Y de repente, ahí estaba; en el cielo oscuro de la noche, al otro lado de
una plaza de lisa piedra blanca. Unas luces poderosas iluminaban el muro desde
todas direcciones. Parecían flotar, resplandecer. Siempre nos gustaba vernos al
final del día cerca de un lienzo de muralla del castillo de nuestro pueblo para
contarnos nuestras cosas.
Rebeca esa tarde venía descompuesta, pronto se abrazó a mí en medio de un
jipío incontrolable. "Luisa, hemos roto", - me dijo una vez se había
calmado un poco - "después de seis años, mi novio me ha dejado por otra"
- añadió con la mueca de un puchero en su boca -. La tranquilicé como pude,
pues era la mejor amistad que tenía, y ella entendió, a través de mis palabras
de consuelo, que quizás, si hubiera seguido con él, habría sido muy
desgraciada.
Así quedó la cosa, nos despedimos por un largo periodo de tiempo ya que a
causa de mi trabajo, tenía que trasladarme a otra ciudad en el extranjero. Al
principio manteníamos el contacto, pero, poco a poco, el distanciamiento se
hizo más patente.
Pasados unos años, regresé, volvimos a vernos y percibí en mi antigua amiga
un cambio radical cuando me dijo: "He sentido la llamada a la vocación
religiosa. En el momento que sufrí aquel desengaño amoroso me enfadé muchísimo
con Dios, ni de broma me planteaba una vida de creyente, al contrario, mis
planes eran casarme y tener mi propia familia, pero he descubierto que la gente
es capaz de ser feliz sólo cuando abre su mente. Sabes Luisa, todo este tiempo
he asumido mi vida en soledad, he saboreado el silencio y me encontraba
contenta realizando quehaceres simples". Pero Rebeca, sigues siendo joven,
tu proyecto de futuro no puede ser un escapismo de tus obligaciones - le
recriminé -. Piensa que, sin tener que hacerte religiosa, también puedes
contribuir a construir un mundo más humano, más justo y más fraterno.
¿Y tus estudios? - Le pregunté -
"Mis estudios los dejé aparcados, ya no me llenaban". - Respondió
ella ante mi mirada cargada de perplejidad y continuó diciendo -: "he
dedicado todo este tiempo a meditar sobre el ritmo de vida actual, el estrés,
la organización social y laboral, el peligro de la cultura individualista que
acaba convirtiéndonos en islas y que son factores culturales que ponen en
riesgo la posibilidad de opciones permanentes, como ayudar a los demás. En
ciertas situaciones es difícil mantener un estilo de vida cristiano, porque la sociedad
no te invita a ello. Más bien a la inversa, es fácil dejarse llevar por falsos
ídolos como el dinero, el éxito, el poder o problemas banales, cuando, en
realidad, sólo Dios tiene un plan para cada uno. Lo que yo he sentido es una pasión
muy fuerte que abrigo en mi pecho y no creo que trate de esconderme del mundo
ni escaparme de nada, sino que quiero comenzar una existencia más plena y
dichosa. Lo que pretendo hacer, no es una huida de lo terrenal porque en los
conventos no dejan de interceder por la humanidad, rezan en plegaria constante
por sus temores y sus esperanzas, sus gozos y sufrimientos. Sencillamente, la
vida sigue y hay que tomarla como viene, pero un poco de esperanza no viene mal
de vez en cuando".
Observé que, la explicación dada, desvelaba su personalidad íntegra,
sensible y humana, muy humana, que desprendía una emoción íntima, nada forzada.
Yo respeté su decisión, pero le hice ver a Rebeca que me sentía como partida
por la mitad. Mi condición de atea hacía que me resultara contradictorio que
alguien se encadene para siempre por tener una creencia. Comprendo que cada
cultura idolatre a sus dioses: Buda, Mahoma o Krishna, pero condicionar la
existencia propia a una deidad es algo anacrónico para mí.
Se me agolpaban un sin fin de dudas e interrogantes y, como íntima que era
de ella, le requerí respuestas tales como: ¿Tiene sentido la clausura en el
siglo XXI? ¿Cómo han reaccionado tu familia y demás amigos? ¿Te asusta dar el
paso definitivo?
Ella, muy segura y calmada me argumentó con hondura: "Luisa, no quiero
convencerte de nada, tú tienes los pies en el suelo y yo tengo mi propia
filosofía. Sé que mi decisión no encabezará titulares en ningún medio de
comunicación, pero todo es más fácil de lo que parece, la clausura es el
epicentro de la Iglesia, es vital ahora y siempre, porque es la oración la que
sustenta la verdadera Fe en el mundo y te ayuda a saber parar, aprender a
ceder, reconocer los propios límites sin que eso suponga un fracaso. En mi
familia y amigos he encontrado respeto, con respuestas del tipo - si tú eres feliz,
pues ya está -, fíjate que mi padre, antes de conocer mi decisión, me preguntó
si había encontrado trabajo, a lo que yo le contesté: sí papá - uno fijo para
siempre -. Y mi madre está emocionada, ahora ha entendido qué hacía esa
figurita de Santa Teresa tantos años en la habitación de su hija. ¿Dudas de si
me asusta dar el paso hacia la clausura? No sólo no me asusta, sino que la amo,
¡es lo que quiero para mi vida! Pienso que será como una paradoja: allí dentro
me sentiré una mujer muy libre. Hace ya algún tiempo que vi muy clara mi
vocación aunque no os lo he comunicado hasta hace poco. Mira, en fechas recientes,
estuve en un monasterio de monjas clarisas durante dos semanas para una experiencia
de vida monástica. Dos semanas que no olvidaré jamás: el tiempo pautado con el
sonido de la campana, la llamaba al coro para las horas canónicas; los largos
paseos por el huerto, los almuerzos en silencio o en alegría los días festivos,
los recreos y los momentos de soledad en la celda o en la penumbra del claustro.
Todo fue perfecto, edificante, sano".
Rebeca inició el noviciado después de un periodo de adaptación de seis
meses, en el que, de forma excepcional, pudo recibir la visita de sus padres.
Transcurridos tres años, profesó los votos de pobreza, castidad y obediencia. A
partir de ese momento, se le empezó a llamar Sor Rebeca del Corazón de Jesús y
María y comenzó a vestir un hábito y unas sandalias de suelas de esparto
dedicando su vida a la oración y al trabajo, que también es oración. Tras las
rejas de la clausura, un día, con cierta desazón, fui a visitarla al convento y
me comentó con una amplia sonrisa: "Luisa, cuando me consagré fue una
ceremonia muy espiritual y privada, el día más hermoso de mi vida. El sacerdote
me puso el anillo en el dedo como signo de esta unión y me declaró esposa de Jesús,
después de haber recitado la fórmula de consagración". A través de la
claustrofóbica celosía que nos separaba, con el brillo del titilante pábilo de
las velas encendidas reflejado en sus retinas, pude escuchar a la hermana sor
Rebeca afirmar con serenidad y convicción: "la clausura no es difícil, porque
no se entiende como - encerrarse - dentro de unos muros, sino todo lo
contrario, es - salir - del mundo para encontrarte con Dios. La clausura se
vive desde el corazón".
Aquella fría mañana, me marché de aquel lugar de recogimiento monacal que rezumaba
armonía, reconfortada y muy tranquila, mi amiga, al fin, era feliz, había encontrado
su verdadero amor.