Marcelo estaba
sumido en un sopor cercano al sueño. El sol le acariciaba la piel desnuda dulcemente.
Recostado en su diván, se abanicaba con una gran hoja de palma. Había comido sobre
las dos, como siempre. Un buen filete de cerdo ibérico y una copa de vino
tinto.
La dieta no era
muy variada, pero suficiente. Manix, su cuidadora, jamás le dirigía la palabra,
pero le servía bien. Nunca se preguntaba por qué los vantianos no le daban de
comer otra cosa. Tampoco se preguntaba por qué tenía invariablemente las mismas
rutinas. Comer, dormir, luchar, aparearse y las reuniones de adoctrinamiento.
Sus necesidades
básicas estaban cubiertas y al menor signo de enfermedad era atendido por un
doctor vantiano, cuyos consejos y ungüentos obraban auténticos milagros. Pensó
que debía dormir un rato, porque por la tarde tocaba lucha, y el entrenamiento resultaba
mucho más satisfactorio cuando se estaba bien despierto. Su vida discurría plácidamente,
sin complicaciones, aunque algunas veces sentía una congoja inexplicable. Sólo veía
a otros seres humanos en las tardes de lucha, en las reuniones y en las fiestas
de apareamiento.
Las mujeres le
parecían unos seres enigmáticos y fascinantes, con sus turgentes senos
enhiestos, el cabello largo y enredado y la mirada salvaje. Pero sólo podía
relacionarse con ellas en las fiestas, y pese a tener todo lo que deseaba, muchas
veces añoraba la compañía de otro ser humano, ya fuera hombre o mujer. Como
siempre que sentía que la tristeza le subía por la garganta, releyó los pasajes
más duros de su gastado libro de cabecera, “Los salvadores vantianos”, y se
convenció de que era afortunado por vivir en un mundo libre de guerras, hambre
y sed. Según el libro, traducido a todos los idiomas terrestres, hacía 130 años
que llegó a la Tierra proveniente de Vant, un planeta desconocido hasta ese
momento, una expedición de alienígenas que se encontraron el planeta azul en el
peor de los estados.
Los terrestres
estaban enzarzados en una guerra global salvaje y despiadada que diezmaba la
población a pasos agigantados. Los autóctonos tenían hambre y sed, porque el
agua era un bien muy preciado que escaseaba cada vez más, y las mujeres y los
niños prácticamente habían desaparecido de la faz del planeta. En medio de este
escenario desolador, los vantianos tomaron las riendas, y con la ayuda de un ejército
humano que quería terminar con la guerra de una vez por todas, exterminaron a
la población rebelde y crearon un mundo nuevo en el que convivían pacíficamente
con los hombres y las mujeres que los ayudaron a imponer un nuevo orden mundial.
Inquieto, hojeó el libro con desidia pero esta vez no surtió efecto.
Quería escapar,
ver a otros como él fuera del rígido círculo vantiano, pero aún recordaba la
última reunión de adoctrinamiento. Gluck, su educador, les metió el miedo en el
cuerpo hablándoles de esa guerra infame que estuvo a punto de acabar con la
raza humana y les instó a comportarse de forma obediente y sumisa, por su
propio bien. Las relaciones con otros seres humanos eran perniciosas, solo
podían desembocar en dolor y muerte. Los vantianos siempre cuidarían de ellos,
y si se comportaban como debían, jamás les faltaría nada. Se relajó. Los ojos,
pesados como piedras, se le cerraron, y dejándose llevar por el sopor y la leve
caricia de la brisa se durmió.
Manix lo despertó
zarandeándolo. Había dormido profundamente. Debía prepararse para la lucha. Ella,
como siempre, lo ayudó a vestirse, pero esta vez no le puso la toga de algodón,
sino una preciosa túnica corta de seda bordada. No hizo preguntas. Manix lo
condujo en silencio hacia un lugar que no había visto antes, una especie de
recinto circular bastante imponente. Marcelo se asustó. Se escuchaban gritos en
vantiano que él no entendía. Cuando llegaron a la puerta Manix se alejó, y dos
escoltas vantianos armados acompañaron a Marcelo al interior del recinto y lo dejaron
justo en el centro, un inmenso espacio cubierto de albero en el que había otro
hombre tan desconcertado como él. Les dieron una espada a cada uno y se marcharon.
Los dos hombrecillos miraron a su alrededor horrorizados. Estaban rodeados por
cuatro hileras de gradas superpuestas en las que se hacinaban cientos de
vantianos vociferantes. Les brillaban los ojos grises con una fiereza
inusitada, y sus antenas se movían con violencia.
- A veces siento
lástima por los humanos - le susurró una vantiana a su compañera en la grada.- Cuando
los veo aquí, tan desvalidos, luchando por su vida.
- No veo por qué -
contestó la otra-. Los cuidamos y los alimentamos bien. Ellos son torpes e inútiles,
no saben cuidarse solos. De no ser por nosotros se habrían extinguido hace
tiempo. Tienen una buena vida y ahora mueren con honor. Y ahora calla, que va a
empezar la lucha.
Marcelo miró a su
oponente un breve instante. Así que para eso los entrenaban. Comprendió que para
seguir viviendo como hasta entonces debía luchar y vencer. Los vantianos
seguirían cuidando de él. La sangre le palpitaba en las sienes. Un grito desgarrador
se abrió paso hasta su boca desde lo más profundo de sus entrañas y se abalanzó
con la espada en alto sobre su rival.
Vencer o morir.
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