Martins despertó
con la cabeza cargada y las piernas doloridas como si hubiera corrido el Maratón
un par de veces. Aunque se encontraba
francamente mal y el estómago le pasaba como si en vez de gin tonics hubiera
bebido cemento, logró sentarse en el borde la cama. Al cabo de un rato, cuando
fue tomando conciencia, pensó en Monic. Vagamente recordó que al llegar de
madrugada no la había visto, aunque tampoco estaba seguro porque en el estado
en que alcanzó la cama lo inaudito hubiera sido que conservara algún recuerdo
coherente.
Comprobó con
indiferencia que había dormido vestido. Al volver el cuello, la encontró sobre
en el sillón mirándole con sus inmensos ojos verdes. Hipnotizado se hundió en
sus iris como un submarino a la deriva, dudando si encontraría una carga de
profundidad que le hundiera el día antes de comenzarlo o la sombra de una
sonrisa que le abriera puertas a la esperanza. Por fortuna no hubo ninguna
explosión: entre Monic y él había una complicidad a prueba de salvavidas, confirmó
aliviado con una mueca de sonrisa.
A diferencia
de las mujeres - con las que había compartido la cama, el cuarto de baño y las
frustraciones- que jamás quisieron
aceptar que un hombre necesita para no hacer amistad con el psiquiatra,
perderse algunas noches y levitar en el sopor amargo del alcohol hasta perder la
memoria, Mónica era de ese raro tipo de damas que son capaces de entenderlo.
Siempre se ha preguntado si será así porque es extranjera; pero para él sigue
siendo un misterio que jamás haya habido
un reproche o una mala cara, a pesar que su horario como detective del distrito
de Albany Parkde de Chicago, es tan imprevisible como una flor del desierto.
Es consciente,
sin embargo, de que Monic no es perfecta. No tiene la rubia melena de Franscis,
ni aquellas largas piernas de Julie que parecían arrancar donde le concluían
los ojos, pero a cambio atesora otras virtudes que le compensan, en especial la
que echó tanto de menos en otras convivencias fracasadas: el silencio. Tras
muchas intentos de vivir en pareja, que acabaron antes que las burbujas del
champan con las que se juraron algo parecido a un sucedáneo de amor eterno,
incluida una semana en las Bahamas, y la condición expresa de que ella no quedara
embarazada y el compromiso de ser infiel sólo lo justo, cree que al fin ha
encontrado a la compañera ideal.
Con la
imperiosidad que da la urgencia, Martins, tras darle los buenos días, se
dirigió al cuarto de baño dispuesto, como otras veces, a no mirarse al espejo para
evitar las ganas de escupir en el reflejo de su rostro. Pero cuando se halló
ante él fue distinto. Cayó en la cuenta que era la primera vez que lo hacía en semanas
y comprobó, no sin sorpresa, que era menos viejo de lo que había supuesto.
Pensó que la naturaleza humana es asombrosa, ni sus cincuenta y ocho años a
cuestas ni la mala vida habían sido suficientes para dejar aquella mañana
cartones secos en su cara.
De pronto
recordó que el espejo hacía semanas que
no existía, en un arrebato lo había convertido en un montón de estrellas esparcidas
por las baldosas del cuarto de baño. Supuso que Rubillia, la negra de cien quilos,
que de vez en cuando ponía un atisbo de orden en el caos congénito del viejo apartamento,
había tomado la inusual iniciativa de llamar al cristalero. Su mente policíaca
relacionó rápidamente la causa de que la factura del mes anterior hubiera
subido hasta los cien dólares y que hacía algunos días que sus zapatos no
masticaban cristales.
Animado por el
buen augurio, decidió adecentarse la cara con un afeitado. Ante la ausencia de
jabón, tomó de la cocina un bote de lavavajillas para hacer espuma y con el
bisturí, que había guardado como recuerdo entre las pruebas de los crímenes del
doctor Friman, repaso su rostro hasta que las manchas de la rala barba
desaparecieron. En el tránsito, el tembloroso pulso de su mano derecha le jugó
una mala pasada adornándole la cara con varios cortes, cuyas hemorragias
intentó mitigar con trozos de un ajado periódico deportivo.
No es fácil
ser detective en Chicago, pensó, mientras se miraba satisfecho, sin reparar en la
sangre que gota a gota manchaba el cuello de su camisa, pero si lo eres, tienes
que cuidar la imagen lo suficiente para que en la comisaría no te detengan
confundido entre los delincuentes. Decidido por la frase que le había llegado a
la mente como el eructo del último gin
tonic, se acercó a la nevera y rescató un tetrabrik de jugo de mango del que
dio un trago antes de mojarse los dedos con su zumo. A continuación los pasó por el rostro dejando en sus mejillas
sabor a fruta y en el aire una blasfemia
nacida al rozarse los cortes.
Se cambió de
camisa y de chaqueta, pero no de pantalón -los otros había olvidado recogerlos
de la lavandería-, pero no le preocupó demasiado porque los que llevaba puestos
eran, en cierto sentido, una prueba viva de los últimos tres crímenes sin autor
de su distrito. No le faltaba razón ya que le habían acompañado a los lugares
donde se habían cometido y era seguro de que entre sus costuras la policía
científica hubiera encontrado pruebas decisivas. Sonrió con malicia al imaginar
que, de saberlo, el fiscal no habría dudado en presentarlos como testigo de
cargo.
Volvió a
mirarse al espejo ahora enfrascado en anudarse la corbata. Cuando lo consiguió comprendió
que jamás conseguiría la gracia y la consistencia que le hubría dado la pelirroja Turner. De aquella
chica se separó el día que dio por concluido el curso de nudos marineros al que
tuvo que acudir por prescripción psiquiátrica. Sin embargo, no le causó ningún
trauma, porque cayó en la cuenta de que lo único que le retenía a su lado era la
esperanza de que un día ella se decidiera en cambiar el de la corbata por uno corredizo
que le ayudara a poner fin a su existencia. Aquella fue una mala época en la
que su vida le importaba tanto como el anuncio de gel con sabor a fresas, pero
afortunadamente ya la había superado.
El sonido del
teléfono le sobresaltó e instintivamente
echó mano a su pistola. Sintió un pinchazo en la cadera recordándole que había
pasado la noche sobre su inseparable compañía. - Siempre me hace daño lo
femenino, pensó con sorna.
Repuesto del
inicial sobresalto, siguió el estridente sonido hasta el dormitorio. Al cabo de
un instante encontró el cable y al tirar de él apareció el teléfono bajo la
cama. Lo descolgó y preguntó:
-Aquí Martins,
¿quién es?
Desde el otro lado, la voz desagradable de la telefonista
de la comisaría le recordaba que a las nueve tenía una reunión con el teniente Curtiz
y que estaba esperando el informe
escrito del último caso.
-De acuerdo,
estaré allí dentro de un momento-, contestó sin convicción y colgó.
Recordó que no
había escrito el informe, pensó que lo grabaría en la casete camino de la
comisaría y al llegar, tras invitar a Judit a un café, le pediría que se lo
pasara a papel. Sabía que le caía bien, lo que era un dudoso gusto, pero ya se
sabe que en ese tema todo es imprevisible. Lo que admiraba de ella, además de
sus generosos pechos, era la facilidad con que movía los dedos sobre las teclas
de la máquina. Una vez la vio escribir mientras con una mano se pintaba los
labios y con la otra sostenía un espejito, al tiempo que conseguía reproducir
los acordes de una vieja canción country poniendo el contrapunto del bajo con los
clics del carro. Esa chica, pensaba, había confundido su profesión, de tener la
misma facilidad sobre un piano o sobre el cuerpo de un hombre hubiera sido una
estrella en el Broadway o una reputada masajista
de la quinta avenida.
Sacó la
pistola de la funda y tras comprobar que estaba cargada, se cercioró de que el
seguro estaba puesto -costumbre que había adquirido el día que por accidente se
le disparó en un pié y le dejó un zapato inservible y una leve cojera-. Se
dirigió a la cocina y miró el reloj: marcaba las siete de la tarde.
- Maldita sea,
masculló entre dientes, un día de estos tendré que dar un susto al chino que me vendió las pilas gastadas-.
Antes de
marcharse se acercó al dormitorio para despedirse de Monic, la tomó entre sus
brazos y le dio un beso en la boca, un beso suave y largo sin grumo de lujuria.
Ahora la lujuria sólo era un viejo recuerdo que había rodado sin frenos hasta
un lugar recóndito del que no tenía intención de rescatarla. Mirándola de
frente le comentó que no era seguro que pudiera estar a la hora de la cena, por
lo que sería mejor que cenara sola; se excusó comentando que en su oficio no había horario fijo.
Mónic se
apretó contra su pecho como devolviéndole el abrazo y sin palabras dio a entender
que comprendía que así era y que así había que aceptarlo. Con ternura inusitada
la volvió a colocar sobre el sillón y tras decirle que la quería, comprobó que quedaban
manzanas sobre la mesa de la cocina.
Antes de cerrar la puerta se volvió y se
sintió feliz como no lo había sido nunca, tan sólo recordaba una ocasión
parecida cuando al despertar del coma, tras el último intento de suicidio, pidió
un periódico y comprobó que los Bulls
habían ganado su cuarto anillo.
Mónica desde el sillón con su vestido verde
brillante le vio partir, para un segundo después hizo con la lengua un escorzo
en la boca y fijó la mirada en una mosca posada sobre un resto de pizza.
De haber
observado toda la escena, un buen psiquiatra hubiera dado por seguro que
aquella iguana tenía algo de humana y que Martins no estaba tan loco como
pudiera parecer.
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