martes, 20 de octubre de 2015

De oreja a oreja, por Juan Carlos García Reyes




Amanecía el primer día de febrero en la ciudad de Bruselas. El tiempo estaba revuelto. La lluvia y el viento azotaban con dureza. Pero fue el sonido de su móvil lo que lo despertó.

—Sí, dígame —contestó con voz de ultratumba.
—Jefe. Ha aparecido un hombre degollado en el hotel ALMA —dijo de corrido una voz impersonal.
—¡Joder! Está bien. A las… —balbució mientras miraba el reloj de su despertador, que marcaba las siete y veintidós— a las ocho menos cuarto estaré allí. Me ducho y salgo corriendo.
—Le esperaré en recepción.
—Gracias, Jacques.

Se levantó de la cama y se dirigió al baño, no sin antes echar un vistazo al cuerpo desnudo de su conquista de la noche anterior, tomándose un pequeño receso. Volvió en sí  y se encaminó a darse una ducha de agua fría. Al salir del vestidor se acercó a la cama y con un cálido beso le dijo a la mujer al oído:

—Verónica, tengo que irme. Puedes desayunar lo que quieras, hay reservas en el frigorífico. Déjame tu teléfono en la cocina. Lo de anoche fue espectacular. Hay que repetirlo. ¡Ah! Y al salir tira de la puerta.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia la calle tocándose el arma reglamentaria en un acto reflejo.
Llegó al hotel y Jacques estaba esperándolo en la puerta. Tras informarle que la científica estaba tomando pruebas de la habitación 439, le fue relatando todo lo que había recopilado.
—El finado es un varón de 42 años, Michael Forbit, casado y con dos hijos —fue diciéndole de corrido—. Vivía en Brujas y viajaba todos los días a Bruselas, para trabajar en GOARMING SPORTS. Los miércoles tenía reunión a última hora del día, lo que le impedía volver a casa. Era cliente habitual del hotel, junto con tres compañeros: dos hombres y una mujer.
—¿Los tenemos? —preguntó el inspector Delacroix.
—Los tenemos —confirmó el agente—. Le esperan en la habitación 436, junto al agente Demouligne. También… ―y se quedó callado.
—¿También qué?
—Hay una prostituta. Pasó parte de la noche con él. La hemos localizado a través del recepcionista de noche. La mujer suele verse con clientes en el hotel.
—Debe ser cara… —reflexionó en voz alta.
—400€/hora. Florianne es su nombre.
—¡Joder! ¡Sí que es cara! ¡Cinco horitas y gana más que yo en un mes!
—Los merece, jefe… los merece.
Se acercaron a la habitación donde se encontraba el cadáver. El pasillo estaba tomado literalmente por la policía. Entró, echó un vistazo y se encaminó hacia Brown, un agente de la científica de origen británico.
—¿Qué tal John? ¿Algo que destacar?
—Degollado. De oreja a oreja. Lo abordaron en la puerta, de un puñetazo en la nariz. Luego le pusieron un pañuelo en la boca. Y por último, le cortaron el cuello de un lado a otro.
—¿Puede haber sido una mujer? —preguntó el inspector.
—Es probable. Tras el puñetazo, al intentar coger una bocanada de aire le metieron el pañuelo en la boca, provocándole momentos de angustia, de asfixia. Un leve empujón lo pudo tumbar en la cama y ahí… le cortaron el cuello.
—¿Estaba desnudo cuando ocurrió?
—Sí. Las muestras de sangre y las salpicaduras así lo atestiguan.
—Gracias John. Iré a ver a los testigos.

Salió con una idea somera de lo que había pasado. Si se confirmaba que había estado con la prostituta, igual éste intentó algo más y ella intentó pararlo y se le fue el asunto de las manos. Pero no era cuestión de hacer conjeturas. No. Al menos él. Un hombre racional, cabal… orgulloso de su carrera de Psicología.

Entró en la habitación 436 y vio a dos hombres y dos mujeres.

Uno de los hombres, de edad madura, estaba cariacontecido aunque no se le notaba afligido, ya que no dejaba de mirar a las dos mujeres, sobre todo a la morena. Una mujer de bandera, alta, esbelta, de ojos negros y piel dorada; con los pechos y los labios operados. Sin duda era la prostituta.

El otro hombre, algo más joven, de unos cuarenta años, estaba abatido, derrotado. Parecía como si fuera un familiar el que hubiera muerto. Era moreno, de ojos negros… musculoso. Se notaba que le dedicaba su tiempo al gimnasio. Estaba siendo consolado por la segunda mujer, una bellezar de larga melena castaña. De ojos color miel y mirada decidida. Era algo más joven que él. Debía ser la compañera de trabajo.

—Buenos días, me presentaré —dijo con voz profunda al ver que todos lo miraban desde que había entrado—. Soy el inspector Marcel Delacroix. Sé que mis compañeros les han cogido los datos ya, así que si les parece nos dirigiremos a comisaría y allí les tomaré declaración para que puedan retomar sus vidas. Eso sí, deben estar localizados.

Todos se dirigieron a la central. En el coche del inspector iba éste con el agente Jacques Pompeau, que le seguía contando más cosas acerca del asesinato. Le informó que se había avisado a la mujer del difunto y que ya estaba en camino. En una media hora estará allí.

Una vez llegaron, los fue interrogando uno a uno en una sala que disponía de un ordenador al que estaban conectadas unas cámaras de vigilancia, que enfocaban la contigua sala de espera. Observaba por un lado unos primeros planos de todos los allí presentes; y por otro, una toma general.

La primera en declarar fue Florianne, la prostituta. Le contó que había ido hasta la habitación 439 por los servicios solicitados por Albert. Aseguró que así se había identificado. Esto le hizo presentir al inspector que era una infidelidad incipiente, de nuevo cuño, al no haber revelado su verdadero nombre. Todos hacían lo mismo la primera vez.

La chica era un verdadero monumento. De medidas perfectas, guapa, sensual… Le dijo que se había marchado de la habitación a las siete menos cinco de la mañana, despidiéndose, como siempre, del conserje, y dándole de paso una pequeña comisión.

La observó marcharse y la reacción de los otros: nada que destacar. El hombre maduro, la miró con lascivia; la mujer con desprecio; el más joven, con asco.

El siguiente fue Kevin McCadoo. Era íntimo del finado, de su misma edad, compañero desde el colegio y de salida con sus parejas. Formaban un cuarteto muy unido, le relató. Se le veía muy afligido, sufriendo. Pero no estaba nervioso. Presentaba una serenidad manifiesta. Fue quien encontró el cadáver. Ambos, tenían las llaves de la respectiva habitación del otro. Al ver que no salía para ir al trabajo, entró y se lo encontró muerto. Lo descubrió a las siete y cinco de la mañana.

Abandonó la sala con la cabeza bajada y la mujer de larga melena fue directamente a consolarlo, mientras el otro hombre, menos afectado en su ánimo, se dirigía con media sonrisa hacia la sala de interrogatorios, dándole un repaso visual a la prostituta que estaba de pie vuelta de espaldas.

Eric Davenport tenía 52 años. Era divorciado y padre de tres hijos. Vivía con su nueva novia, una joven treinta años más joven. Le contó que aunque lo satisfacía plenamente, estaba cercano a retirarse del mercado y por eso, tras las copas que de costumbre se tomaban tras la reunión, le propuso a Michael ir a buscar algo de carne. Aquel adjetivo no le hizo gracia al inspector, que rápidamente cambió su tono de voz, volviéndolo más severo. Le dijo que se marchó solo y que había estado hasta las siete y diez en una casa cercana, en la Rue de la Colline. Llegó al hotel a las siete y cuarto cuando ya estaba allí la policía. Este hecho se lo había confirmado con anterioridad el agente Pompeau.

La última en entrar fue la mujer de la larga melena castaña. Se llamaba Emma Lavigne, de treinta y cinco años. Soltera, sin compromiso. Libre, se definió. Y dispuesta a todo. Esto lo soltó con todo el descaro del mundo recorriendo al inspector con la mirada. Le contó, que cuando Eric les propuso seguir la juerga y se negaron, Kevin se fue directo a su habitación. Y que ella flirteó con Michael, quien caballeroso la rechazó aludiendo a su matrimonio y fidelidad por Sarah, su esposa. También le reconoció que cuando se dirigía a su habitación, vio que la puerta de Kevin estaba entreabierta y escuchó a Michael hablar desde el pasillo por teléfono en tono muy bajo, como ocultando algo. Que entró en su cuarto, y una vez más, tuvo que jugar sola.

El inspector tragó saliva ante aquella revelación. Le pidió que abandonara la habitación y que se quedara en la sala de espera. En una media hora podrían marcharse todos. Justo cuando terminara de hablar con la esposa, que debía llegar en cualquier momento.

Se quedó observando los rostros a través del monitor del portátil. Estaba a punto de variar el status quo. Eric miraba con deseo a Florianne, que seguía de espaldas. Kevin apoyaba su cabeza sobre las palmas de sus manos, mientras Emma le había colocado un brazo sobre su hombro, como transmitiéndole ánimos.

En ese instante hizo aparición Sarah, la esposa del finado, acompañada por el agente Demouligne. Era una mujer rubia, alta, de ojos azules y el pelo rizado. Deportista, con una figura envidiable, probablemente esculpida a base de pilates y acqua gym. Kevin, Emma y Sarah intercambiaron miradas furtivas. La mujer del difunto miró a la compañera de éste con desprecio. Kevin a Sarah con indiferencia. Y ella le devolvió la mirada con preocupación.

En ese instante, Marcel Delacroix tuvo la certeza de saber quien cometió el asesinato: las emociones fingidas son sinónimo de ocultar lo evidente.

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