miércoles, 28 de octubre de 2015

El Padre Anselmo, por Irene Camacho




El día más feliz de mi vida fue el día que el padre Anselmo me mató. <<Es imposible, Andrés>>, me decía. <<Es una locura>>. Prefiero que vayamos a la cárcel>>. Pero yo no aguantaría la cárcel.  Y él tiene mucha gente a la que ayudar, a la que salvar. A mí no pudo ayudarme. Lo intentó. Dios sabe que lo hizo. Y aunque sé que le hubiera gustado hacer más por mí, no podía.Yo sólo tengo ganas de morirme e irme con ella. Cuando me pegó el tiro, pensé que la vería. Pero sólo perdí el conocimiento. Más tarde, me desperté en la habitación de un hospital y no hacía más que pensar en el hijoputa que me la arrebató. El padre Anselmo estaba a mi lado. Tenía un rosario entre las manos y lloraba en silencio.

Después de cometer el asesinato, el padre Anselmo no era capaz de articular palabra. Estuvo dos semanas sin dar misa pero tuvo que volver para no levantar sospechas. El párroco de la otra iglesia le preguntó si estaba bien y el le dijo que se encontraba indispuesto. <<Gastroenteritis>>, le dijo. <<Por arriba y por abajo. No puedo salir de casa. No puedo. No puedo>>. Fui a verlo y estuvimos hablando hasta la madrugada. Pensaba que había sido un crimen perfecto. Pero supongo que un maestro de escuela y un cura no son los mejores cómplices de asesinato.

Barajamos la posibilidad de envenenarlo, de atropellarlo, de meterle un tiro (como hizo el padre Anselmo conmigo), de ahogarlo y de contratar a un sicario. Ninguno de los dos conocía a nadie que se dedicará a matar por dinero, así que tuvimos que matarlo nosotros. Lo estuve siguiendo durante dos semanas hasta que al final decidí que el mejor momento para hacerlo era mientras pescaba. Estaría solo, en su barca, en mitad del estanque. El padre Anselmo sólo tenía que vigilar para que no hubiera testigos y ayudarme con el cadáver. <<Esto no está bien, no está bien>>, repetía. Estábamos en el lago, observado los movimientos de aquel cerdo mal nacido. <<Dios se encargará de juzgarlo, Andrés, y tendrá lo que se merece>>. <<No me venga ahora con monsergas, padre>>, le dije. <<Dios no estaba ahí para impedir que ese desalmado se la llevará por delante con su coche>>. <<Hay cosas que no están en manos de Dios y lo sabe>>. <<Pues ya es hora de que hagamos algo, carajo>>. Luego me arrepentí de haberle hablado así. Esa no es forma de hablar a un hombre de Dios. Pero continué: <<Le haremos un favor al pueblo y yo me iré en paz>>. <<Pero Dios...>>. <<Padre, Lo haré con o sin usted. No tiene por qué ayudarme. Yo lo haré, váyase>>. Pero se quedó donde estaba y no volvió a abrir la boca.

Era jueves. Acababa de amanecer. Tenía la barca preparada en el embarcadero. Me paré delante de ella. Era blanca y azul. Cabían dos personas. Solté el amarre y fui hacia el centro del lago. Llevaba una caña conmigo. <<Buenos días>>, le dije al acercarme a él. Me miró. Hizo un gesto con la barbilla. Llevaba un chaleco verde lleno de bolsillos. Debajo tenía una camiseta marrón de algodón muy estirada en la zona de la tripa. Parecía que la tenía llena de cebos. Cogió un gusano vivo de una caja de plástico del fondo de la barca, lo sujetó con los labios, se acercó el gancho de la caña a la cara y lo clavó en el gancho. Echó la caña hacia atrás y la lanzó al agua. <<Sé que la atropellaste y te diste a la fuga. Su cuerpo saltó dos metros por el aire, golpeó el parabrisas de tu coche y cayó al suelo. La dejaste allí tirada. Estuvo en coma cuatro días. No volvió a abrir los ojos>>. Le sostuve la mirada. <<Qué solitario está esto a estas horas>>, le dije al fin. <<Un vecino lo vio todo y cogió la matrícula de tu coche. No se atreve a testificar. Tiene miedo. ¿A quién le importa una mujer de sesenta años cuando se trata del hombre más poderoso en la sombra del pueblo? <<He traído café como para un regimiento. ¿Quiere uno>>, le pregunté. <<Claro>>, dijo atusándose el bigote.

Preparé dos tazas. Acerqué mi barca a la suya, las sujeté con una cuerda  y, de un salto, me pasé a su barca. Serví dos cafés. Llevaba el cuchillo de caza en la funda, a la cintura. Me senté y le ofrecí un vaso. Se atusó de nuevo el bigote antes de cogerlo. Miré mi vaso. Había echado tantas pastillas para dormir en el termo que había perdido la cuenta. Las disolví con una cuchara. Me planteé echar un trago yo también y acabar con todo pero tenía que asegurarme de que él moría. Se bebió el vaso de dos tragos. ¿Quiere otro? Me levanté rápidamente y cogí el termo. Le llené el vaso y esperé. Él tiró la caña un par de veces. Yo le observaba. Anselmo nos observaba con unos prismáticos. No podía verlo desde allí. A la hora, se tambaleó, inconsciente. Lo sujeté en el aire y lo dejé caer hacia atrás en la barca. Lo agarré de los pies y lo acerqué  al borde de la barca. Traté de tirarlo al agua pero pesaba demasiado. Oí un silbido. Miré hacia la orilla. Era Anselmo. Movía el brazo derecho rápidamente hacia delante y hacia atrás. Volví a agarrar el cuerpo de aquel malnacido por el chaleco para tirarlo. Anselmo volvió a silbar y a mover el brazo. Señalaba con el brazo entre los arbustos. Se quedó quieto un momento mirando hacia el bosque y salió corriendo hacia el otro lado y desapareció. Me tumbé en la barca, junto al asesino de mi mujer. Su pecho subía y bajaba. Quería estrangularlo. No sé cuánto tiempo estuve allí tendido. Había amanecido y empezaba a hacer calor. Oí un silbido. Asomé la cabeza. Era Anselmo. Me puse en pie rápidamente. Me tambaleé. Agarré el cinturón marrón de aquel hombre y lo subí hasta el borde de la barca. Lo dejé caer poco a poco. Anselmo silbó de nuevo. Movía las manos. No lo miré. Vi cómo el cuerpo se iba hundiendo. Anselmo volvió a silbar. Volví a mi barca y remé hasta la orilla. Anselmo se acercó corriendo. Había perdido algo de color. Le pasé el extremo de la cuerda. La amarramos al embarcadero, salté de la barca y nos fuimos de allí.

A los dos días, apareció el cadáver flotando en el lago. Abrieron una investigación. Anselmo no podía con la culpa. Apenas podía comer ni dormir. Fui a verlo. <<Confesaré>>, le dije. <<Usted no tiene que cargar con esto. Es un buen hombre. Mi mujer lo apreciaba. Sólo tendrá que hacer algo por mí y me reuniré con ella>>. Se fritó las manos y apartó la mirada. Le agarre las manos. <<Padre, míreme, ya es tarde. No podemos hacer nada más. Tiene que matarme. Se apartó de mí, se sentó en una silla y se frotó la cara. Aquella misma noche, unas horas después, vino a mi casa. Aparcó su coche a dos manzanas. Me disparó en la sien. Delante de mí, habíamos dejado una carta de suicidio en la que confesaba el crimen de aquel ser despreciable. <<Vamos, padre, hágalo>>. Acercó el cañón a mi sien. Cerré los ojos. Él cerró los suyos. Disparó. Tenía las mejillas mojadas. Por fin volvería a ver a mi mujer y a mi hijo. Murió cuando tenía quince años. Qué ganas de verlos. La bala se desvió. Caí al suelo inconsciente. Anselmo llamó a una ambulancia. Dijo que iba a mi casa y que había escuchado el disparo.
<<Dios te salve, María. Llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén>>, susurra el padre Anselmo con el rosario en las manos. No lo veo. Oigo el ruido de las cuentas marrones de su rosario. Sólo quiero que el cáncer apriete el gatillo de una vez. Yo ya estoy muerto.

Un catorce de Marzo, por Juan Carlos García Reyes



El día más feliz de mi vida fue aquel en el que el padre Anselmo me mató… y desde entonces han pasado ya sesenta años.


Vine al mundo una fría mañana de marzo de 1943 y mi país estaba envuelto en una lucha cruenta, la más dolorosa que se recuerda. Un pequeño cabo alemán quería abarcar toda Europa y nuestra gloriosa nación se encargó de que aquello no ocurriera. Bueno, nosotros… y algunos países más. Pero la buena flema británica siempre tiende a exaltar algunas circunstancias favorables para sus intereses.
Mi infancia fue dolorosa, cruda y despiadada. Mi madre murió en un bombardeo al poco de cumplir yo un año y me quedé a cargo de mi padre. Ese ser inmundo que hizo de mi existencia un verdadero calvario. Al menos a Nuestro Señor lo clavaron en una cruz y su sufrimiento terminó. Pero yo tuve que convivir con semejante animal. Abominable donde los hubiera. Hasta el glorioso día en el que el padre Anselmo me mató.

Estuve internado en distintas casas de acogida hasta que llegué a una que regentaban dos sacerdotes españoles huidos de la guerra civil, en el costero pueblo de Alnwick, donde sus escarpadas rocas son constantemente azotadas por el temporal, reduciendo la playa y la arena a la mínima expresión.
Aquel maravilloso día donde encontré la muerte, el catorce de marzo de 1955, el padre Anselmo se acercó hasta donde yo me solía sentar a rumiar el remordimiento por los hechos que me veía obligado a llevar a cabo, como si yo fuera el culpable y no la víctima. Con la delicadeza que solía mostrar, se sentó junto a mí, pero de forma cruda me habló en un susurro:

―William, le he estado dando vueltas a este espinoso asunto y la única solución que encuentro… es matarte ―dijo con total convicción.

Me quedé boquiabierto. Es lo menos que puede pasarle a un adolescente de doce años, cuando alguien le dice de manera fría y serena que va a acabar con su vida. Al menos con la dolorosa vida que conoce hasta ese momento.

Se explicó mejor ante mi sorpresa, y me contó que había decidido hacerme pasar por muerto, para poder darme otra identidad y empezar de nuevo. En aquel tiempo, otro niño que había llegado hasta la casa, sin documentación, sin nombre siquiera, había muerto tras unas altas fiebres. Como no había constancia de sus datos, el padre Anselmo, a quien Dios acoja en su memoria, decidió hacerlo pasar por mí y arrojarlo por el acantilado. Él, su compañero en la casa, el padre Román, y el médico del pueblo, Mr Hastings, estaban confabulados para hacer pasar una identidad por la otra y mientras tanto yo me iría de allí junto con otro sacerdote, el padre Thomas. Lejos de aquel ser asqueroso que la providencia había decidido que fuera mi padre. La persona que debía cuidar de mí, no torturarme como hacía.

De aquella forma empecé a vivir en un barrio humilde de Londres. Ingresé en la escuela y pronto me granjeé las bendiciones de los sacerdotes y de los compañeros. El padre Thomas, me informaba puntualmente de los acontecimientos que se sucedían en Alnwick y de la insistencia de mi padre por aclarar las extrañas causas de mi muerte, por miedo a ser descubierto sin duda.

También tuve noticias de las pesquisas del inspector Lamdong, que creó un cerco alrededor del padre Anselmo, hasta que éste decidió confesar que él me había arrojado al precipicio para así aplacar el grave sufrimiento que era mi vida, debido a que las autoridades no hacía nada en ese asunto. Aquel reproche le ocasionó el total desprecio por parte del policía que lo instigó hasta que el bueno del sacerdote decidió poner fin a su vida, a riesgo de ser apartado de subir al cielo.

De aquella forma, el inspector Lamdong dio el caso por cerrado y mi padre desapareció durante un tiempo de mi vida. Hasta que años más tarde lo puede llevar ante la justicia por los abusos cometidos sobre otro hijo que tuvo con una segunda mujer. Logré que su vida fuera un infierno y sus hijos, mis hermanastros, pudieran vivir en paz. Murió arruinado, borracho y solo, de eso hace ya treinta años.

Por eso hoy, cuando se cumple el sexagésimo aniversario de la muerte oficial del niño William Brown, yo, Frederick Stockton, el comisionado y abogado de Naciones Unidas para el cumplimiento de los derechos fundamentales de los niños, quiero hacer saber al mundo que el padre Anselmo no fue culpable de mi muerte y sí de darme una vida que pudiera dedicar a cuidar de los que habían sufrido como yo.

martes, 27 de octubre de 2015

El día más feliz de mi vida, por Luisa Yamuza Carrión




El día más feliz de mi vida fue el día que el padre Anselmo me mató. Nunca lo hubiera esperado de él. Al fin y al cabo fue mi primer amor. Y yo el suyo, estoy seguro.

 Conocí al padre Anselmo recién tomó su puesto de párroco en la iglesia de mi barrio. A la parroquia de San José Obrero yo asistía junto a mi familia a la misa de los domingos y fiestas de guardar desde pequeño. Yo tenía entonces 18 años y la atracción fue mutua e inmediata. No pudimos evitarlo. No hubo fuerza ni resistencia. Tampoco abuso. Los dos fuimos conscientes. Nos enamoramos. Todo fue en secreto, claro.

Anselmo era había entrado en la década de los treinta. Bien parecido, seducía con la palabra y sus conocimientos. Aprendí tanto de él...Hasta su gusto musical influyó en mis preferencias futuras. Pero el romance duró poco. Su fe y mis ansias de conocer mundo se aliaron para derribar el deseo de continuar con aquello. Al contrario de lo que podía esperarse, la ruptura no fue traumática. O eso supuse yo...

Mi homosexualidad siempre ha sido evidente y la he vivido con naturalidad. Incluso mis padres, a pesar de su fe, lo aceptaron sin más. Nunca los vi angustiados por ese asunto. Así que, durante años mantuve abiertamente distintas relaciones hasta que llegó la definitiva. La de para siempre. 

Thierry me conquistó a base de chocolatinas belgas Noir 70% sabor menta-citron vert. Mi debilidad. Las descubrí en mi primer viaje de negocios a Bruselas y Thierry, astuto, las utilizó como cepo para mí. Una puesta de sol de verano en Menorca y aquélla canción de los 60 hizo el resto.

Nuestra vida en común ha durado varios años. En alguna de nuestras fugaces estancias en casa de mis padres, se lo presenté a Anselmo. Incluso asistimos a misa. También hubo otros encuentros informales. Se caían bien. O eso creía yo...

Sin embargo, hoy, el día de mi boda, el día más feliz de mi vida, él va y me mata. No lo hemos invitado a la ceremonia civil en el juzgado. Pero cuando lo he visto, apoyando sus cabellos negros despeinados en el quicio de la puerta del salón de bodas, me he sentido aún más feliz. El primer amor nunca se olvida. Digan lo que digan.

Llegó en el momento justo, cuando Thierry y yo estábamos abrazados bailando en medio de un gran círculo formado por los invitados. Era nuestra canción, "Il cielo in una stanza" cantada por la gran Mina. Nos mirábamos ajenos a nuestro alrededor. El pecho henchido de amor. Nunca antes había sentido tanta felicidad. Todavía no sabía que esa maravillosa sensación iba a durar poco.
           
Al finalizar la canción, lo vi por el rabillo del ojo. Apostado en el mismo lugar, sudaba y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Me dirigí hasta él con una sonrisa de satisfacción.

- Me alegra que estés aquí. Ven tómate algo con nosotros- dije agarrándole del brazo familiarmente.

He sido un iluso. Ahora me doy cuenta. He estado ciego al no fijarme en su mirada. Debía estar enfurecida. Aún más verdes sus pupilas por la ira. Porque sin mediar palabra y con un movimiento rápido, me ha golpeado en el vientre. Un puñal afilado ha llegado certero a través de las tripas hasta el corazón y me lo ha partido en dos. 

Ni siquiera mi voz ha podido escapar de la impresión. Con su mano izquierda ha sujetado mi cuerpo por la nuca dejándome caer despacio. Después, arrodillado a mi lado, ha besado mis labios. Mientras, dos grandes y pesadas lágrimas temblaban en sus ojos. ¿Por qué ahora? Le hubiera preguntado. ¿Por qué así? Pero él, como yo, ya poco escuchaba. Voces estridentes apenas alcanzan mis oídos. Serán Thierry y los demás. 

El teniente Mendoza encontró al padre Anselmo todavía de rodillas. Trastornado, miraba al cielo. Susurraba algo que parecía a ratos rezos, a ratos una canción. Las manos aún ensangrentadas, unidas, asiendo un rosario de cuentas de nácar. Yo se lo regalé a la vuelta de aquél viaje de peregrinación  a Jerusalém.