Diego no podía
dormir. El gato que vivía en su barriga
desde hacía años se agitaba
panza arriba y le
arañaba las paredes del estómago. Otras veces ronroneaba, satisfecho y feliz, y entonces
sentía que todo estaba bajo control, pero no era el caso. Se colocó
boca arriba con cuidado, procurando no irritar al gato
más de lo necesario, pero daba lo mismo, esa noche estaba
guerrero. Miró de soslayo y atisbó en la
oscuridad el perfil curvilíneo que reposaba a su lado. Berta dormía
profundamente, como quién no tiene un
gato sádico hibernando en su estómago, y eso le produjo una indignación sorda,
el convencimiento íntimo de que ya era imposible que fueran felices
al mismo tiempo,
como si la infelicidad fuera una pelota
que se pasaran el uno al otro cuando
estaba a punto de quemarles los dedos.
Los había buscado
por todas partes.
En todos los escenarios posibles. Claudia y él pasearon su amor en celo
por toda la casa, el amplio sofá de la galería acristalada, la encimera de mármol de Carrara de la
cocina, el baño del dormitorio, la cama en la que ahora su mujer dormía
tranquila el sueño
de los ignorantes…Nada. Eran enormes, pesados
y brillantes, la clase de pendientes que Berta consideraba vulgar y que a Claudia le parecía el colmo de la sofisticación. Consideraba poco probable
que Berta los hubiera
encontrado, no, era más bien imposible, no hubiera perdido
la oportunidad de ganar una nueva batalla,
de usar sus dotes
de negociadora para obtener una piscina más grande o adquirir un cuadro carísimo
que admiraría arrobada, rumiando
con los ojos enrojecidos la pena de la claudicación. Su incipiente carrera como bailarina frustrada para acompañar al marido inseguro
en su gira triunfal por el mundo.
Su grandeza puesta al servicio de las inseguridades de él, llevándole en bandeja de plata la cabeza amputada
de su temor al fracaso. ¿Entonces?. Tal vez los había encontrado Gladys,
la chica de la limpieza. Pero si había sido ella ¿por qué no le había dicho nada?, o a Berta…
De pronto se despertó agitado
y bañado en sudor. Debía haberse
quedado dormido mientras
rumiaba su inquietud. Seguía
preso de los efectos de aquella pesadilla rocambolesca, de manera
que no sabía muy bien si la pesadilla era la realidad
y la realidad un sueño.
Berta se había girado en la cama y le había
susurrado con su cara de pantera y los ojos verdes y brillantes “set y partido”
y había reído como una hiena. La noche anterior
bebió demasiado, atormentado por los resultados infructuosos de su búsqueda. Recordó que Berta estaba más tranquila que nunca, serena,
casi radiante, parecía
una pantera de piel lustrosa
y brillante, después de haber devorado
a una gacela indefensa. Una gata negra grande y satisfecha, ronroneando
junto a la chimenea con los ojos entrecerrados. Casi la amó de nuevo.
¿Casi?. La amaba necesariamente. La amaba porque
la necesitaba y no la amaba por la misma
razón. Se incorporó en la cama y emitió entre dientes un quejido de dolor, su codo le torturaba
desde hacía días, probablemente
porque había cambiado el tiempo.
Esa semana no jugaría al tenis. De todas maneras
hacía mucho tiempo que ya no lo hacía de forma profesional. Descartando este pensamiento lúgubre como quién aparta una mosca molesta de un manotazo, volvió
a concentrarse en los dichosos
pendientes. Claudia debió quitárselos en el restaurante, o en el coche camino
a la casa, o debió perderlos en alguna otra parte, pero definitivamente allí no estaban.
Y se durmió.
A la mañana
siguiente, sumido en un estado
de vigilia semiinconsciente, aletargado por la falta de sueño, se despidió de Berta, que le siguió
hacia el exterior
de la casa y le envió un cariñoso beso alado desde su
palma abierta, como hacía antes.
-
Recuerda que esta noche cenamos
en casa de los Montalvo. Cena y bailes
de salón - le gritó.
El asintió y se despidió
con la mano. Marcelo Montalvo
y su mujer. Él alto y enjuto y ella pequeñita y rechoncha. Los dos juntos una broma cruel,
un chiste sin gracia. Cuando
bailaban el tango
en su enorme pista de baile
Diego no podía
evitar pensar en Maricarmen y sus muñecos.
Y cuando hablaba
con ellos y ella
tenía la palabra,
Diego miraba siempre
a Marcelo el ventrílocuo, esperando ver en su boca el leve
movimiento de labios que le delatara. Pero eso nunca ocurrió.
Aquella noche, cuando
llegó a casa, había olvidado
por completo el asunto de los pendientes. Mientras se acercaba al dormitorio tarareando aquella canción de Bob Dylan,
¿o era de Eric Clapton?,
pensó en Marcelo el ventrílocuo y su ánimo se volvió sombrío.
Berta estaba frente
al gran espejo victoriano adquirido en una subasta en Christie’s, la última victoria
de ella en su más reciente negociación, cuando descubrió su aventura con Eva, una de las tenistas a las que representaba.
- Cariño, ¿puedes venir
un momento? - dijo, con voz meliflua
- Necesito que me subas
la cremallera.
Sin decir nada pero alertado
por aquel tono de voz inusual en Berta, Diego
se colocó detrás
de ella y le
subió la cremallera con dedos trémulos, con tan mala fortuna que le pellizcó
la piel de la bronceada espalda. La pantera
dio un respingo y entonces
sus miradas chocaron
frontalmente en la superficie del espejo.
- Deberías tener más cuidado - dijo ella con voz sibilante.
Y Diego, conmocionado, no sabía si se refería
a sus dedos torpes
o a Claudia, porque de las orejas
de Berta, como dos estrellas moribundas pero aún brillantes, pendían los pendientes que le había regalado a su amante
y que ésta había perdido
una semana antes. Así que estaban
allí, todo el tiempo habían estado allí. La pantera
acechando, esperando el mejor momento para asestar el golpe definitivo a su presa.
Ella sonrió, y con sus andares sigilosos y elegantes se acercó a la cama y miró el cobertor
inmaculado con una sonrisa
de caninos afilados. Sobre la cama descansaban una pelota de tenis colocada
cuidadosamente sobre una fotografía reciente del pequeño
Julio y lo que parecían
ser dos billetes
de avión, y junto a la
pelota unos zapatos de baile de color negro, eran zapatos de tango.
- Tú decides. Puedo
divorciarme de ti, dejarte sin blanca y llevarme a Julio o…Puedes
hacerme muy feliz y construirme un hermoso
pabellón de baile.
Mañana mismo te devuelvo los pendientes. A mí tampoco
se me compra con brillantes, sobre todo si no son de Tiffany´s
- dijo la pantera.
Sus palabras afiladas
como zarpas le traspasaron el estómago. El gato de su barriga
aniquilado por el certero impacto en su corazón lloró
de pena y después calló,
agonizante. No había nada que hacer. Su
sueño convertido en el sueño de su mujer. Set y partido para Berta.
Trastabillando se dirigió
al cuarto de baño y se metió
en la bañera con la ropa puesta.
Gruesas lágrimas ardientes le rodaban por las mejillas
y se mezclaban con el agua helada
de la ducha. Cayó en la cuenta
por vez primera de lo extrañas
que le habían resultado las últimas palabras
de Berta. ¿Tampoco se me compra con brillantes?. ¿De qué estaba hablando?. Apretando los ojos con rabia rememoró su encuentro con Claudia de hacía exactamente siete días, aprovechando la ausencia de su mujer. Berta había ido entonces
a pasar el fin de semana a casa de su madre,
y de paso visitaría a su hijo Julio, interno
en el mejor colegio
privado de la zona. Julio,
el orgullo de su padre,
su niño bonito
de 12 años, el futuro
brillante que Diego se
había dejado en el pasado
en una pista de tenis cuando se lesionó de forma irreversible.
En cuanto Berta
hubo salido por la puerta,
Diego llamó a Claudia, la llevó a cenar y le regaló
unos pendientes de brillantes grandes como bolitas
de granada. Después
vació sus ardores
en aquella gacela fresca de piernas como tenazas y esa noche su gato durmió satisfecho y feliz, coronado
de laureles.
A mañana siguiente se levantó temprano. Claudia ya se había ido a trabajar, dejando
en las sábanas de raso el rastro perfumado
de su cuerpo ardiente. Mejor así, no quería verla
por la mañana. Diego aún paladeaba satisfecho sus proezas
acrobáticas nocturnas, y devoró un plato lleno hasta los bordes de huevos revueltos y dos tostadas con mantequilla y mermelada. Decidió
salir a dar un paseo
y detenerse un ratito a admirar su pabellón, como cuando iba a ver a su hijo recién
nacido para besarle
suavemente la fragante cabecita
indefensa. Las obras
llevaban paralizadas más de cuatro
meses, por quiebra
técnica de la entidad constructora, pero después
de mucho batallar
y mover hilos,
se reanudarían en breve, y probablemente en unos cuantos
meses más tendría
su soñada pista de tenis cubierta, un homenaje
póstumo a su carrera como tenista profesional, fenecida antes de tiempo por una lesión
y que tantos momentos de gloria
le había dado. Aquel sería su bastión
inexpugnable, su arco del triunfo,
su carta marcada, la mano ganada
a una vida gastada con Berta.
Lo único que podía escapar
a la amargura de la mujer-pantera. Bueno, eso, y sus aventuras
extramaritales, aunque éstas siempre constituían una buena excusa para la negociación, negociaciones caras que mermaban de forma temporal
los fondos que necesitaba para construir el pabellón, pero que le parecían justas
dadas las circunstancias. Con el pabellón no se podía negociar. Ni con el pabellón ni con Julio.
Berta lo sabía
y nunca con anterioridad había vulnerado aquella norma tácita
que existía entre los dos. Era la única concesión
que le hacía para mantener la ya de por sí precaria
estabilidad marital. Sólo una vez, cuando empezaron las obras, se había atrevido
a sugerir que aquel
pabellón sería una estupenda sala de baile,
más bonita y más grande
que la de los Montalvo, imaginándose girando y girando
con sus zapatos
nuevos de tango.
Él la había mirado como si
estuviera loca, el gato con su patita
pequeña pero firme sobre el lomo de la pantera
lustrosa. Jamás cederé en esto Berta, dijeron
entonces sus ojos brillantes. Ella asintió en silencio, su corazón salvaje
y leal todavía apiadado de aquel
gatito asustado y nómada, que buscaba en la cama de otras
los trofeos que ya no podía
ganar en una pista de tenis. Parecía
que habían pasado
cien años. Hubo un tiempo
en que ella le entendió, pero al parecer
su odio había
llegado a ser más grande
que su comprensión. Cuando Diego
regresó a casa tras su paseo, mientras
leía abstraído la prensa deportiva, sonó el teléfono.
Claudia le dijo que no encontraba los pendientes, y que temía haberlos dejado
en su casa la noche anterior, probablemente se los
había quitado para que no le molestaran para dormir. El gato de la barriga despertó
y se agarró con sus garras afiladas a las tripas de Diego.
- ¿Qué estas diciendo?
- rugió - Son enormes
Claudia. Grandes como melones. ¿Cómo has podido ser tan estúpida?
Claudia calló y colgó de inmediato. Menos
mal que Diego no pudo ver la sonrisa torcida
de satisfacción pintada en su cara cuando se apartó del teléfono. Tal vez ahora me tomes en serio, capullo.
Recordó complacida la nota escrita de forma apresurada, “A mí no se me compra con brillantes”, y los pendientes colocados cuidadosamente en el joyero
de aquella mujer
desconocida que tanto poder tenía
sobre Diego, a la que él jamás dejaría.
Pobre criatura. Una gatita juguetona con piel de gacela. Nada tenía que hacer frente
a la
mujer-pantera.
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