Descubrí la medicina alternativa siendo una niña,
muchos años antes de que se pusiera de moda ante la ineficacia de la medicina
tradicional en algunas dolencias. Aunque entonces no se usaba ese término tan
intrigante sino que se decía "remedios caseros". Bajo esa familiar
denominación se incluían todas aquéllas técnicas utilizadas para solucionar
problemas de salud de diversa clase mediante fórmulas ancestrales transmitidas
de padres a hijos. Generalmente no se sabía la razón por la que tales remedios
hacían el efecto deseado. Creo que ni se lo cuestionaban. Simplemente funcionaban
y punto.
Mi descubrimiento llegó
una tarde en la que, con la nariz pegada a
los cristales del salón, miraba con ojos vidriosos los pequeños ríos de
gotas que la tormenta iba dejando en ellos. Esperaba, inquieta, que las nubes esponjosas
finalizaran su llanto. Era primavera y el
intenso olor a tierra mojada me invitaba a salir a buscar caracoles apenas
escampaba y volvía a lucir el sol. Aun hoy en día siento ese deseo cuando
llueve. Vivíamos en pleno Pirineo y allí los caracoles eran gigantes, quizás
por la cantidad de hierba que había por doquier. Generalmente eran negros o con
algunas manchas marrones en distintas tonalidades. Su gran cuerpo de gelatina
era también cetrino y al desplazarse con
su gran carga encima, iban dejando un grueso surco brillante por el suelo. En
mi casa no se comían estos grandes ¿moluscos? pero en aquella zona eran
considerados un manjar exquisito. Escargols a llauna. Decían que así cocinados
eran deliciosos. Yo nunca los probé pues a mi madre le daban un asco tremendo.
En cuanto dejó de gotear,
los primeros rayos de sol convirtieron los prados en un espejo. Era el momento.
Bajé la escalera saltando los escalones de dos en dos con una bolsa en la mano
para introducir mi recolección. Pero no fui la única, claro está. Al llegar al
patio había diez o doce niños con las mismas intenciones que yo. Nos hicimos
varios grupos, naturalmente de niños y de niñas por separado y salimos corriendo
como despavoridos hacia los alrededores del edificio que estaba rodeado de
verdes campos y frondosos matorrales. Era el paraíso de cientos de caracoles
pero todos los niños queríamos coger más que los demás.
Después de un rato, mis
amigas y yo teníamos muchos de aquéllos hermosos ejemplares a buen recaudo.
Habíamos tenido suerte en esa ocasión y estábamos muy contentas. Sin embargo,
un grupo de muchachos menos aplicados en su búsqueda se acercaron a nosotras y
entre amenazas y risotadas pretendían despojarnos de nuestro tesoro. Por
supuesto, nos resistimos. ¿Qué se habían pensado esos mocosos? Pasados unos
minutos la tensión aumentó, empezaron a intentar quitarnos las bolsas por la
fuerza y nosotras, al vernos acorraladas echamos a correr despavoridas cada una
por un sitio.
Entonces ocurrió. En mi
desesperada carrera por escapar de aquéllos energúmenos, de vez en cuando
miraba hacia atrás para comprobar la distancia que me separaba del pelirrojo
que me había tomado por su presa. Yo estaba segura de llegar sana y salva a mi
portal pues la última vez que giré la cabeza sobre mis hombros el muchacho había quedado
atrás. Sentí un gran alivio y satisfacción. Ya podía reducir la velocidad. Pero
no me dio tiempo. De repente la cabeza me retumbó, un dolor punzante me inundó, como el golpe seco
de un martillo. ¡Pon! ¿Cómo no había visto la pared? Todo mi cuerpo se desplomó
sobre mis posaderas. Apenas pude sujetarme con ambas manos para no dar con la
nuca en el suelo de piedrecitas. Al instante mi garganta se llenó de un grito
estridente, inconsolable, mientras que me apretaba la frente tratando de
aliviarme. Increíblemente no sangraba, pero rápidamente noté como una forma abultada
surgía del lado derecho entre los mechones de mi pelo mojados por el sudor de
la carrera. Tenía mucho calor, el rostro me ardía. La protuberancia seguía
aumentando y palpitaba, pun, pun, pun. Estaba asustada.
Todos habían
desaparecido, así que llorando a moco tendido tapándome la frente me dirigí al
bar debajo de mi bloque. Allí estaría mi padre, pensé, como siempre. El hombre
al verme llegar de aquélla guisa ni me preguntó. Tampoco hubiera podido
responderle, la verdad. Separó mis manos de la cabeza y cuando vio lo que allí
tenía echó una carcajada burlona y espetó "¿Pero, cómo te has hecho eso
muchacha?" Supongo que mi mirada de derrota y el montón de lágrimas que
brotaban de mis ojillos le causaron compasión e inmediatamente trató de
consolarme "no pasa nada, no pasa nada" repetía mientras hurgaba en
su bolsillo "eso te lo arreglo yo en un momento" "no llores
más".
Con su eterno cigarrillo
negro entre los labios, mi padre colocó algo frío en el chichón y con un
pañuelo lo sujetó alrededor de mi cabeza. Unos minutos después mi estado había
mejorado considerablemente. Sentada en una de las sillas del bar el dolor se
iba difuminando. Alguna que otra lágrima
resbalaba por mi rostro pero era a causa del humo.
El remedio fue una enorme
moneda de 50 pesetas, de aquéllas con la
esfinge de Franco aún, que mantuve bien atada hasta que me fui aquélla noche a
la cama. Es posible que durmiera con ella, no lo recuerdo con exactitud. Si
bien no desapareció totalmente, es cierto que a la mañana siguiente el bulto
era mucho más pequeño y ya no me dolía nada. Luego salió el morado y fue
cambiando de color hasta que desapareció y mi frente volvió a lucir en todo su
esplendor. Todo un misterio para mi infantil conocimiento. Sin embargo, este
episodio permanece en mi memoria con nitidez tanto por el tremendo golpe como
por el extraño sistema utilizado por mi
padre. Aunque, según fui creciendo, me sorprendería con otros casos de
"medicina alternativa" aplicados por mi padre, mi madre o mi abuela.
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