martes, 27 de octubre de 2015

El día más feliz de mi vida, por Luisa Yamuza Carrión




El día más feliz de mi vida fue el día que el padre Anselmo me mató. Nunca lo hubiera esperado de él. Al fin y al cabo fue mi primer amor. Y yo el suyo, estoy seguro.

 Conocí al padre Anselmo recién tomó su puesto de párroco en la iglesia de mi barrio. A la parroquia de San José Obrero yo asistía junto a mi familia a la misa de los domingos y fiestas de guardar desde pequeño. Yo tenía entonces 18 años y la atracción fue mutua e inmediata. No pudimos evitarlo. No hubo fuerza ni resistencia. Tampoco abuso. Los dos fuimos conscientes. Nos enamoramos. Todo fue en secreto, claro.

Anselmo era había entrado en la década de los treinta. Bien parecido, seducía con la palabra y sus conocimientos. Aprendí tanto de él...Hasta su gusto musical influyó en mis preferencias futuras. Pero el romance duró poco. Su fe y mis ansias de conocer mundo se aliaron para derribar el deseo de continuar con aquello. Al contrario de lo que podía esperarse, la ruptura no fue traumática. O eso supuse yo...

Mi homosexualidad siempre ha sido evidente y la he vivido con naturalidad. Incluso mis padres, a pesar de su fe, lo aceptaron sin más. Nunca los vi angustiados por ese asunto. Así que, durante años mantuve abiertamente distintas relaciones hasta que llegó la definitiva. La de para siempre. 

Thierry me conquistó a base de chocolatinas belgas Noir 70% sabor menta-citron vert. Mi debilidad. Las descubrí en mi primer viaje de negocios a Bruselas y Thierry, astuto, las utilizó como cepo para mí. Una puesta de sol de verano en Menorca y aquélla canción de los 60 hizo el resto.

Nuestra vida en común ha durado varios años. En alguna de nuestras fugaces estancias en casa de mis padres, se lo presenté a Anselmo. Incluso asistimos a misa. También hubo otros encuentros informales. Se caían bien. O eso creía yo...

Sin embargo, hoy, el día de mi boda, el día más feliz de mi vida, él va y me mata. No lo hemos invitado a la ceremonia civil en el juzgado. Pero cuando lo he visto, apoyando sus cabellos negros despeinados en el quicio de la puerta del salón de bodas, me he sentido aún más feliz. El primer amor nunca se olvida. Digan lo que digan.

Llegó en el momento justo, cuando Thierry y yo estábamos abrazados bailando en medio de un gran círculo formado por los invitados. Era nuestra canción, "Il cielo in una stanza" cantada por la gran Mina. Nos mirábamos ajenos a nuestro alrededor. El pecho henchido de amor. Nunca antes había sentido tanta felicidad. Todavía no sabía que esa maravillosa sensación iba a durar poco.
           
Al finalizar la canción, lo vi por el rabillo del ojo. Apostado en el mismo lugar, sudaba y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Me dirigí hasta él con una sonrisa de satisfacción.

- Me alegra que estés aquí. Ven tómate algo con nosotros- dije agarrándole del brazo familiarmente.

He sido un iluso. Ahora me doy cuenta. He estado ciego al no fijarme en su mirada. Debía estar enfurecida. Aún más verdes sus pupilas por la ira. Porque sin mediar palabra y con un movimiento rápido, me ha golpeado en el vientre. Un puñal afilado ha llegado certero a través de las tripas hasta el corazón y me lo ha partido en dos. 

Ni siquiera mi voz ha podido escapar de la impresión. Con su mano izquierda ha sujetado mi cuerpo por la nuca dejándome caer despacio. Después, arrodillado a mi lado, ha besado mis labios. Mientras, dos grandes y pesadas lágrimas temblaban en sus ojos. ¿Por qué ahora? Le hubiera preguntado. ¿Por qué así? Pero él, como yo, ya poco escuchaba. Voces estridentes apenas alcanzan mis oídos. Serán Thierry y los demás. 

El teniente Mendoza encontró al padre Anselmo todavía de rodillas. Trastornado, miraba al cielo. Susurraba algo que parecía a ratos rezos, a ratos una canción. Las manos aún ensangrentadas, unidas, asiendo un rosario de cuentas de nácar. Yo se lo regalé a la vuelta de aquél viaje de peregrinación  a Jerusalém.

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