, con
paso firme traspasa el portón de la vieja fábrica. Al recibir el impacto del
viento gélido alza el cuello de la chaqueta y oculta las orejas bajo el gorro.
Cuando levanta la cabeza ve a sus amigos cerca del muro que separa la fábrica
de las vías del tren y corre hacia ellos para fundirse en un fraternal abrazo.
- ¿ Que tienes que hacer esta
noche?-, pregunta Viktor a bocajarro apoyando las manos en sus hombros.
- Nada especial. ¿En que habéis
pensado?- Pregunta cruzando los brazos para esconder las manos en las axilas
para paliar la falta de guantes.
- Hemos pensado que como es el
único sábado que coincidimos este mes nos podemos ir a casa de Viktor y pasar
la noche allí jugando a las cartas y bebiendo para recordar viejos tiempos.-
Deja caer Leonid, disimulando en lo posible para que su amigo no se huela nada.
- De acuerdo, esta noche me
apetece unas copas y ganaros a las cartas. -Contesta Vladimir sonriendo–. Sólo
una cosa, antes tengo que pasar por la plaza, he quedado allí con una chica
para darle un encargo que me pidió para su padre enfermo: tiene cáncer.- Lo
dice bajando la voz y, tras mirar hacia los dos lados y estar seguro de que
nadie lo observa, abre con disimulo el bolsillo de la chaqueta y les enseña
unas pastillas que había tomado del botiquín.
Entre bromas encaran el camino. Al
cabo de un rato llegan a la plaza de Pushkinskaya, y dan una vuelta comprobando
que Katia aún no está. Caminan más de media hora por las calles de alrededor y,
haciendo tiempo, se detienen a mirar los pocos escaparates que aún ofrecen alguna
mercancía. A cada paso, sus huellas van quedando impresas en la nieve fresca
como manchas de lápiz sobre un inmaculado papel blanco. Van atentos a cualquier
sombra que pueda asemejarse a una chica, pero lo único que llegan a vislumbrar en
la semioscuridad que envuelve a la plaza, es el destello del quinqué de un
linotipista que deja un rastro de luz por las ventanas de un edificio, extrañamente
moderno, donde se imprime el diario Ruskoe Slovo.
El tiempo
trascurre plano hasta que la noche se cierra y el frío cala hasta los huesos
haciendo tiritar a los gatos callejeros. Dan una vuelta más, seguidos del vaho
que la temperatura bajo cero hace salir de sus gargantas. Cuando desesperan, Vladimir
ve, semioculta detrás de un árbol la silueta de una mujer que le hace señas. Se
dirigen a ella sin prisas, como si no la hubieran visto. Al acercarse, Vladimior
con un gesto de la cabeza confirma a sus amigos que es Katia. La chica cubre parte
de su rostro con una tosca bufanda que no disimula la dignidad de su porte ni los rasgos de su belleza caucásica adornada
por unos grandes ojos verdes. Vladimir la saluda mientras le alarga las
pastillas envueltas en un pañuelo.
-Gracias, dice ella ocultándolo
entre las ropas. De verdad, muchísimas gracias Vladimir, no te puedes hacer una
idea de cuánto te lo agradezco sobre todo por los riesgos que asumes. Mi padre te
envía su saludo. Por fin podrá dormir algunas noches sin rabiar de dolor. Si
puedo un día te pagaré con creces lo que haces.
-Ni se te ocurra pensar en pagar
nada. Ya sabes que lo hago porque no me parece justo su situación- . Responde
Vladimir alargando la mano hacia la chica, pero se detiene a mitad de camino sin
llegar a rozarla.
-Hay un instante de silencio
comprometido que Katia, haciendo amago de marcharse, rompe advirtiendo:- Tened
cuidado, esta noche hay muchas patrullas arrestando a desplazados y se dice que
la checa está en ello. Al venir hasta aquí he visto demasiado movimiento y me
da mala espina.
- No te preocupes- Contestan al unísono.
- Somos obreros y vamos
documentados. Responde Vladimir.
- De todas formas tened cuidado,
a veces arrestan a cualquiera y si lo hacen, no hay forma de saber de ellos.- Asegura
la chica.
- ¿Qué estás diciendo Katia?,
pregunta Vladimir incrédulo.
-Tengo conocidos que están al
tanto de lo que pasa en esta ciudad, -afirma Katia mirándole a los ojos-, y me
ha contado que los campesinos que últimamente han llegado a Moscú despoblando
los campos, han creado un grave problema de abastecimiento. Hace unas semanas
el gobierno creó un pasaporte que sólo expiden a los que demuestren que han
nacido en la ciudad. Cualquiera que no lleve el documento encima es acusado de individuo
socialmente peligroso y es arrestado.
-Es cierto, yo también lo he oído
a compañeros de la fábrica.- Confirma Leonid.
-Los detienen y les obligan a volver a sus poblaciones, -prosigue
la chica- como muchos se resisten porque lo han vendido todo para venir y no tienen
a donde volver, los deportan, seguramente a Siberia, de donde no se vuelve
jamás. -Se detiene un instante y enfatizando finaliza:- Tened mucho cuidado se
cuentan historias terribles.
-No te preocupes, nosotros somos
moscovitas y tenemos los pasaportes, hace dos semanas que nos los dieron en la
fábrica. -Dice Viktor -¿Los tenemos, verdad?, pregunta dirigiéndose a sus
amigos.
Los tres se
tocan inmediatamente el pecho en busca del documento. Vladimir mueve la cabeza
negando tras comprobar que no lo lleva
encima. Inmediatamente se advierte que tienen un problema.
-Lo siento
Vladimir, id con mucho cuidado y… de nuevo gracias - . Dice la chica mientras
se pierde entre las sombras.
Tenlo también
tú. Le responde Vladimir cuando la ve desaprecer.
Viktor, se
hace cargo de la situación y propone dar un rodeo para dirigirse a su casa.
Aunque Vladimir le parece una tontería, Leonid está de acuerdo y deciden seguir
sus consejos. Caminan un buen rato paralelo a las vías del tren ocultándose
tras los muros que rodean las vías. Recorren los tres kilómetros que les
separan de su destino en la oscuridad más absoluta, solo rota por las luces de
los trenes que circulan de vez en cuando. Cuando a lo lejos las campanas
anuncian las once de la noche, ven la casa de Viktor y aceleran el paso.
Al dar la
vuelta a la esquina se topan de frente
con cuatro policías que parecen haber
salido de la nada.
-Alto- Grita el que parece al
mando.
Se miran
sorprendidos y hacen un amago de salir corriendo, pero el sonido del martilleo
de los fusiles les hace alzar los brazos y quedar clavados en el suelo.
-Documentos- Requiere con voz
autoritaria uno de ellos.
Viktor saca con
urgencia el pasaporte y se lo entrega a quien lo demandaba. Leonid, al verlo,
lo imita. Cuando el tercer policía se acerca a Vlamidir, éste hace como que
busca el suyo en la chaqueta. Entonces Viktor da un salto y empuja al policía tirándolo
al suelo mientras grita: ¡Huye Vlamimir!.
Un instante
después suena un disparo y Viktor cae muerto al suelo con la frente destrozada. Vladimir siente en su rostro algo caliente y
espeso. Se toca la cara y horrorizado ve sangre en sus manos y restos del cerebro de su amigo. Leonid se
arroja sobre el cuerpo inanimado y lo abraza gritando con todas sus fuerzas: ¡Asesinos!
La culata de
un fusil choca violentamente contra su cabeza y la noche se detiene de golpe en
su frente. Vladimir lo ve derrumbarse como un saco vacío sin ser capaz de
moverse. Un segundo después siente en su espalda un golpe seco y profundo que
le corta la respiración haciéndole caer de rodillas.
-Atadlos y
llevad estos dos a la comisaría. Al otro tiradlo a las vías para que lo destrocen
los trenes y se lo coman los perros-. Es lo último que oye antes de perder el sentido.
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La luna sestea
sobre el río Nazino, sus aguas heladas discurren tan suaves que parecen estar
cansadas. En las márgenes se aprietan las plantas ocultando a los pocos peces
que han resistido al crudo invierno. Todo parece en calma, pero en medio del
río algo se mueve. Como diminutas estrellas, las gotas de aguas se reflejan tras
una tosca balsa de cañas y troncos que se
desplaza con extrema lentitud. Vladimir y Leonid mueven descompasados los pies
como alas de una mariposa en un intento
postrero de negarse a su destino.
Poco a poco,
tan lentamente que duele, la corriente y los espasmódicos movimientos les
acercan a la orilla. Katia los observa y ve que han tenido la prudencia de atarse
las manos a la balsa.
-Así no se hundirán aunque
pierdan el conocimiento en las aguas que llegan del deshielo.- Dice Katia en
voz baja a su acompañante que confirma con un gesto.
Temblando,
centra su vista en el río y aprieta entre las manos la cuerda que puede ser la
salvación de los dos hombres. Al hacerlo, un gesto de dolor se refleja en su
rostro, mientras una gota de su sangre cae deslizándose por la cuerda. No es
demasiado larga, poco más de ocho metros, pero bastará que la balsa avanzara
unos pocos metros más para alcanzarla.
Por fin un
golpe de suerte, la corriente cambia y hace girar la improvisada balsa
poniéndola al alcance del cabo. Entonces Katia lo lanza. En golpe en el agua
alerta a los prófugos. Desde la otra orilla Katia grita: ¡ Coged la cuerda!. Vladimir
mira a su acompañante, pero éste hace rato que perdió el conocimiento, entonces
en un supremo esfuerzo alarga la mano y toma la cuerda y se la lleva a la boca
mordiéndola con todas sus fuerzas. Siente que tiran de ella y se tensa. Tras
unos eternos segundos, siente que alguien le alza por los hombros y le desata. A
lo lejos se oyen las risas de soldados y
los lamentos de angustia de los pocos deportados que aún quedan con vida en la
isla.
Antecedentes históricos:
El caso Nazino
El caso
Nazino fue la deportación masiva de 6.114 personas - de las cuales al menos
4.000 murieron en menos de cuatro semanas - en la Unión Soviética, a mediados
de junio de 1933. La pequeña isla solitaria ha sido llamada "Isla de la
Muerte" o "Isla Caníbal" debido a la desgracia que se desató
entre las personas que fueron abandonadas allí sin comida ni albergue.
Vassilii
Arsenievhic Velichko envió un informe de estos eventos a Stalin. El informe fue
distribuido por Lazar Kaganovich a miembros del Politburó y fue preservado en
un archivo en Novosibirsk, Siberia sin que los responsables políticos les diera
credibilidad.
Notas escritas
por un instructor del comité del Partido en Narym en Siberia occidental.
"El 29
y 30 de abril de 1933 dos convoyes de "elementos obsoletos" nos
fueron enviados por tren desde Moscú y Leningrado. A su llegada en Tomsk fueron
trasferidos a barcazas y descargados, el 18 y 26 de mayo, en la isla de Nazino,
que está situada en la juntura de los ríos Ob y Nazina. El primer convoy
contenía 5.070 personas, y el segundo 1.044: 6.114 en total.
Las
condiciones de transporte fueron espantosas: la poca comida disponible era
incomible, y los deportados estaban hacinados en espacios casi herméticos... El
resultado fue una tasa de mortandad diaria de 35-40 personas. Estas condiciones
de vida, sin embargo, probaron ser lujosas en comparación a lo que esperaba a
los deportados en la isla de Nazino (desde donde se suponía que serían enviados
en grupos a su destino final, los nuevos sectores que serían colonizados más
arriba del río Nazina).
La isla de
Nazino es un lugar totalmente inhabitado, carente de cualquier asentamiento...
No habían herramientas, ni grano, ni comida. Así es como comenzó su nueva vida.
El día después de la llegada del primer convoy, el 19 de mayo, comenzó a caer
nieve nuevamente, y aumentó el viento. Muertos de hambre, extenuados por meses
de comida insuficiente, sin albergue, y sin herramientas... estaban atrapados.
No podían ni siquiera encender fuego para protegerse del frío. Más y más de
ellos comenzaron a morir...
El primer
día, 295 personas fueron enterradas. Era sólo el cuarto o quinto día después de
la llegada del convoy a la isla cuando las autoridades enviaron un poco de
harina por bote, realmente no más de unas pocas libras por persona. Una vez que
recibieron esta magra ración, corrieron al borde del agua y trataron de mezclar
algo de la harina con agua en sus sombreros, sus pantalones o sus chaquetas. La
mayoría sólo trató de comérsela directamente, y algunos incluso se asfixiaron.
Esta pequeña cantidad de harina era la única comida que los deportados
recibieron durante todo el período de su estadía en la isla.
Los que
tenían más recursos entre ellos trataron de hacer una especie de rudimentarios
panqueques ( una especie de pan), pero no había nada para mezclar o en qué
cocinarlos... No fue mucho antes de que ocurrieran los primeros casos de
canibalismo".
Un testigo presencial dijo a Krasnoyarsk “Memorial”
Society (que se ha encargado de investigar a fondo el caso):
En la isla
había un guardia llamado Kostia Venikov, un hombre joven. Estaba cortejando a
una bonita chica cuando fue enviado allí. Él la protegió. Un día tuvo que
alejarse por un rato, y le dijo a uno de sus camaradas, "Cuídala",
pero con toda la gente allí el camarada no pudo hacer mucho... La gente raptó a
la chica, se alejaron de los guardias y la ataron a un álamo, después cortaron
sus pechos, sus músculos, todo lo que pudieran comer. Estaban hambrientos y
tenían que comer. Cuando Kostia regresó, ella todavía estaba viva. Él trató de
salvarla, pero ella había perdido demasiada sangre".
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