miércoles, 9 de noviembre de 2016

El valor de la música, por José Miguel Rubio




Había entrado con parsimonia en el escenario llevando un  paso  decidido hasta subirse en la tarima. El corazón cabalgaba dentro de su pecho con fuertes latidos debido a la emoción del momento. Realizó un breve saludo con una ligera genuflexión dirigida al patio de butacas por los aplausos de cortesía que estaba recibiendo y giró su cuerpo muy despacio ndole la espalda. Abrió la carpeta situada encima del atril que contenía las partituras y, con un leve pestañeo, fijó su vista en la primera obra conocida que se iba a interpretar. Observó de izquierda a derecha a todos los músicos que, en mero de setenta, formaban la orquesta sinfónica que tenía bajo su dirección. Se hizo un rotundo silencio en el gentío asistente, ya nadie tosía ni bisbiseaba, dio unos golpecitos con la batuta, levantó con templanza los brazos asiendo delicadamente la varilla de madera con sus largos dedos de pianista de la mano derecha y, a conciencia, proporcionó un pequeño lapso de tiempo a los maestros para facilitarles su concentración.

Con un giro enérgico de muñeca ordenó el inicio de las primeras notas en "do sostenido" del concierto, cosa que ejecutaron con maestría algunos solistas de los instrumentos de cuerda. Con virtuosismo, pronto se le encadenaron en el siguiente movimiento los de viento madera y los de viento metal, mientras los encargados de la percusión, aguardaban con una tensión contenida atentos a que su director les diera paso. La melodía de la Sonata Opus 18 que se estaba produciendo en clave "si bemol", era acompasada y precisa, ejecutada con rigor matemático en un "tempo" no demasiado rápido "Allegro Ma Nom Tropo". No en vano, lo habían estado ensayando semanas antes.

En los mpanos del blico asistente en el auditorio penetraban con potencia y deleite el lenguaje sonoro de los signos musicales que llenaban el aire y que estaban escritos con claridad en los pentagramas. Se entremezclaban con exactitud milimétrica fusas y semifusas, corcheas y semicorcheas, tonos altos y bajos, graves y agudos formando unos preciosos acordes y perfectos registros que se involucraban con una magfica armonía en las Sinfonías del estilo Barroco seleccionadas para el programa, tan meritorias, que hubieran sido de la satisfacción de su compositor, nada menos que Johann Sebastian Bach.


El recital, auspiciado por el ayuntamiento de la ciudad, fue un éxito categórico. El consistorio se empeñó en que fuera alguien nacido en el municipio quien dirigiera a la filarmónica contratada para el acontecimiento y elig a Juan Carlos Cañada. Su alcalde apos fuerte por este joven director y compositor pues sabía que era su primer concierto de esa envergadura, pero también conocía la trayectoria musical y su valía. Cuando concluyó el espectáculo, el primer edil, un hombre culto y educado, fue a saludarle y estrechándole la mano entre bastidores le dijo con una amplia sonrisa: "me he levantado de mi butaca con el espíritu reconfortado por tanta  grandeza,  estoy seguro de que la buena música alarga la vida".

El director de orquesta, cuando le dieron la noticia de su elección para el evento mostró agradecimiento, pero al mismo tiempo, experimentó un gran peso por la responsabilidad que representaba. Debido a su gran humildad no buscaba el reconocimiento público, en su horizonte no había pretensión de alcanzar ningún triunfo personal, pero, al mismo tiempo, estaba convencido de su profesionalidad, tenía plena convicción de que lo haría bien. Confiaba en los más de treinta años de estudio, entre conservatorio, piano, orquestación, armonía y composición, que llevaba desde que era un crío de seis añitos.

"Heritage" le llaman los ingleses al legado o patrimonio recibido de las pasadas generaciones, solía decirse a menudo para sus adentros en íntimo soliloquio y por ello, recordaba con cariño a Juan, su  padre, sastre  de profesión, ya fallecido, acompañándolo con su contumaz cojera al centro de formación para que iniciara los primeros escarceos con el solfeo y la escala musical, el cual, como buen melómano, pareciera mostrarle con vehemencia el mundo que él veía a través de la música. En el fondo, quería que su hijo fuera alguien importante en la vida, por eso actuaba desde la sombra y de forma discreta, tratando siempre de persuadir e inocular los beneficios que este arte proporciona a las personas de cualquier edad, especialmente para el desarrollo personal y humano de todos los niños y adolescentes.  Su  ascendiente estaba convencido que la actividad musical mejoraba la expresión, el lenguaje, el proceso del razonamiento, el lculo numérico y casi todas las áreas del saber. También le explicaba que ayudaba a conseguir el dominio del cuerpo liberándolo del estrés y de las tensiones; afirmaba en definitiva, que aportaba madurez al estudiante y le hacía mejor persona.


Juan Carlos, rememorando las ensanzas de su querido familiar, sentenciaba que únicamente un chiquillo puede percibir cuándo una pasión es sincera, una capacidad que al hacernos adultos se suele perder y adía que la memoria de una persona reside en sus afectos y en sus abrazos.

oraba con nostalgia aquel tiempo, ya remoto, que formaba parte de su particular historia familiar, cuando, siendo pequeño, acompañaba a su padre dándole la mano en los desfiles procesionales de la Semana Santa. A él le gustaba oír al aire libre a las bandas de música y decía que era un lujo al alcance de todos escucharlas gratis. Su progenitor fue un gran devoto del Cristo de las Aguas y le hizo prometer antes de dejar este mundo que algún día le tendría que componer una marcha procesional dedicada a esa imagen sagrada. El músico le debía tanto a aquel que le dio la vida que, ya en edad madura, en cuanto tuvo los conocimientos suficientes, cumplió la promesa realizando una composición musical conmovedora, íntima, delicada, exquisita y elegante, digna de un compositor ya consumado.

Hoy, este profesor vocacional al que le gusta la cercanía, que es donde se palpan las emociones, se consagra, con la más absoluta discreción y anonimato, a la labor pedagógica en el conservatorio, en donde, con sutileza y estilo, instruye e inculca la música a los más jóvenes intentando remover sus sentimientos y las sensaciones artísticas que posean y que, como a él le ocurría cuando escuchaba a diario en el taller de sastrería de su casa, descubran la efervescencia de Mozart, la grandeza de Wagner, la fuerza de Beethoven, el embrujo de Falla, el gozo festivo de Strauss y la riqueza espiritual de todo el repertorio clásico universal para que ya no puedan vivir sin ese valioso alimento para su alma.

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