miércoles, 5 de febrero de 2014

Regalo de vida y soledad, por María del Mar Quesada


Ella lo intentó y cumplió su sueño. 

Mi madre me tuvo muy joven. Me crié en casa de mis abuelos maternos hasta que mis padres tuvieron trabajo y pudieron crear nuestro hogar. He tenido una infancia muy bonita y alegre hasta los diez años, pese a que fui hija única. Mi madre, cariñosa y divertida, de piel pecosa, ojos color miel y pelo ondulado, era la más guapa y la más joven de todas las madres.

Desarrolló una  enfermedad  de causa desconocida, sarcoidosis, en la que algunas células del sistema inmunitario se agrupan para formar granulomas en órganos del cuerpo, no es una enfermedad mortal. En el caso de mi madre estaban afectados los pulmones. Pero apenas tenía síntomas y el tratamiento le permitía tener una vida normal.

Ella quería tener otro hijo para que yo no estuviera sola. Recuerdo a mi madre diciéndome: “Pronto encargaremos un hermanito o una hermanita para que no estés sola” y yo siempre le contestaba “Mamá, no estoy sola, estoy contigo y con papá”. Nunca sentí esa soledad que ella me adjudicaba. Yo tenía facilidad para disfrutar de los juegos tanto en solitario como en compañía. 

Cuando la enfermedad remitió y dejó el tratamiento, mi madre creyó que era el mejor momento para encargar al bebé. Se quedó embarazada, nada más pensarlo.

En el séptimo mes de embarazo, mi madre empezó a respirar mal. Dejamos de ir a casa de mis abuelos, porque se cansaba al subir las escaleras, no podía hacer ningún esfuerzo, como andar o vestirse. Mi padre lo achacaba al embarazo, sin embargo, se asustó cuando comenzó a asfixiarse  simplemente al hablar.  La llevó al hospital, pero al estar embarazada no le pudieron hacer radiografías, ni suministrarle  su tratamiento. Había tenido una recaída. El ginecólogo les comunicó que tenían que adelantar el parto. No estaba seguro de que los pulmones de mi madre aguantaran el esfuerzo de un parto natural.

Mi hermana Clara vino al mundo un mes antes, sin ella haberlo pedido, pero con ganas de vivir. Cuando los médicos pudieron hacerle las pruebas necesarias a mi madre, el diagnostico fue claro: sin esperanzas. Sus pulmones estaban destrozados. Mi madre murió un mes después de dar a luz. Mi padre que no soportó su pérdida, una noche se emborrachó y se mató en un accidente de coche una semana después.

Mi vida maravillosa  se rompió a los diez años.




Volví a vivir con mis abuelos, me han dado amor, consuelo y protección, pero la pérdida de mis padres me ha dejado la soledad impregnada en la piel.  Quedarte sin padres siendo una niña, no es solo una tragedia, sino una crueldad para el corazón.


Hoy Clara cumple diez años.  Está feliz y no la culpo.  Ella no ha sufrido una pérdida como la mía. No puede añorar lo que no ha vivido, para ella sus padres son nuestros abuelos. La quiero mucho y no quiero que le ocurra nada malo. Pero, a veces, en el silencio de mis pensamientos, mis sentimientos no son justos con ella, porque si yo hubiera tenido la oportunidad de elegir entre tener a mi madre o a mi hermana, mi respuesta hubiera sido tajante. Yo hubiera preferido jugar a solas con la compañía de mi madre, que los juegos compartidos sin su presencia.

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