miércoles, 30 de noviembre de 2016

Los salvadores, por Mar Rojo



Marcelo estaba sumido en un sopor cercano al sueño. El sol le acariciaba la piel desnuda dulcemente. Recostado en su diván, se abanicaba con una gran hoja de palma. Había comido sobre las dos, como siempre. Un buen filete de cerdo ibérico y una copa de vino tinto.

La dieta no era muy variada, pero suficiente. Manix, su cuidadora, jamás le dirigía la palabra, pero le servía bien. Nunca se preguntaba por qué los vantianos no le daban de comer otra cosa. Tampoco se preguntaba por qué tenía invariablemente las mismas rutinas. Comer, dormir, luchar, aparearse y las reuniones de adoctrinamiento. 

Sus necesidades básicas estaban cubiertas y al menor signo de enfermedad era atendido por un doctor vantiano, cuyos consejos y ungüentos obraban auténticos milagros. Pensó que debía dormir un rato, porque por la tarde tocaba lucha, y el entrenamiento resultaba mucho más satisfactorio cuando se estaba bien despierto. Su vida discurría plácidamente, sin complicaciones, aunque algunas veces sentía una congoja inexplicable. Sólo veía a otros seres humanos en las tardes de lucha, en las reuniones y en las fiestas de apareamiento.

Las mujeres le parecían unos seres enigmáticos y fascinantes, con sus turgentes senos enhiestos, el cabello largo y enredado y la mirada salvaje. Pero sólo podía relacionarse con ellas en las fiestas, y pese a tener todo lo que deseaba, muchas veces añoraba la compañía de otro ser humano, ya fuera hombre o mujer. Como siempre que sentía que la tristeza le subía por la garganta, releyó los pasajes más duros de su gastado libro de cabecera, “Los salvadores vantianos”, y se convenció de que era afortunado por vivir en un mundo libre de guerras, hambre y sed. Según el libro, traducido a todos los idiomas terrestres, hacía 130 años que llegó a la Tierra proveniente de Vant, un planeta desconocido hasta ese momento, una expedición de alienígenas que se encontraron el planeta azul en el peor de los estados.

Los terrestres estaban enzarzados en una guerra global salvaje y despiadada que diezmaba la población a pasos agigantados. Los autóctonos tenían hambre y sed, porque el agua era un bien muy preciado que escaseaba cada vez más, y las mujeres y los niños prácticamente habían desaparecido de la faz del planeta. En medio de este escenario desolador, los vantianos tomaron las riendas, y con la ayuda de un ejército humano que quería terminar con la guerra de una vez por todas, exterminaron a la población rebelde y crearon un mundo nuevo en el que convivían pacíficamente con los hombres y las mujeres que los ayudaron a imponer un nuevo orden mundial. Inquieto, hojeó el libro con desidia pero esta vez no surtió efecto.

Quería escapar, ver a otros como él fuera del rígido círculo vantiano, pero aún recordaba la última reunión de adoctrinamiento. Gluck, su educador, les metió el miedo en el cuerpo hablándoles de esa guerra infame que estuvo a punto de acabar con la raza humana y les instó a comportarse de forma obediente y sumisa, por su propio bien. Las relaciones con otros seres humanos eran perniciosas, solo podían desembocar en dolor y muerte. Los vantianos siempre cuidarían de ellos, y si se comportaban como debían, jamás les faltaría nada. Se relajó. Los ojos, pesados como piedras, se le cerraron, y dejándose llevar por el sopor y la leve caricia de la brisa se durmió.

Manix lo despertó zarandeándolo. Había dormido profundamente. Debía prepararse para la lucha. Ella, como siempre, lo ayudó a vestirse, pero esta vez no le puso la toga de algodón, sino una preciosa túnica corta de seda bordada. No hizo preguntas. Manix lo condujo en silencio hacia un lugar que no había visto antes, una especie de recinto circular bastante imponente. Marcelo se asustó. Se escuchaban gritos en vantiano que él no entendía. Cuando llegaron a la puerta Manix se alejó, y dos escoltas vantianos armados acompañaron a Marcelo al interior del recinto y lo dejaron justo en el centro, un inmenso espacio cubierto de albero en el que había otro hombre tan desconcertado como él. Les dieron una espada a cada uno y se marcharon. Los dos hombrecillos miraron a su alrededor horrorizados. Estaban rodeados por cuatro hileras de gradas superpuestas en las que se hacinaban cientos de vantianos vociferantes. Les brillaban los ojos grises con una fiereza inusitada, y sus antenas se movían con violencia.

- A veces siento lástima por los humanos - le susurró una vantiana a su compañera en la grada.- Cuando los veo aquí, tan desvalidos, luchando por su vida.

- No veo por qué - contestó la otra-. Los cuidamos y los alimentamos bien. Ellos son torpes e inútiles, no saben cuidarse solos. De no ser por nosotros se habrían extinguido hace tiempo. Tienen una buena vida y ahora mueren con honor. Y ahora calla, que va a empezar la lucha.

Marcelo miró a su oponente un breve instante. Así que para eso los entrenaban. Comprendió que para seguir viviendo como hasta entonces debía luchar y vencer. Los vantianos seguirían cuidando de él. La sangre le palpitaba en las sienes. Un grito desgarrador se abrió paso hasta su boca desde lo más profundo de sus entrañas y se abalanzó con la espada en alto sobre su rival.

Vencer o morir.

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