miércoles, 30 de noviembre de 2016

Lo que a mí me falta, por Mar Rojo



Hace frío aquí. Las paredes rezuman humedad. Sin embargo, yo me siento bien. Estoy tranquilo y en paz. Una paz que nunca antes había sentido. No me tiembla el pulso mientras escribo estas líneas. En este diario empiezo y termino.

A través de sus páginas existo. Recuerdo la primera vez que tuve la necesidad de escribir un diario. Tenía ocho años. Los dos teníamos ocho años, mi hermano gemelo y yo. Dicen que los hermanos gemelos son prácticamente idénticos, que se parecen no sólo físicamente, sino a menudo también en su carácter y su personalidad. Sin embargo Mateo y yo no nos parecemos más allá de la sobresaliente altura, los perfiles aguileños y los ojos negros y profundos como aberturas de pozo. Desde pequeños eran más que notables las diferencias entre ambos. Mateo se parecía a mi padre. Era como él, bullanguero, simpático, tramposo. Yo, en cambio, me parezco a mi madre, tranquilo, callado, observador.

 Aquel día, el día de nuestro octavo cumpleaños, mi padre discutió por enésima vez con mi madre y salió dando un portazo. No volvió. Tampoco hubo velas, ni pastel, ni besos pringosos, ni globos, ni sandwiches de mortadela y queso. Mateo y yo aguardábamos frente a la puerta cerrada de la habitación de mi madre sin atrevernos a entrar. Ella lloraba como un cachorro. Su llanto era una nota quejumbrosa sostenida en el aire, apenas un conato de llanto, lágrimas vertidas a su pesar.

Finalmente mi hermano entró en la habitación y me observó un instante desde el umbral. Yo me quedé allí petrificado, sosteniendo aquella mirada negra, una mirada que me desafiaba por vez primera, una mirada que me dejó fuera para siempre. Él secó las lágrimas de mi madre con sus manos sucias de gamberro, y yo me encerré en mi habitación y empecé a escribir un diario. Mi primer diario. Desde entonces él dentro y yo fuera. Él el favorito de mi madre, el niño de sus ojos cansados. Yo el que observaba de lejos, el que recogía las migajas de los afectos maternos, las sonrisas de medio lado, el final descafeinado de sus miradas. ¡Cuántas veces quise decirle a mi madre querida que yo también estaba ahí para ella! ¡Cuántas veces quise decirle que la quería más que a nada, que no merecía que me escamoteara su amor para dárselo sólo a él, mi hermano, mi rival! ¡Cuántas veces los miré de lejos, desde el umbral de su habitación, dormir juntos y abrazados, mi madre cantando y mi hermano riendo! La risa de mi hermano.

Su risa martilleaba mis oídos, me destrozaba los tímpanos, sobre todo porque yo no sé reír, nunca he sabido. A duras penas hablaba, pero me esforzaba mucho por ser un buen chico, para que mi madre no tuviera que preocuparse por mí, para que se sintiera orgullosa. Las buenas notas, las referencias de los profesores, los halagos de los vecinos. “Es un chico modélico”, decían todos. Y la sonrisa de mi madre, de medio lado, ausente, mientras alborotaba con sus dedos largos el cabello rebelde de mi hermano. Él su favorito también en la adolescencia, pese a las noches en vela y sus problemas con la justicia, pese a que metía fulanas en casa, mujeres jóvenes con el rímel corrido y mujeres mayores de voz cascada y aliento agridulce mezcla de tabaco y ron. Y yo observando siempre, detrás de la puerta, escuchando los jadeos y el traqueteo insistente del viejo somier. Él dentro y yo fuera. Mi madre llorando como un cachorro pero siempre feliz con el regreso del hijo pródigo. Siempre sus dedos largos alborotando el cabello rebelde de Mateo. Yo esperando, siempre esperando.
Se me han entumecido las piernas. Me levanto y me acerco a la puerta de la habitación contigua. Este viejo cobertizo está en medio de ninguna parte. Mi madre estará preguntándose dónde anda Mateo. O tal vez no, porque a veces ha desaparecido durante días, para volver después con su risa de truhan suplicando el perdón de la madre, que siempre lo espera con una sonrisa velada de lágrimas. Pero esta vez no volverá. No fue difícil hacer que viniera aquí con engaños, siempre ansioso de emociones fuertes. Abro la puerta con sigilo. Mis ojos se acostumbran a duras penas a la oscuridad, o tal vez la oscuridad se ha adueñado definitivamente de mis ojos de pozo.

Percibo el olor ferroso de la sangre. Veo a mi hermano tumbado en el centro de la habitación, como un muñeco roto. El hacha descansa a su lado, inocente ahora en su abandono inerte. No siento ninguna emoción. Nací mutilado. Él tenía lo que a mí me falta. Por fin existo fuera de las páginas de mi diario. Tal vez ahora ella me quiera, tal vez ahora sus dedos largos alboroten mi cabello rebelde. Sonrío por primera vez en mi vida. Estoy en paz.

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