jueves, 24 de noviembre de 2016

Memoria abatida, por María del Mar Quesada




¿Recuerdas aquel día en la verbena cuando descubriste al amor de tu vida? 

Tú ya lo conocías de antes, habíais coincidido en algunas ocasiones en el cortijo donde trabajaba, pero eran tiempos complicados, la guerra se había llevado muchas vidas y la ilusión de vuestra generación. 

Él tenía 30 años, había pasado su juventud vestido de uniforme: tres años haciendo el servicio militar, otros tres en la guerra y dos en la cárcel por luchar en el bando de los perdedores. Siempre lo habías visto bien vestido y bien peinado, aunque era un hombre de campo. Su aspecto era el de un hombre normal, baja estatura, delgado, ojos miel y alegres pese a que había perdido la visión del ojo izquierdo por la metralla y, sin embargo, tenía fama de conquistador. Su gran virtud era hacer reír a los demás desde la seriedad de sus facciones. Aquel día cuando se acercó a saludar a su prima, tu amiga, te preguntó si querías bailar con él. Tú accediste por impulso, luego recordaste que tu amiga te había dicho que tenía una medio novia, pero ya era tarde estabas entre sus brazos mientras él te susurraba lo mucho que habías cambiado desde la última vez que te vio, bailaba con una mujer de 24 años.  Sus palabras eran tan serias que estabas confusa al principio porque no sabías si estaba de broma o no, solo cuando te fijaste en sus ojos y viste la sinceridad de su mirada pudiste diferenciar la verdad y el juego de entre sus palabras. Su olor a limpio y a naturaleza fresca impregnaban tu piel. Su mano rugosa en tu cintura te hizo sentir el calor de la madurez y la seguridad en tu cuerpo. Supiste en ese instante que su olor, su calidez y su humildad existían solo para ti, él era tu destino. Aun así, no se lo pusiste fácil, él quiso verte otra vez, pero tú lo rechazaste. 

Te escribió dos cartas que no obtuvieron respuesta por tu parte, sin embargo, cuando llegó la tercera, te habló con palabras de una sinceridad y una emotividad desconocidas en un hombre del campo, era un joven que había perdido toda su juventud viendo dolor, hambre, miserias e injusticias. Te explicaba que tras esa apariencia de galán solo se escondía un hombre sencillo que solo anhelaba una vida tranquila, ya estaba cansado emociones demasiado intensas y perturbadoras, te prometía que nunca había sido un mujeriego, eso eran bromas de sus amigos, pues lo más atrevido que hacía era robarle un beso o una sonrisa a la oscuridad, nunca mancillaría la dignidad de una mujer. Te decía que se había enamorado de ti sin quererlo, que después de aquel día en la verbena supo que tú eras la mujer que le devolvería la esperanza de una felicidad perdida, pero que, si tú no sentías lo mismo por él, no te molestaría más. 

Tu respuesta no se hizo esperar.

Has compartido sesenta años con él, nunca has dormido una noche sin su compañía. Vuestra vida sencilla y tranquila ha estado rebosante de amor reposado y de risas compartidas. Una vez te pregunté cómo habíais conseguido vivir tantos años de amor sin fisuras, tu respuesta fue que el matrimonio es como un taburete de madera (como los que él tallaba); el asiento puede estar tallado más o menos perfecto o tener más o menos nudos difíciles de tallar, pero si alguna de sus tres patas faltaba, no servirá nunca como asiento. Ante mi cara de confusión con una sonrisa me explicaste que las tres patas son: amor, respeto y risas, las tres R que él siempre grababa en cada taburete.

No te equivocaste aquel día cuando despertaste la esperanza en aquel corazón abatido, te lo agradeció con un cariño y una ternura incondicional durante toda su vida. sus últimas. 

-          Abuela, ¿te acuerdas alguna vez del abuelo?
-          Claro hija, que me acuerdo de mi abuelo.
-          No, de tu abuelo, no, ¿te acuerdas de tu marido?
-          ¿Mi marido? pero si yo aún no tengo novio, esta tarde iré a la verbena con mi amiga, me ha dicho que irá su primo Rafael.

El amor entre dos personas es fuerte y duradero cuando los corazones de los amantes saben perdonar las carencias y disfrutar de la simple presencia del otro.

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