miércoles, 30 de noviembre de 2016

Vida contemplativa, por José Miguel Rubio



Y de repente, ahí estaba; en el cielo oscuro de la noche, al otro lado de una plaza de lisa piedra blanca. Unas luces poderosas iluminaban el muro desde todas direcciones. Parecían flotar, resplandecer. Siempre nos gustaba vernos al final del día cerca de un lienzo de muralla del castillo de nuestro pueblo para contarnos nuestras cosas.

Rebeca esa tarde venía descompuesta, pronto se abrazó a mí en medio de un jipío incontrolable. "Luisa, hemos roto", - me dijo una vez se había calmado un poco - "después de seis años, mi novio me ha dejado por otra" - añadió con la mueca de un puchero en su boca -. La tranquilicé como pude, pues era la mejor amistad que tenía, y ella entendió, a través de mis palabras de consuelo, que quizás, si hubiera seguido con él, habría sido muy desgraciada.

Así quedó la cosa, nos despedimos por un largo periodo de tiempo ya que a causa de mi trabajo, tenía que trasladarme a otra ciudad en el extranjero. Al principio manteníamos el contacto, pero, poco a poco, el distanciamiento se hizo más patente.

Pasados unos años, regresé, volvimos a vernos y percibí en mi antigua amiga un cambio radical cuando me dijo: "He sentido la llamada a la vocación religiosa. En el momento que sufrí aquel desengaño amoroso me enfadé muchísimo con Dios, ni de broma me planteaba una vida de creyente, al contrario, mis planes eran casarme y tener mi propia familia, pero he descubierto que la gente es capaz de ser feliz sólo cuando abre su mente. Sabes Luisa, todo este tiempo he asumido mi vida en soledad, he saboreado el silencio y me encontraba contenta realizando quehaceres simples". Pero Rebeca, sigues siendo joven, tu proyecto de futuro no puede ser un escapismo de tus obligaciones - le recriminé -. Piensa que, sin tener que hacerte religiosa, también puedes contribuir a construir un mundo más humano, más justo y más fraterno.

¿Y tus estudios? - Le pregunté -
"Mis estudios los dejé aparcados, ya no me llenaban". - Respondió ella ante mi mirada cargada de perplejidad y continuó diciendo -: "he dedicado todo este tiempo a meditar sobre el ritmo de vida actual, el estrés, la organización social y laboral, el peligro de la cultura individualista que acaba convirtiéndonos en islas y que son factores culturales que ponen en riesgo la posibilidad de opciones permanentes, como ayudar a los demás. En ciertas situaciones es difícil mantener un estilo de vida cristiano, porque la sociedad no te invita a ello. Más bien a la inversa, es fácil dejarse llevar por falsos ídolos como el dinero, el éxito, el poder o problemas banales, cuando, en realidad, sólo Dios tiene un plan para cada uno. Lo que yo he sentido es una pasión muy fuerte que abrigo en mi pecho y no creo que trate de esconderme del mundo ni escaparme de nada, sino que quiero comenzar una existencia más plena y dichosa. Lo que pretendo hacer, no es una huida de lo terrenal porque en los conventos no dejan de interceder por la humanidad, rezan en plegaria constante por sus temores y sus esperanzas, sus gozos y sufrimientos. Sencillamente, la vida sigue y hay que tomarla como viene, pero un poco de esperanza no viene mal de vez en cuando".

Observé que, la explicación dada, desvelaba su personalidad íntegra, sensible y humana, muy humana, que desprendía una emoción íntima, nada forzada. Yo respeté su decisión, pero le hice ver a Rebeca que me sentía como partida por la mitad. Mi condición de atea hacía que me resultara contradictorio que alguien se encadene para siempre por tener una creencia. Comprendo que cada cultura idolatre a sus dioses: Buda, Mahoma o Krishna, pero condicionar la existencia propia a una deidad es algo anacrónico para mí.

Se me agolpaban un sin fin de dudas e interrogantes y, como íntima que era de ella, le requerí respuestas tales como: ¿Tiene sentido la clausura en el siglo XXI? ¿Cómo han reaccionado tu familia y demás amigos? ¿Te asusta dar el paso definitivo?

Ella, muy segura y calmada me argumentó con hondura: "Luisa, no quiero convencerte de nada, tú tienes los pies en el suelo y yo tengo mi propia filosofía. Sé que mi decisión no encabezará titulares en ningún medio de comunicación, pero todo es más fácil de lo que parece, la clausura es el epicentro de la Iglesia, es vital ahora y siempre, porque es la oración la que sustenta la verdadera Fe en el mundo y te ayuda a saber parar, aprender a ceder, reconocer los propios límites sin que eso suponga un fracaso. En mi familia y amigos he encontrado respeto, con respuestas del tipo - si tú eres feliz, pues ya está -, fíjate que mi padre, antes de conocer mi decisión, me preguntó si había encontrado trabajo, a lo que yo le contesté: sí papá - uno fijo para siempre -. Y mi madre está emocionada, ahora ha entendido qué hacía esa figurita de Santa Teresa tantos años en la habitación de su hija. ¿Dudas de si me asusta dar el paso hacia la clausura? No sólo no me asusta, sino que la amo, ¡es lo que quiero para mi vida! Pienso que será como una paradoja: allí dentro me sentiré una mujer muy libre. Hace ya algún tiempo que vi muy clara mi vocación aunque no os lo he comunicado hasta hace poco. Mira, en fechas recientes, estuve en un monasterio de monjas clarisas durante dos semanas para una experiencia de vida monástica. Dos semanas que no olvidaré jamás: el tiempo pautado con el sonido de la campana, la llamaba al coro para las horas canónicas; los largos paseos por el huerto, los almuerzos en silencio o en alegría los días festivos, los recreos y los momentos de soledad en la celda o en la penumbra del claustro. Todo fue perfecto, edificante, sano".

Rebeca inició el noviciado después de un periodo de adaptación de seis meses, en el que, de forma excepcional, pudo recibir la visita de sus padres. Transcurridos tres años, profesó los votos de pobreza, castidad y obediencia. A partir de ese momento, se le empezó a llamar Sor Rebeca del Corazón de Jesús y María y comenzó a vestir un hábito y unas sandalias de suelas de esparto dedicando su vida a la oración y al trabajo, que también es oración. Tras las rejas de la clausura, un día, con cierta desazón, fui a visitarla al convento y me comentó con una amplia sonrisa: "Luisa, cuando me consagré fue una ceremonia muy espiritual y privada, el día más hermoso de mi vida. El sacerdote me puso el anillo en el dedo como signo de esta unión y me declaró esposa de Jesús, después de haber recitado la fórmula de consagración". A través de la claustrofóbica celosía que nos separaba, con el brillo del titilante pábilo de las velas encendidas reflejado en sus retinas, pude escuchar a la hermana sor Rebeca afirmar con serenidad y convicción: "la clausura no es difícil, porque no se entiende como - encerrarse - dentro de unos muros, sino todo lo contrario, es - salir - del mundo para encontrarte con Dios. La clausura se vive desde el corazón".

Aquella fría mañana, me marché de aquel lugar de recogimiento monacal que rezumaba armonía, reconfortada y muy tranquila, mi amiga, al fin, era feliz, había encontrado su verdadero amor.

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