viernes, 6 de marzo de 2015

Rojo intenso, por Juan Carlos García Reyes



No pudo mirar a su alrededor porque lo que vio fue aterrador.  La noche era oscura, fría, silenciosa. Una pesadumbre le atormentaba el alma. Se repetía sin cesar, “¿cómo he podido llegar hasta aquí?”. Y en silencio gritó una y mil veces “¿qué he hecho?”.

Recordaba la primera vez que la vio. A decir verdad, la primera vez que oía su voz. Gritaba de forma enrabietada porque su compañera de piso, Xiang, la había echado con cajas destempladas ante una fugaz visita masculina. No debía de ser extraño que eso ocurriera, ya que se repitió más veces. Ante los ruidos de puñetazos y patadas contra las paredes, se acercó hasta la mirilla de la puerta a observar qué pasaba, seguro tras la cortina de intimidad de la vivienda.

Era una joven bastante atractiva, de marcados rasgos orientales y con vestimenta de colegiala, aunque en realidad ya había abandonado la universidad. Pero su aspecto transmitía ese halo de inocencia prefabricada que dominan en los dibujos manga. Creyó que fue en ese preciso instante cuando su mente empezó a elucubrar ideas extrañas. Lo que más le llamó la atención fue el elaborado moño de color rojo carmesí. Un tono que se salía de lo normal, pero que le gustaba. No era pelirroja natural, al menos, esa no era su intención. Lo que estaba claro es que pretendía llamar la atención con el color. Luego, los mechones debidamente cuidados que le caían por la cara le daban un atractivo singular.

Unas semanas después, volvió a ocurrir. Su amiga tenía de nuevo visita masculina y ella debía salir a la calle para dejar el terreno franco. Entonces se decidió a intervenir:

―Perdona, ¿te puedo ayudar? ―le preguntó ofreciéndose cortésmente.
―No, gracias. No hace falta ―le respondió en un perfecto alemán.
―He observado que cuando tu amiga tiene visita ―quiso remarcar sus palabras entrecomillándolas con las manos― tu sales airada a fuera. Si te apetece puedes pasar a mi casa.
―¿A tu casa? ―preguntó extrañada―. ¡Pero si no te conozco! Pero está bien, pasaré. ¿Tienes una cerveza? Me llamo Kiome ―dijo introduciéndose en la vivienda.

Entró en el piso a tomarse una cerveza y a esperar que pasara el tiempo en un lugar más agradable que el frío suelo de las escaleras del edificio. Surgió pronto una complicidad inusual entre una joven informática de poco más de treinta años y un bibliotecario que se acercaba peligrosamente a los cincuenta.

Sus recuerdos se evaporaban y la realidad volvía a saltar sobre su pecho clavándole aguijones más dolorosos. Seguía debatiéndose con los motivos que le habían llevado hasta aquella situación. La miraba una y otra vez. Observaba su perfecto cuerpo desnudo. Su cintura de avispa y sus turgentes pechos. Observaba cómo las esposas apretaban sus muñecas y las ligaduras de los pies le forzaban a mantener aquella postura que invitaba a la invasión. Pero lo que más le llamaba la atención era el color rojo.

De nuevo se evadió. Su mente añoraba otros tiempos, otras etapas. Momentos de comienzos, de inicios. De encuentros voraces.

Como sin darse cuenta, una tarde que su amiga volvía a tener visita, Kiome llamó a la puerta sin haberse enfadado previamente y sin esperar una invitación a tomar una cerveza. Tocó suavemente en la puerta con los nudillos como si quisiera pasar desapercibida.

―He traído unas cervezas ―dijo nada más abrir.
Primero fue la espuma al destapar las botellas. Después la mancha sobre la camiseta.
―¡Uf! ―exclamó― ¡La pondré en remojo para que se vaya la mancha! ―soltó en tono burlón mientras se desprendía de ella.

Una cosa llevó a la otra. La cara de Klaus al ver cómo los pechos se le salían del sujetador. La sonrisa picarona de ella. El dedo índice recorriendo el cuerpo de él de arriba abajo. El color rojo. El intenso tono de su pelo que caía a ambos lados de su cuerpo.

Fue un momento de placer intenso. Callado, silenciado por una media para evitar ruidos innecesarios. Fuerte, duro, extremo incluso. Klaus la acariciaba sin medir sus fuerzas. Le hacía daño, pero ella por momentos gritaba más y más de placer. Soportando las embestidas de pie, contra la pared, para terminar exhaustos. Sudorosos. Sedientos de más pasión.

Por eso, ahora, en ese instante no adivinaba cómo la situación podía haber derivado en aquello. Kiome cada vez le pedía cosas más extrañas, juguetes más raros. Hasta que sucedió lo impensable. Mientras el punzón recorría sus pezones para acelerar la excitación sexual, incomprensiblemente Klaus lo hundió por instinto hasta saciar un hambre insospechada.

Dos ríos rojos comenzaban a manar a borbotones mientras sus ojos rasgados comenzaban a lanzar unos destellos con sabor a final.

Todo sucedió por el gusto de Klaus hacia el intenso tono rojo.

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