Hace frío aquí.
Las paredes rezuman humedad. Sin embargo, yo me siento bien. Estoy tranquilo y en
paz. Una paz que nunca antes había sentido. No me tiembla el pulso mientras
escribo estas líneas. En este diario empiezo y termino.
A través de sus
páginas existo. Recuerdo la primera vez que tuve la necesidad de escribir un
diario. Tenía ocho años. Los dos teníamos ocho años, mi hermano gemelo y yo.
Dicen que los hermanos gemelos son prácticamente idénticos, que se parecen no
sólo físicamente, sino a menudo también en su carácter y su personalidad. Sin embargo
Mateo y yo no nos parecemos más allá de la sobresaliente altura, los perfiles
aguileños y los ojos negros y profundos como aberturas de pozo. Desde pequeños
eran más que notables las diferencias entre ambos. Mateo se parecía a mi padre.
Era como él, bullanguero, simpático, tramposo. Yo, en cambio, me parezco a mi
madre, tranquilo, callado, observador.
Aquel día, el día
de nuestro octavo cumpleaños, mi padre discutió por enésima vez con mi madre y
salió dando un portazo. No volvió. Tampoco hubo velas, ni pastel, ni besos
pringosos, ni globos, ni sandwiches de mortadela y queso. Mateo y yo
aguardábamos frente a la puerta cerrada de la habitación de mi madre sin
atrevernos a entrar. Ella lloraba como un cachorro. Su llanto era una nota
quejumbrosa sostenida en el aire, apenas un conato de llanto, lágrimas vertidas
a su pesar.
Finalmente mi
hermano entró en la habitación y me observó un instante desde el umbral. Yo me quedé
allí petrificado, sosteniendo aquella mirada negra, una mirada que me desafiaba
por vez primera, una mirada que me dejó fuera para siempre. Él secó las
lágrimas de mi madre con sus manos sucias de gamberro, y yo me encerré en mi
habitación y empecé a escribir un diario. Mi primer diario. Desde entonces él
dentro y yo fuera. Él el favorito de mi madre, el niño de sus ojos cansados. Yo
el que observaba de lejos, el que recogía las migajas de los afectos maternos,
las sonrisas de medio lado, el final descafeinado de sus miradas. ¡Cuántas
veces quise decirle a mi madre querida que yo también estaba ahí para ella!
¡Cuántas veces quise decirle que la quería más que a nada, que no merecía que
me escamoteara su amor para dárselo sólo a él, mi hermano, mi rival! ¡Cuántas
veces los miré de lejos, desde el umbral de su habitación, dormir juntos y
abrazados, mi madre cantando y mi hermano riendo! La risa de mi hermano.
Su risa martilleaba
mis oídos, me destrozaba los tímpanos, sobre todo porque yo no sé reír, nunca
he sabido. A duras penas hablaba, pero me esforzaba mucho por ser un buen
chico, para que mi madre no tuviera que preocuparse por mí, para que se
sintiera orgullosa. Las buenas notas, las referencias de los profesores, los
halagos de los vecinos. “Es un chico modélico”, decían todos. Y la sonrisa de
mi madre, de medio lado, ausente, mientras alborotaba con sus dedos largos el cabello
rebelde de mi hermano. Él su favorito también en la adolescencia, pese a las
noches en vela y sus problemas con la justicia, pese a que metía fulanas en
casa, mujeres jóvenes con el rímel corrido y mujeres mayores de voz cascada y
aliento agridulce mezcla de tabaco y ron. Y yo observando siempre, detrás de la
puerta, escuchando los jadeos y el traqueteo insistente del viejo somier. Él
dentro y yo fuera. Mi madre llorando como un cachorro pero siempre feliz con el
regreso del hijo pródigo. Siempre sus dedos largos alborotando el cabello
rebelde de Mateo. Yo esperando, siempre esperando.
Se me han
entumecido las piernas. Me levanto y me acerco a la puerta de la habitación
contigua. Este viejo cobertizo está en medio de ninguna parte. Mi madre estará
preguntándose dónde anda Mateo. O tal vez no, porque a veces ha desaparecido
durante días, para volver después con su risa de truhan suplicando el perdón de
la madre, que siempre lo espera con una sonrisa velada de lágrimas. Pero esta
vez no volverá. No fue difícil hacer que viniera aquí con engaños, siempre ansioso
de emociones fuertes. Abro la puerta con sigilo. Mis ojos se acostumbran a
duras penas a la oscuridad, o tal vez la oscuridad se ha adueñado definitivamente
de mis ojos de pozo.
Percibo el olor
ferroso de la sangre. Veo a mi hermano tumbado en el centro de la habitación,
como un muñeco roto. El hacha descansa a su lado, inocente ahora en su abandono
inerte. No siento ninguna emoción. Nací mutilado. Él tenía lo que a mí me
falta. Por fin existo fuera de las páginas de mi diario. Tal vez ahora ella me
quiera, tal vez ahora sus dedos largos alboroten mi cabello rebelde. Sonrío por
primera vez en mi vida. Estoy en paz.
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