miércoles, 14 de octubre de 2015

Medicina alternativa, por Luisa Yamuza Carrión




Descubrí  la medicina alternativa siendo una niña, muchos años antes de que se pusiera de moda ante la ineficacia de la medicina tradicional en algunas dolencias. Aunque entonces no se usaba ese término tan intrigante sino que se decía "remedios caseros". Bajo esa familiar denominación se incluían todas aquéllas técnicas utilizadas para solucionar problemas de salud de diversa clase mediante fórmulas ancestrales transmitidas de padres a hijos. Generalmente no se sabía la razón por la que tales remedios hacían el efecto deseado. Creo que ni se lo cuestionaban. Simplemente funcionaban y punto. 

Mi descubrimiento llegó una tarde en la que, con la nariz pegada a  los cristales del salón, miraba con ojos vidriosos los pequeños ríos de gotas que la tormenta iba dejando en ellos. Esperaba,  inquieta, que las nubes esponjosas finalizaran su llanto. Era primavera y  el intenso olor a tierra mojada me invitaba a salir a buscar caracoles apenas escampaba y volvía a lucir el sol. Aun hoy en día siento ese deseo cuando llueve. Vivíamos en pleno Pirineo y allí los caracoles eran gigantes, quizás por la cantidad de hierba que había por doquier. Generalmente eran negros o con algunas manchas marrones en distintas tonalidades. Su gran cuerpo de gelatina era también cetrino y  al desplazarse con su gran carga encima, iban dejando un grueso surco brillante por el suelo. En mi casa no se comían estos grandes ¿moluscos? pero en aquella zona eran considerados un manjar exquisito. Escargols a llauna. Decían que así cocinados eran deliciosos. Yo nunca los probé pues a mi madre le daban un asco tremendo.

En cuanto dejó de gotear, los primeros rayos de sol convirtieron los prados en un espejo. Era el momento. Bajé la escalera saltando los escalones de dos en dos con una bolsa en la mano para introducir mi recolección. Pero no fui la única, claro está. Al llegar al patio había diez o doce niños con las mismas intenciones que yo. Nos hicimos varios grupos, naturalmente de niños y de niñas por separado y salimos corriendo como despavoridos hacia los alrededores del edificio que estaba rodeado de verdes campos y frondosos matorrales. Era el paraíso de cientos de caracoles pero todos los niños queríamos coger más que los demás.

Después de un rato, mis amigas y yo teníamos muchos de aquéllos hermosos ejemplares a buen recaudo. Habíamos tenido suerte en esa ocasión y estábamos muy contentas. Sin embargo, un grupo de muchachos menos aplicados en su búsqueda se acercaron a nosotras y entre amenazas y risotadas pretendían despojarnos de nuestro tesoro. Por supuesto, nos resistimos. ¿Qué se habían pensado esos mocosos? Pasados unos minutos la tensión aumentó, empezaron a intentar quitarnos las bolsas por la fuerza y nosotras, al vernos acorraladas echamos a correr despavoridas cada una por un sitio. 

Entonces ocurrió. En mi desesperada carrera por escapar de aquéllos energúmenos, de vez en cuando miraba hacia atrás para comprobar la distancia que me separaba del pelirrojo que me había tomado por su presa. Yo estaba segura de llegar sana y salva a mi portal pues la última vez que giré la cabeza  sobre mis hombros el muchacho había quedado atrás. Sentí un gran alivio y satisfacción. Ya podía reducir la velocidad. Pero no me dio tiempo. De repente la cabeza me retumbó, un  dolor punzante me inundó, como el golpe seco de un martillo. ¡Pon! ¿Cómo no había visto la pared? Todo mi cuerpo se desplomó sobre mis posaderas. Apenas pude sujetarme con ambas manos para no dar con la nuca en el suelo de piedrecitas. Al instante mi garganta se llenó de un grito estridente, inconsolable, mientras que me apretaba la frente tratando de aliviarme. Increíblemente no sangraba, pero rápidamente noté como una forma abultada surgía del lado derecho entre los mechones de mi pelo mojados por el sudor de la carrera. Tenía mucho calor, el rostro me ardía. La protuberancia seguía aumentando y palpitaba, pun, pun, pun. Estaba asustada.

Todos habían desaparecido, así que llorando a moco tendido tapándome la frente me dirigí al bar debajo de mi bloque. Allí estaría mi padre, pensé, como siempre. El hombre al verme llegar de aquélla guisa ni me preguntó. Tampoco hubiera podido responderle, la verdad. Separó mis manos de la cabeza y cuando vio lo que allí tenía echó una carcajada burlona y espetó "¿Pero, cómo te has hecho eso muchacha?" Supongo que mi mirada de derrota y el montón de lágrimas que brotaban de mis ojillos le causaron compasión e inmediatamente trató de consolarme "no pasa nada, no pasa nada" repetía mientras hurgaba en su bolsillo "eso te lo arreglo yo en un momento" "no llores más".
Con su eterno cigarrillo negro entre los labios, mi padre colocó algo frío en el chichón y con un pañuelo lo sujetó alrededor de mi cabeza. Unos minutos después mi estado había mejorado considerablemente. Sentada en una de las sillas del bar el dolor se iba difuminando. Alguna que otra  lágrima resbalaba por mi rostro pero era a causa del humo. 

El remedio fue una enorme moneda de  50 pesetas, de aquéllas con la esfinge de Franco aún, que mantuve bien atada hasta que me fui aquélla noche a la cama. Es posible que durmiera con ella, no lo recuerdo con exactitud. Si bien no desapareció totalmente, es cierto que a la mañana siguiente el bulto era mucho más pequeño y ya no me dolía nada. Luego salió el morado y fue cambiando de color hasta que desapareció y mi frente volvió a lucir en todo su esplendor. Todo un misterio para mi infantil conocimiento. Sin embargo, este episodio permanece en mi memoria con nitidez tanto por el tremendo golpe como por el extraño  sistema utilizado por mi padre. Aunque, según fui creciendo, me sorprendería con otros casos de "medicina alternativa" aplicados por mi padre, mi madre o mi abuela.

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