Llamaron a la
puerta con insistencia. Hubo un largo
silencio y volvieron a tocar. Esta vez golpearon muy fuerte hasta que la
derribaron. Entre crujidos entraron en la vivienda tres personas uniformadas y
una mujer con rostro asustado. Uno de ellos con voz de trueno preguntó varias
veces “Hola, ¿hay alguien ahí?“ Y a continuación llamó a
Eustaquio. Pero nadie contestó.
Los ruidos le
sorprendieron porque ya se había acostumbrado a la
soledad de aquella casa silenciosa. Sintió
cierta alegría, solo se aburría mucho, pero a la vez le embargaba la desconfianza.
Así que, durante los primeros minutos, permaneció escondido por precaución.
El grupo de
personas fue desplazándose por el pasillo atestado de estanterías repletas de
polvorientos libros
y entraron en cada
habitación con cautela. Él, superando su temor, los siguió con tanto disimulo
que ninguno de ellos se dio cuenta de su existencia. Era muy habilidoso para
pasar desapercibido. Hasta que al llegar a la cocina, la mujer dio un grito de
asco y retrocedió de repente tapándose la nariz y los ojos. Entonces lo
descubrió, y los chillidos de la señora se amplificaron. Ella empezó a correr
de un lado para otro ante la estupefacción de los tres uniformados que
desconocían el verdadero motivo de la repentina histeria.
- La cocina
desde luego está hecha un asco, pero no es para tanto- pensó el de la fuerte
voz.
Él, con su
grisáceo pelaje al viento, corrió delante de aquél huracán de histeria haciendo
zig-zag por el largo pasillo que tan bien conocía. Ella no cesaba en su
griterío e, increíblemente, lo perseguía con los ojos cerrados.
Como la persecución se extendía, supo que lo
mejor era quitarse de en medio. Así que hizo un requiebro en su carrera y se
metió en el salón donde se refugió detrás del sofá verde. La mujer no se
percató de su rápido movimiento y siguió su ciega carrera
hasta la puerta del patio. La abrió con ímpetu y allí anduvo dando vueltas hasta que se cansó y se dio cuenta de que el
motivo de su desesperación se había esfumado. Al poco, el resto del grupo la
rodeó preguntándole por su estado e intentando calmarla. Fue en ese momento
cuando el inocente bichito aprovechó para caminar con cautela por el filo de la
pared detrás de ellos y tomar con agilidad las escaleras rosadas que le
llevaron hasta la azotea. Le costó trabajo subirlas porque se resbalaba, pero
solo se sintió seguro cuando estuvo al final de la media luna que formaba
aquel
lugar desconocido para él hasta ese
momento. Aún estaba nervioso, el corazón le bullía en el pecho. Se colocó en un
rincón en penumbra donde el color de su cuerpecillo le permitía camuflarse.
“Menos
mal, menos mal. Aquí ya no me verán. Aquí no buscarán a Eustaquio. Aquí. Aquí.
Aquí estoy a salvo. Estaba dormido. Que buenos días he pasado en esa casa. En
el sofá de su habitación. Allí estaba siempre. Lo buscan. Tendrá que
despertarse. Toda la comida para mí. Aquí, si. Toda para mí. Toda. Toda la
comida. Aunque algunas cosas estaban ya podridas. Y el pavo. Asqueroso. Pero
nadie me molestaba. Menos mal que aquí no buscarán. Vaya mujer loca. Aquí se
está genial. ¿Como no he subido antes?. Las puertas estaban siempre cerradas.
Siempre. Siempre. He comido tanto en estos días. Yo me lo comía todo. No me
interesaba la calle. Se estaba calentito. Nadie me ha molestado en todo el
tiempo. No. No. Solo ese olor tan raro. Sería el pavo. Otro día me paso por
aquí. Si. Entraré. A ver si queda algo para comer. Si. Seguro que vuelvo. Ya he
descansado. Me muevo. Vaya a ser que venga un gato y la hemos liado”.
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