¡Otra vez ese dichoso olor! ¡Odio
el olor del alpechín!
Ya sé que no es agradable para
nadie, pero ese olor es doblemente repugnante para mí, pues me devuelve a
aquellos años de la postguerra en los que el hijo de una madre soltera y de un
hombre casado, de un pueblo pequeño, era observado y despellejado con la vista
constantemente. Mi madre me decía que me miraban y murmuraban porque tenía unos
ojos muy bonitos, pero yo me miraba en el espejo de mi abuela y solo veía unos
ojos de color pardo e indefinido con unas cejas rubias muy espesas. Llevaba
nueve años creyendo que mi padre había muerto en la guerra, la versión oficial
de mi madre y mi abuela. Así que cuando oía susurros a mi paso, «Es el que más se le parece», «es
clavado al padre» «Es que no puede negar que es hijo suyo», yo me imaginaba que mi padre
había sido una persona muy querida y conocida en el pueblo.
Anita, la pandera, siempre me trataba muy bien, a escondidas
de mi madre me daba algún caramelo de anís o de miel. Una vez le pregunté
porque me daba tantos regalos y a otros niños no, me contestó que le recordaba
a su hermano pequeño. Otro día me contó que mi verdadero padre no había muerto,
que estaba vivo y vivía en el pueblo. Le prometí no decir nada a nadie si me
decía quién era. Así que, una mañana me señaló quién era mi padre, con la
ilusión y la inocencia adheridas a mi cuerpo lo seguí hasta la taberna. Empecé
a sentir calor en el estómago y hormigas recorriendo mis venas, de pronto me
sentí valiente, valor que nunca había tenido para enfrentarme a nadie,
sencillamente porque no me gustan las disputas. Esperé a que pidiera su vino y
le diera su primer sorbo. Aquel gesto lo hice mío, como si yo fuera un hombre
de aquellos y sin mediar un saludo, le pregunté: ¿Es usted mi padre?... Él se volvió hacia mí y en su mirada vi
nuestros ojos llenos de sorpresa, angustia y miedo. En ese momento, el engañoso
valor se esfumó de mi sangre y tuve ganas de llorar, solo tuve fuerzas para tirar
de la manga de su camisa y pedir lo que cualquier niño pide cuando se siente
indefenso y que ninguno de aquellos hombres de la taberna hubiera pedido nunca:
«¿Me puede dar un abrazo, padre?». El
silencio se hizo de pronto en aquel santuario de hombres y todas las miradas se
dirigieron, esta vez, a mi padre.
Tan solo obtuve su silencio y su espalda por respuesta, el
hombre mayor que estaba a su lado me puso su gran mano en el hombro y mirándome
a los ojos con severidad, me dijo «Este
hombre no existe para ti, ¿entendido niño?». Mi deseo de sentir rabia para quedarme
y pedir explicaciones, desapareció en el mismo momento que sentí la daga del rechazo
de mi padre cuando no se dignó a mirarme.
Salí corriendo de allí y cuando me di cuenta estaba en mitad del olivar.
El olor del alpechín y el dolor del desprecio me hicieron vomitar. Era tan
fuerte el dolor del estómago y del corazón que creí que me iba a morir allí mismo,
solo. Cuando me encontraron estaba aterido de frío, con los ojos enrojecidos
por llanto, los vómitos secos en mi ropa y el olor del alpechín en mi alma.
Cuando mi madre supo la causa de
mi malestar y viéndose descubierta por mí, nos mudamos a un pueblo del norte,
donde una viuda con un hijo era lo más común en aquellos años. Han pasado
sesenta años desde aquel verano, he tenido una vida humilde y sencilla, pero me
he encargado de que a mis tres hijos no les falten abrazos, caricias y besos.
Jamás me permití dedicarle ni un segundo a aquel día. Para mí, mi padre había
vivido y muerto en el mismo día. Lo enterré vivo en aquel olivar.
Sin embargo, una noticia que no
esperaba, llegó hace unos días. Mi hija, gracias a su curiosidad, al Alzheimer
de mi madre y al maldito internet ha encontrado a mi familia paterna, la del
hombre de la taberna. Me contó que había averiguado que Anita, la panadera, era
mi tía, que mi padre tenía un hijo cinco años mayor que yo. Curiosamente desde
mi nacimiento, a mi padre siempre lo acompañaba aquel hombre mayor, su suegro.
Recibí la noticia sin interés, pero
ahora solo puedo pensar que tengo un hermano que nunca me buscó, aunque conocía
mi existencia, que me ha negado ante todos para borrar todas lágrimas que
derramó su madre por la vergüenza de mi presencia, y que me espetó la frase
lapidaria «usted no existe para mí»,
el día que me atreví a llamarlo por teléfono alentado por mi hija.
El resentimiento y el odio han
despertado mi alma tranquila como un oso que ha estado hibernando durante años.
No me gusta lo que siento, me arruga el corazón y me oprime el alma. Ahora todas
las noches vuelvo a estar en aquel olivar, vuelvo a oler el fétido alpechín,
vuelvo a sentir los vómitos ahogando mi garganta, vuelvo a vivir que me estoy
muriendo, que mi vida se escapa en la soledad más angustiosa y que mi única
compañía es el abrazo del desprecio de aquel hombre de la taberna.
El nauseabundo olor es tan real
que sé que una noche no despertaré.
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