martes, 22 de noviembre de 2016

El olor del desprecio, por María del Mar Quesada Lara



¡Otra vez ese dichoso olor! ¡Odio el olor del alpechín! 

Ya sé que no es agradable para nadie, pero ese olor es doblemente repugnante para mí, pues me devuelve a aquellos años de la postguerra en los que el hijo de una madre soltera y de un hombre casado, de un pueblo pequeño, era observado y despellejado con la vista constantemente. Mi madre me decía que me miraban y murmuraban porque tenía unos ojos muy bonitos, pero yo me miraba en el espejo de mi abuela y solo veía unos ojos de color pardo e indefinido con unas cejas rubias muy espesas. Llevaba nueve años creyendo que mi padre había muerto en la guerra, la versión oficial de mi madre y mi abuela. Así que cuando oía susurros a mi paso, «Es el que más se le parece», «es clavado al padre» «Es que no puede negar que es hijo suyo», yo me imaginaba que mi padre había sido una persona muy querida y conocida en el pueblo. 

 Anita, la pandera, siempre me trataba muy bien, a escondidas de mi madre me daba algún caramelo de anís o de miel. Una vez le pregunté porque me daba tantos regalos y a otros niños no, me contestó que le recordaba a su hermano pequeño. Otro día me contó que mi verdadero padre no había muerto, que estaba vivo y vivía en el pueblo. Le prometí no decir nada a nadie si me decía quién era. Así que, una mañana me señaló quién era mi padre, con la ilusión y la inocencia adheridas a mi cuerpo lo seguí hasta la taberna. Empecé a sentir calor en el estómago y hormigas recorriendo mis venas, de pronto me sentí valiente, valor que nunca había tenido para enfrentarme a nadie, sencillamente porque no me gustan las disputas. Esperé a que pidiera su vino y le diera su primer sorbo. Aquel gesto lo hice mío, como si yo fuera un hombre de aquellos y sin mediar un saludo, le pregunté: ¿Es usted mi padre?... Él se volvió hacia mí y en su mirada vi nuestros ojos llenos de sorpresa, angustia y miedo. En ese momento, el engañoso valor se esfumó de mi sangre y tuve ganas de llorar, solo tuve fuerzas para tirar de la manga de su camisa y pedir lo que cualquier niño pide cuando se siente indefenso y que ninguno de aquellos hombres de la taberna hubiera pedido nunca: «¿Me puede dar un abrazo, padre?». El silencio se hizo de pronto en aquel santuario de hombres y todas las miradas se dirigieron, esta vez, a mi padre.

Tan solo obtuve su silencio y su espalda por respuesta, el hombre mayor que estaba a su lado me puso su gran mano en el hombro y mirándome a los ojos con severidad, me dijo «Este hombre no existe para ti, ¿entendido niño?». Mi deseo de sentir rabia para quedarme y pedir explicaciones, desapareció en el mismo momento que sentí la daga del rechazo de mi padre cuando no se dignó a mirarme.  Salí corriendo de allí y cuando me di cuenta estaba en mitad del olivar. El olor del alpechín y el dolor del desprecio me hicieron vomitar. Era tan fuerte el dolor del estómago y del corazón que creí que me iba a morir allí mismo, solo. Cuando me encontraron estaba aterido de frío, con los ojos enrojecidos por llanto, los vómitos secos en mi ropa y el olor del alpechín en mi alma.



Cuando mi madre supo la causa de mi malestar y viéndose descubierta por mí, nos mudamos a un pueblo del norte, donde una viuda con un hijo era lo más común en aquellos años. Han pasado sesenta años desde aquel verano, he tenido una vida humilde y sencilla, pero me he encargado de que a mis tres hijos no les falten abrazos, caricias y besos. Jamás me permití dedicarle ni un segundo a aquel día. Para mí, mi padre había vivido y muerto en el mismo día. Lo enterré vivo en aquel olivar.
Sin embargo, una noticia que no esperaba, llegó hace unos días. Mi hija, gracias a su curiosidad, al Alzheimer de mi madre y al maldito internet ha encontrado a mi familia paterna, la del hombre de la taberna. Me contó que había averiguado que Anita, la panadera, era mi tía, que mi padre tenía un hijo cinco años mayor que yo. Curiosamente desde mi nacimiento, a mi padre siempre lo acompañaba aquel hombre mayor, su suegro.

Recibí la noticia sin interés, pero ahora solo puedo pensar que tengo un hermano que nunca me buscó, aunque conocía mi existencia, que me ha negado ante todos para borrar todas lágrimas que derramó su madre por la vergüenza de mi presencia, y que me espetó la frase lapidaria «usted no existe para mí», el día que me atreví a llamarlo por teléfono alentado por mi hija.

El resentimiento y el odio han despertado mi alma tranquila como un oso que ha estado hibernando durante años. No me gusta lo que siento, me arruga el corazón y me oprime el alma. Ahora todas las noches vuelvo a estar en aquel olivar, vuelvo a oler el fétido alpechín, vuelvo a sentir los vómitos ahogando mi garganta, vuelvo a vivir que me estoy muriendo, que mi vida se escapa en la soledad más angustiosa y que mi única compañía es el abrazo del desprecio de aquel hombre de la taberna. 

El nauseabundo olor es tan real que sé que una noche no despertaré.

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