El
día más feliz de mi vida fue aquel en el que el padre Anselmo me mató… y desde
entonces han pasado ya sesenta años.
Vine
al mundo una fría mañana de marzo de 1943 y mi país estaba envuelto en una
lucha cruenta, la más dolorosa que se recuerda. Un pequeño cabo alemán quería
abarcar toda Europa y nuestra gloriosa nación se encargó de que aquello no
ocurriera. Bueno, nosotros… y algunos países más. Pero la buena flema británica
siempre tiende a exaltar algunas circunstancias favorables para sus intereses.
Mi
infancia fue dolorosa, cruda y despiadada. Mi madre murió en un bombardeo al
poco de cumplir yo un año y me quedé a cargo de mi padre. Ese ser inmundo que hizo
de mi existencia un verdadero calvario. Al menos a Nuestro Señor lo clavaron en
una cruz y su sufrimiento terminó. Pero yo tuve que convivir con semejante
animal. Abominable donde los hubiera. Hasta el glorioso día en el que el padre
Anselmo me mató.
Estuve
internado en distintas casas de acogida hasta que llegué a una que regentaban
dos sacerdotes españoles huidos de la guerra civil, en el costero pueblo de
Alnwick, donde sus escarpadas rocas son constantemente azotadas por el
temporal, reduciendo la playa y la arena a la mínima expresión.
Aquel
maravilloso día donde encontré la muerte, el catorce de marzo de 1955, el padre
Anselmo se acercó hasta donde yo me solía sentar a rumiar el remordimiento por
los hechos que me veía obligado a llevar a cabo, como si yo fuera el culpable y
no la víctima. Con la delicadeza que solía mostrar, se sentó junto a mí, pero
de forma cruda me habló en un susurro:
―William,
le he estado dando vueltas a este espinoso asunto y la única solución que
encuentro… es matarte ―dijo con total convicción.
Me
quedé boquiabierto. Es lo menos que puede pasarle a un adolescente de doce
años, cuando alguien le dice de manera fría y serena que va a acabar con su
vida. Al menos con la dolorosa vida que conoce hasta ese momento.
Se
explicó mejor ante mi sorpresa, y me contó que había decidido hacerme pasar por
muerto, para poder darme otra identidad y empezar de nuevo. En aquel tiempo,
otro niño que había llegado hasta la casa, sin documentación, sin nombre
siquiera, había muerto tras unas altas fiebres. Como no había constancia de sus
datos, el padre Anselmo, a quien Dios acoja en su memoria, decidió hacerlo
pasar por mí y arrojarlo por el acantilado. Él, su compañero en la casa, el
padre Román, y el médico del pueblo, Mr Hastings, estaban confabulados para
hacer pasar una identidad por la otra y mientras tanto yo me iría de allí junto
con otro sacerdote, el padre Thomas. Lejos de aquel ser asqueroso que la
providencia había decidido que fuera mi padre. La persona que debía cuidar de
mí, no torturarme como hacía.
De
aquella forma empecé a vivir en un barrio humilde de Londres. Ingresé en la
escuela y pronto me granjeé las bendiciones de los sacerdotes y de los
compañeros. El padre Thomas, me informaba puntualmente de los acontecimientos
que se sucedían en Alnwick y de la insistencia de mi padre por aclarar las
extrañas causas de mi muerte, por miedo a ser descubierto sin duda.
También
tuve noticias de las pesquisas del inspector Lamdong, que creó un cerco
alrededor del padre Anselmo, hasta que éste decidió confesar que él me había
arrojado al precipicio para así aplacar el grave sufrimiento que era mi vida, debido
a que las autoridades no hacía nada en ese asunto. Aquel reproche le ocasionó
el total desprecio por parte del policía que lo instigó hasta que el bueno del
sacerdote decidió poner fin a su vida, a riesgo de ser apartado de subir al
cielo.
De
aquella forma, el inspector Lamdong dio el caso por cerrado y mi padre
desapareció durante un tiempo de mi vida. Hasta que años más tarde lo puede llevar
ante la justicia por los abusos cometidos sobre otro hijo que tuvo con una
segunda mujer. Logré que su vida fuera un infierno y sus hijos, mis
hermanastros, pudieran vivir en paz. Murió arruinado, borracho y solo, de eso
hace ya treinta años.
Por
eso hoy, cuando se cumple el sexagésimo aniversario de la muerte oficial del
niño William Brown, yo, Frederick Stockton, el comisionado y abogado de Naciones
Unidas para el cumplimiento de los derechos fundamentales de los niños, quiero
hacer saber al mundo que el padre Anselmo no fue culpable de mi muerte y sí de
darme una vida que pudiera dedicar a cuidar de los que habían sufrido como yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario