Vine al mundo un primaveral
mediodía de miércoles del mes de agosto. Aquel verano, según el diario ABC fue
“blando” en cuanto a temperaturas, no llegándose ese día a los treinta grados. El
primer recuerdo que tengo, a través de lo contado por mi madre, fue que me puse
a chuparle el hombro. Sonriente, ella le dijo a mi padre: “este viene con
hambre”. Nada más lejos de la realidad.
Conforme iba
creciendo y cumpliendo años, iba cambiando juegos, despreocupaciones y momentos
efusivos, por responsabilidades. Más grandes cuantos más años cumplía. Años que
no sentía pasar; jamás conseguí ver un cambio al cumplir un año y abandonar el
otro.
Pero siempre
existía un nexo común, comer, lo que es comer, poco. Muy poco. Y además, sin
equilibrio, sin orden. Las patatas fritas con filetes o los huevos pasados por
agua eran mi ingesta cotidiana.
La
responsabilidad, esa que los años me iban asignando sin haberla pedido, se hizo
compañera fiel en busca de una madurez que no sabía si me llegaría a gustar, ya
que al hacerme mayor iba dejando atrás juegos, risas, satisfacciones. En cambio
que conseguía: de momento nada.
De pequeño cerraba
los ojos y pedía un deseo, tal vez un balón de fútbol por mi cumpleaños o el
barco de los click de famobil por reyes. Y al abrirlos, allí estaba el balón o
el barco, o el juguete. Eso se fue diluyendo a la vez que crecía, a la par que
los años se acumulaban en mi recién estrenado carnet de identidad. Aquel en el
que se me olvidó poner una rúbrica a mi firma y desde entonces no ha vuelto a
aparecer, haciéndolo más sencilla, más fácil y también más limpia.
Aprendí que la
forma de conseguir las cosas no era cerrando los ojos, sino con trabajo y
esfuerzo. Lo aprendí poco a poco, casi sin darme cuenta. Bueno, en realidad, si
me di cuenta de forma abrupta. Sobre todo aquella vez que le declaré mi amor
juvenil, ¡qué bonitos los catorce años!, a aquella chica, ¿cómo se llamaba?
¡Ah, sí! Elena. Desde entonces nunca olvidé que su onomástica se celebra el
dieciocho de agosto. Pues me di de bruces con la cruda realidad. Había que
tener algo más que simpatía y una cara agradable. Había que conquistarla. Cerré
los ojos y pedí que a ella también le gustara. Y no. Ella quería a otro.
Así que con quince
años decidí que mi vida debía dar un giro de ciento ochenta grados y me propuse
ser soldado profesional del cuerpo de paracaidistas. Mi padre se encargó de
hacerme girar otros ciento ochenta y me dejó donde estaba. “Debes estudiar y
ser un hombre de provecho”, me dijo. Más responsabilidades que yo no quería. No
quería ser provechoso, sólo ser libre y qué mejor manera que volar como hacen
los pájaros, aunque fuera a través de un paracaídas.
El tiempo
transcurrió anhelando aquello que me ofrecían los años, la libertad. Era el
precio a pagar por la pérdida de mis juegos, mis ilusiones, mis
despreocupaciones. Las responsabilidades adquiridas llevaban consigo ese
premio. El poder hacer lo que quisiera sin tener que dar explicaciones. Poder
decir no cuando se me apeteciera.
Otra vez volví a
equivocarme. Iba creciendo y adquiriendo responsabilidad por igual. Al
principio por mí mismo. Luego por el trabajo, por mis padres… por mi novia.
Ya se me habían
olvidado los seis meses de trabajo en Madrid donde me moví a mis anchas siendo
libre para hacer lo que quisiera. Y lo que hice fue añorar mi tierra y mis
amigos y volverme a la primera oportunidad que tuve. Sin abandonar, claro. Tan
sólo aproveché la oportunidad no prorrogando mi contrato y viniéndome a
estudiar aquí lo que allí no pude. Ahora era otro tiempo que debía agarrar por
los cuernos, como dirían los taurinos.
La suerte me puso
en el paso de mi vida un trabajo estable que cogí sin rechistar, sin leer la
letra pequeña. Estaba relacionado con mi pasión y no lo dudé un instante.
Además me daba independencia… y me hizo conseguir la meta más importante de mi
vida. Allí conocí a la que hoy es mi mujer… Y a la madre de mis hijos. Ambas
son la misma persona.
La ansiada
libertad (por cierto título de una gran novela de Ángela Cantón, gran amiga y escritora), no llegó. De nuevo,
las responsabilidades y las obligaciones me hacían mirar siempre a un lado y a
otro por si se acercaba algún coche que no viera venir y me pillara
desprevenido.
Y es hoy, cuando
estoy cercano a llegar al medio siglo de vida, que eso ya son palabras mayores,
cuando me doy cuenta que la libertad la he ido ganando a la vez que adquiría
esas responsabilidades. Desde el primer momento en el que fui capaz de dar un
paso sin que mi madre me asiera con firmeza. El problema ha sido que no he sido
capaz de darme cuenta. De asimilarlo.
Y es ahora, cuando
desde la visión que me ofrece mi atalaya, me doy cuenta que siempre he decidido
hacer lo que me apeteció. No volvería hacia atrás para cambiar algo, nunca.
Siempre me dije a mi mismo que no me arrepentía de lo que hice, tan sólo
podría llegar a hacerlo de lo que no intenté. Por eso, ahora, a pesar de los
años, de las responsabilidades, de la libertad adquirida, aún sigo cerrando los
ojos deseando que se cumplan cosas que al final se cumplen por el esfuerzo. Pero
me satisface hacerlo como en la niñez y creer en ayudas sobrenaturales. Creer
en Dios… o en el karma, llámenlo como quieran. Porque he ido cumpliendo años
pero no los he olvidado, los llevo conmigo a cuestas para que en cualquier
momento pueda volver a tener cuatro, seis, diez o veinte años y disfrutar de la
vida de hoy como lo haría entonces.
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