miércoles, 14 de octubre de 2015

Libertad, por Juan Carlos García Reyes




Vine al mundo un primaveral mediodía de miércoles del mes de agosto. Aquel verano, según el diario ABC fue “blando” en cuanto a temperaturas, no llegándose ese día a los treinta grados. El primer recuerdo que tengo, a través de lo contado por mi madre, fue que me puse a chuparle el hombro. Sonriente, ella le dijo a mi padre: “este viene con hambre”. Nada más lejos de la realidad.

Conforme iba creciendo y cumpliendo años, iba cambiando juegos, despreocupaciones y momentos efusivos, por responsabilidades. Más grandes cuantos más años cumplía. Años que no sentía pasar; jamás conseguí ver un cambio al cumplir un año y abandonar el otro.

Pero siempre existía un nexo común, comer, lo que es comer, poco. Muy poco. Y además, sin equilibrio, sin orden. Las patatas fritas con filetes o los huevos pasados por agua eran mi ingesta cotidiana.

La responsabilidad, esa que los años me iban asignando sin haberla pedido, se hizo compañera fiel en busca de una madurez que no sabía si me llegaría a gustar, ya que al hacerme mayor iba dejando atrás juegos, risas, satisfacciones. En cambio que conseguía: de momento nada.

De pequeño cerraba los ojos y pedía un deseo, tal vez un balón de fútbol por mi cumpleaños o el barco de los click de famobil por reyes. Y al abrirlos, allí estaba el balón o el barco, o el juguete. Eso se fue diluyendo a la vez que crecía, a la par que los años se acumulaban en mi recién estrenado carnet de identidad. Aquel en el que se me olvidó poner una rúbrica a mi firma y desde entonces no ha vuelto a aparecer, haciéndolo más sencilla, más fácil y también más limpia.

Aprendí que la forma de conseguir las cosas no era cerrando los ojos, sino con trabajo y esfuerzo. Lo aprendí poco a poco, casi sin darme cuenta. Bueno, en realidad, si me di cuenta de forma abrupta. Sobre todo aquella vez que le declaré mi amor juvenil, ¡qué bonitos los catorce años!, a aquella chica, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Elena. Desde entonces nunca olvidé que su onomástica se celebra el dieciocho de agosto. Pues me di de bruces con la cruda realidad. Había que tener algo más que simpatía y una cara agradable. Había que conquistarla. Cerré los ojos y pedí que a ella también le gustara. Y no. Ella quería a otro.

Así que con quince años decidí que mi vida debía dar un giro de ciento ochenta grados y me propuse ser soldado profesional del cuerpo de paracaidistas. Mi padre se encargó de hacerme girar otros ciento ochenta y me dejó donde estaba. “Debes estudiar y ser un hombre de provecho”, me dijo. Más responsabilidades que yo no quería. No quería ser provechoso, sólo ser libre y qué mejor manera que volar como hacen los pájaros, aunque fuera a través de un paracaídas.

El tiempo transcurrió anhelando aquello que me ofrecían los años, la libertad. Era el precio a pagar por la pérdida de mis juegos, mis ilusiones, mis despreocupaciones. Las responsabilidades adquiridas llevaban consigo ese premio. El poder hacer lo que quisiera sin tener que dar explicaciones. Poder decir no cuando se me apeteciera. 

Otra vez volví a equivocarme. Iba creciendo y adquiriendo responsabilidad por igual. Al principio por mí mismo. Luego por el trabajo, por mis padres… por mi novia.

Ya se me habían olvidado los seis meses de trabajo en Madrid donde me moví a mis anchas siendo libre para hacer lo que quisiera. Y lo que hice fue añorar mi tierra y mis amigos y volverme a la primera oportunidad que tuve. Sin abandonar, claro. Tan sólo aproveché la oportunidad no prorrogando mi contrato y viniéndome a estudiar aquí lo que allí no pude. Ahora era otro tiempo que debía agarrar por los cuernos, como dirían los taurinos.

La suerte me puso en el paso de mi vida un trabajo estable que cogí sin rechistar, sin leer la letra pequeña. Estaba relacionado con mi pasión y no lo dudé un instante. Además me daba independencia… y me hizo conseguir la meta más importante de mi vida. Allí conocí a la que hoy es mi mujer… Y a la madre de mis hijos. Ambas son la misma persona.

La ansiada libertad (por cierto título de una gran novela de Ángela Cantón,  gran amiga y escritora), no llegó. De nuevo, las responsabilidades y las obligaciones me hacían mirar siempre a un lado y a otro por si se acercaba algún coche que no viera venir y me pillara desprevenido.

Y es hoy, cuando estoy cercano a llegar al medio siglo de vida, que eso ya son palabras mayores, cuando me doy cuenta que la libertad la he ido ganando a la vez que adquiría esas responsabilidades. Desde el primer momento en el que fui capaz de dar un paso sin que mi madre me asiera con firmeza. El problema ha sido que no he sido capaz de darme cuenta. De asimilarlo.

Y es ahora, cuando desde la visión que me ofrece mi atalaya, me doy cuenta que siempre he decidido hacer lo que me apeteció. No volvería hacia atrás para cambiar algo, nunca. Siempre me dije a mi mismo que no me arrepentía de lo que hice, tan sólo podría llegar a hacerlo de lo que no intenté. Por eso, ahora, a pesar de los años, de las responsabilidades, de la libertad adquirida, aún sigo cerrando los ojos deseando que se cumplan cosas que al final se cumplen por el esfuerzo. Pero me satisface hacerlo como en la niñez y creer en ayudas sobrenaturales. Creer en Dios… o en el karma, llámenlo como quieran. Porque he ido cumpliendo años pero no los he olvidado, los llevo conmigo a cuestas para que en cualquier momento pueda volver a tener cuatro, seis, diez o veinte años y disfrutar de la vida de hoy como lo haría entonces.

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