martes, 27 de octubre de 2015

Set y partido, por Mar Rojo



Diego no podía dormir. El gato que vivía en su barriga desde hacía años se agitaba panza arriba y le arañaba las paredes del estómago. Otras veces ronroneaba, satisfecho y feliz, y entonces sentía que todo estaba bajo control, pero no era el caso. Se colocó boca arriba con cuidado, procurando no irritar al gato más de lo necesario, pero daba lo mismo, esa noche estaba guerrero. Miró de soslayo y atisbó en la oscuridad el perfil curvilíneo que reposaba a su lado. Berta dormía profundamente, como quién no tiene un gato sádico hibernando en su estómago, y eso le produjo una indignación sorda, el convencimiento íntimo de que ya era imposible que fueran felices al mismo tiempo, como si la infelicidad fuera una pelota que se pasaran el uno al otro cuando estaba a punto de quemarles los dedos.

Los había buscado por todas partes. En todos los escenarios posibles. Claudia y él pasearon su amor en celo por toda la casa, el amplio sofá de la galería acristalada, la encimera de mármol de Carrara de la cocina, el baño del dormitorio, la cama en la que ahora su mujer dormía tranquila el sueño de los ignorantes…Nada. Eran enormes, pesados y brillantes, la clase de pendientes que Berta consideraba vulgar y que a Claudia le parecía el colmo de la sofisticación. Consideraba poco probable que Berta los hubiera encontrado, no, era más bien imposible, no hubiera perdido la oportunidad de ganar una nueva batalla, de usar sus dotes de negociadora para obtener una piscina más grande o adquirir un cuadro carísimo que admiraría arrobada, rumiando con los ojos enrojecidos la pena de la claudicación. Su incipiente carrera como bailarina frustrada para acompañar al marido inseguro en su gira triunfal por el mundo. Su grandeza puesta al servicio de las inseguridades de él, llevándole en bandeja de plata la cabeza amputada de su temor al fracaso. ¿Entonces?. Tal vez los había encontrado Gladys, la chica de la limpieza. Pero si había sido ella ¿por qué no le había dicho nada?, o a Berta…

 De pronto se despertó agitado y bañado en sudor. Debía haberse quedado dormido mientras rumiaba su inquietud. Seguía preso de los efectos de aquella pesadilla rocambolesca, de manera que no sabía muy bien si la pesadilla era la realidad y la realidad un sueño. Berta se había girado en la cama y le había susurrado con su cara de pantera y los ojos verdes y brillantes “set y partido” y había reído como una hiena. La noche anterior bebió demasiado, atormentado por los resultados infructuosos de su búsqueda. Recordó que Berta estaba más tranquila que nunca, serena, casi radiante, parecía una pantera de piel lustrosa y brillante, después de haber devorado a una gacela indefensa. Una gata negra grande y satisfecha, ronroneando junto a la chimenea con los ojos entrecerrados. Casi la amó de nuevo. ¿Casi?. La amaba necesariamente. La amaba porque la necesitaba y no la amaba por la misma razón. Se incorporó en la cama y emitió entre dientes un quejido de dolor, su codo le torturaba desde hacía días, probablemente porque había cambiado el tiempo. Esa semana no jugaría al tenis. De todas maneras hacía mucho tiempo que ya no lo hacía de forma profesional. Descartando este pensamiento lúgubre como quién aparta una mosca molesta de un manotazo, volvió a concentrarse en los dichosos pendientes. Claudia debió quitárselos en el restaurante, o en el coche camino a la casa, o debió perderlos en alguna otra parte, pero definitivamente allí no estaban. Y se durmió.

A la mañana siguiente, sumido en un estado de vigilia semiinconsciente, aletargado por la falta de sueño, se despidió de Berta, que le siguió hacia el exterior de la casa y le envió un cariñoso beso alado desde su palma abierta, como hacía antes.

-    Recuerda que esta noche cenamos en casa de los Montalvo. Cena y bailes de salón - le gritó.

El asintió y se despidió con la mano. Marcelo Montalvo y su mujer. Él alto y enjuto y ella pequeñita y rechoncha. Los dos juntos una broma cruel, un chiste sin gracia. Cuando bailaban el tango en su enorme pista de baile Diego no podía evitar pensar en Maricarmen y sus muñecos. Y cuando hablaba con ellos y ella tenía la palabra, Diego miraba siempre a Marcelo el ventrílocuo, esperando ver en su boca el leve movimiento de labios que le delatara. Pero eso nunca ocurrió.

Aquella noche, cuando llegó a casa, había olvidado por completo el asunto de los pendientes. Mientras se acercaba al dormitorio tarareando aquella canción de Bob Dylan, ¿o era de Eric Clapton?, pensó en Marcelo el ventrílocuo y su ánimo se volvió sombrío. Berta estaba frente al gran espejo victoriano adquirido en una subasta en Christies, la última victoria de ella en su más reciente negociación, cuando descubrió su aventura con Eva, una de las tenistas a las que representaba.

-  Cariño, ¿puedes venir un momento? - dijo, con voz meliflua - Necesito que me subas la cremallera.


Sin decir nada pero alertado por aquel tono de voz inusual en Berta, Diego se colocó detrás de ella y le subió la cremallera con dedos trémulos, con tan mala fortuna que le pellizcó la piel de la bronceada espalda. La pantera dio un respingo y entonces sus miradas chocaron frontalmente en la superficie del espejo.

-  Deberías tener más cuidado - dijo ella con voz sibilante.  

Y Diego, conmocionado, no sabía si se refería a sus dedos torpes o a Claudia, porque de las orejas de Berta, como dos estrellas moribundas pero aún brillantes, pendían los pendientes que le había regalado a su amante y que ésta había perdido una semana antes. Así que estaban allí, todo el tiempo habían estado allí. La pantera acechando, esperando el mejor momento para asestar el golpe definitivo a su presa.
 
Ella sonrió, y con sus andares sigilosos y elegantes se acercó a la cama y miró el cobertor inmaculado con una sonrisa de caninos afilados. Sobre la cama descansaban una pelota de tenis colocada cuidadosamente sobre una fotografía reciente del pequeño Julio y lo que parecían ser dos billetes de avión, y junto a la pelota unos zapatos de baile de color negro, eran zapatos de tango.

-   decides. Puedo divorciarme de ti, dejarte sin blanca y llevarme a Julio o…Puedes hacerme muy feliz y construirme un hermoso pabellón de baile. Mañana mismo te devuelvo los pendientes. A tampoco se me compra con brillantes, sobre todo si no son de Tiffany´s - dijo la pantera.
 
Sus palabras afiladas como zarpas le traspasaron el estómago. El gato de su barriga aniquilado por el certero impacto en su corazón lloró de pena y después calló, agonizante. No había nada que hacer. Su sueño convertido en el sueño de su mujer. Set y partido para Berta.

Trastabillando se dirigió al cuarto de baño y se metió en la bañera con la ropa puesta. Gruesas lágrimas ardientes le rodaban por las mejillas y se mezclaban con el agua helada de la ducha. Cayó en la cuenta por vez primera de lo extrañas que le habían resultado las últimas palabras de Berta. ¿Tampoco se me compra con brillantes?. ¿De qué estaba hablando?. Apretando los ojos con rabia rememoró su encuentro con Claudia de hacía exactamente siete días, aprovechando la ausencia de su mujer. Berta había ido entonces a pasar el fin de semana a casa de su madre, y de paso visitaría a su hijo Julio, interno en el mejor colegio privado de la zona. Julio, el orgullo de su padre, su niño bonito de 12 años, el futuro brillante que Diego se había dejado en el pasado en una pista de tenis cuando se lesionó de forma irreversible.

En cuanto Berta hubo salido por la puerta, Diego llamó a Claudia, la llevó a cenar y le regaló unos pendientes de brillantes grandes como bolitas de granada. Después vació sus ardores en aquella gacela fresca de piernas como tenazas y esa noche su gato durmió satisfecho y feliz, coronado de laureles.
A mañana siguiente se levantó temprano. Claudia ya se había ido a trabajar, dejando en las sábanas de raso el rastro perfumado de su cuerpo ardiente. Mejor así, no quería verla por la mañana. Diego aún paladeaba satisfecho sus proezas acrobáticas nocturnas, y devoró un plato lleno hasta los bordes de huevos revueltos y dos tostadas con mantequilla y mermelada. Decidió salir a dar un paseo y detenerse un ratito a admirar su pabellón, como cuando iba a ver a su hijo recién nacido para besarle suavemente la fragante cabecita indefensa. Las obras llevaban paralizadas más de cuatro meses, por quiebra técnica de la entidad constructora, pero después de mucho batallar y mover hilos, se reanudarían en breve, y probablemente en unos cuantos meses más tendría su soñada pista de tenis cubierta, un homenaje póstumo a su carrera como tenista profesional, fenecida antes de tiempo por una lesión y que tantos momentos de gloria le había dado. Aquel sería su bastión inexpugnable, su arco del triunfo, su carta marcada, la mano ganada a una vida gastada con Berta. 

 Lo único que podía escapar a la amargura de la mujer-pantera. Bueno, eso, y sus aventuras extramaritales, aunque éstas siempre constituían una buena excusa para la negociación, negociaciones caras que mermaban de forma temporal los fondos que necesitaba para construir el pabellón, pero que le parecían justas dadas las circunstancias. Con el pabellón no se podía negociar. Ni con el pabellón ni con Julio. Berta lo sabía y nunca con anterioridad había vulnerado aquella norma tácita que existía entre los dos. Era la única concesión que le hacía para mantener la ya de por precaria estabilidad marital. Sólo una vez, cuando empezaron las obras, se había atrevido a sugerir que aquel pabellón sería una estupenda sala de baile, más bonita y más grande que la de los Montalvo, imaginándose girando y girando con sus zapatos nuevos de tango.  

Él la había mirado como si estuviera loca, el gato con su patita pequeña pero firme sobre el lomo de la pantera lustrosa. Jamás cederé en esto Berta, dijeron entonces sus ojos brillantes. Ella asintió en silencio, su corazón salvaje y leal todavía apiadado de aquel gatito asustado y nómada, que buscaba en la cama de otras los trofeos que ya no podía ganar en una pista de tenis. Parecía que habían pasado cien años. Hubo un tiempo en que ella le entendió, pero al parecer su odio había llegado a ser más grande que su comprensión. Cuando Diego regresó a casa tras su paseo, mientras leía abstraído la prensa deportiva, sonó el teléfono. Claudia le dijo que no encontraba los pendientes, y que temía haberlos dejado en su casa la noche anterior, probablemente se los había quitado para que no le molestaran para dormir. El gato de la barriga despertó y se agarró con sus garras afiladas a las tripas de Diego.

-  ¿Qué estas diciendo? - rugió - Son enormes Claudia. Grandes como melones. ¿Cómo has podido ser tan estúpida?

Claudia calló y colgó de inmediato. Menos mal que Diego no pudo ver la sonrisa torcida de satisfacción pintada en su cara cuando se apartó del teléfono. Tal vez ahora me tomes en serio, capullo. Recordó complacida la nota escrita de forma apresurada, “A no se me compra con brillantes”, y los pendientes colocados cuidadosamente en el joyero de aquella mujer desconocida que tanto poder tenía sobre Diego, a la que él jamás dejaría. Pobre criatura. Una gatita juguetona con piel de gacela. Nada tenía que hacer frente a la mujer-pantera.

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