El día más feliz de mi vida fue el día que
el padre Anselmo me mató. Nunca lo hubiera esperado de él. Al fin y al cabo fue
mi primer amor. Y yo el suyo, estoy seguro.
Conocí al padre Anselmo recién tomó su puesto de párroco
en la iglesia de mi barrio. A la parroquia de San José Obrero yo asistía junto
a mi familia a la misa de los domingos y fiestas de guardar desde pequeño. Yo
tenía entonces 18 años y la atracción fue mutua e inmediata. No pudimos
evitarlo. No hubo fuerza ni resistencia. Tampoco abuso. Los dos fuimos conscientes.
Nos enamoramos. Todo fue en secreto, claro.
Anselmo era había entrado en la década de los treinta.
Bien parecido, seducía con la palabra y sus conocimientos. Aprendí tanto de
él...Hasta su gusto musical influyó en mis preferencias futuras. Pero el
romance duró poco. Su fe y mis ansias de conocer mundo se aliaron para derribar
el deseo de continuar con aquello. Al contrario de lo que podía esperarse, la
ruptura no fue traumática. O eso supuse yo...
Mi homosexualidad siempre ha sido evidente y la he vivido
con naturalidad. Incluso mis padres, a pesar de su fe, lo aceptaron sin más.
Nunca los vi angustiados por ese asunto. Así que, durante años mantuve abiertamente
distintas relaciones hasta que llegó la definitiva. La de para siempre.
Thierry me conquistó a base de chocolatinas belgas Noir
70% sabor menta-citron vert. Mi debilidad. Las descubrí en mi primer viaje de
negocios a Bruselas y Thierry, astuto, las utilizó como cepo para mí. Una
puesta de sol de verano en Menorca y aquélla canción de los 60 hizo el resto.
Nuestra vida en común ha durado varios años. En alguna de
nuestras fugaces estancias en casa de mis padres, se lo presenté a Anselmo.
Incluso asistimos a misa. También hubo otros encuentros informales. Se caían
bien. O eso creía yo...
Sin embargo, hoy, el día de mi boda, el día más feliz de
mi vida, él va y me mata. No lo hemos invitado a la ceremonia civil en el
juzgado. Pero cuando lo he visto, apoyando sus cabellos negros despeinados en
el quicio de la puerta del salón de bodas, me he sentido aún más feliz. El
primer amor nunca se olvida. Digan lo que digan.
Llegó en el momento justo, cuando Thierry y yo estábamos
abrazados bailando en medio de un gran círculo formado por los invitados. Era
nuestra canción, "Il cielo in una stanza" cantada por la gran Mina.
Nos mirábamos ajenos a nuestro alrededor. El pecho henchido de amor. Nunca
antes había sentido tanta felicidad. Todavía no sabía que esa maravillosa
sensación iba a durar poco.
Al finalizar la canción, lo vi por el rabillo del ojo.
Apostado en el mismo lugar, sudaba y tenía los brazos cruzados sobre el pecho.
Me dirigí hasta él con una sonrisa de satisfacción.
- Me alegra que estés
aquí. Ven tómate algo con nosotros- dije agarrándole del brazo familiarmente.
He sido un iluso. Ahora me doy cuenta. He estado ciego al
no fijarme en su mirada. Debía estar enfurecida. Aún más verdes sus pupilas por
la ira. Porque sin mediar palabra y con un movimiento rápido, me ha golpeado en
el vientre. Un puñal afilado ha llegado certero a través de las tripas hasta el
corazón y me lo ha partido en dos.
Ni siquiera mi voz ha podido escapar de la impresión. Con
su mano izquierda ha sujetado mi cuerpo por la nuca dejándome caer despacio.
Después, arrodillado a mi lado, ha besado mis labios. Mientras, dos grandes y
pesadas lágrimas temblaban en sus ojos. ¿Por qué ahora? Le hubiera preguntado.
¿Por qué así? Pero él, como yo, ya poco escuchaba. Voces estridentes apenas
alcanzan mis oídos. Serán Thierry y los demás.
El teniente Mendoza encontró al padre Anselmo todavía de
rodillas. Trastornado, miraba al cielo. Susurraba algo que parecía a ratos
rezos, a ratos una canción. Las manos aún ensangrentadas, unidas, asiendo un
rosario de cuentas de nácar. Yo se lo regalé a la vuelta de aquél viaje de
peregrinación a Jerusalém.
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