lunes, 18 de marzo de 2013

El extraño amor de Martins, por José Miguel García.


Martins despertó con la cabeza cargada y las piernas doloridas como si hubiera corrido el Maratón un par de veces. Aunque se  encontraba francamente mal y el estómago le pasaba como si en vez de gin tonics hubiera bebido cemento, logró sentarse en el borde la cama. Al cabo de un rato, cuando fue tomando conciencia, pensó en Monic. Vagamente recordó que al llegar de madrugada no la había visto, aunque tampoco estaba seguro porque en el estado en que alcanzó la cama lo inaudito hubiera sido que conservara algún recuerdo coherente.

Comprobó con indiferencia que había dormido vestido. Al volver el cuello, la encontró sobre en el sillón mirándole con sus inmensos ojos verdes. Hipnotizado se hundió en sus iris como un submarino a la deriva, dudando si encontraría una carga de profundidad que le hundiera el día antes de comenzarlo o la sombra de una sonrisa que le abriera puertas a la esperanza. Por fortuna no hubo ninguna explosión: entre Monic y él había una complicidad a prueba de salvavidas, confirmó aliviado con una mueca de sonrisa.

A diferencia de las mujeres - con las que había compartido la cama, el cuarto de baño y las frustraciones-  que jamás quisieron aceptar que un hombre necesita para no hacer amistad con el psiquiatra, perderse algunas noches y levitar en el sopor amargo del alcohol hasta perder la memoria, Mónica era de ese raro tipo de damas que son capaces de entenderlo. Siempre se ha preguntado si será así porque es extranjera; pero para él sigue siendo un misterio  que jamás haya habido un reproche o una mala cara, a pesar que su horario como detective del distrito de Albany Parkde de Chicago, es tan imprevisible como una flor del desierto.

Es consciente, sin embargo, de que Monic no es perfecta. No tiene la rubia melena de Franscis, ni aquellas largas piernas de Julie que parecían arrancar donde le concluían los ojos, pero a cambio atesora otras virtudes que le compensan, en especial la que echó tanto de menos en otras convivencias fracasadas: el silencio. Tras muchas intentos de vivir en pareja, que acabaron antes que las burbujas del champan con las que se juraron algo parecido a un sucedáneo de amor eterno, incluida una semana en las Bahamas, y la condición expresa de que ella no quedara embarazada y el compromiso de ser infiel sólo lo justo, cree que al fin ha encontrado a la compañera ideal.

Con la imperiosidad que da la urgencia, Martins, tras darle los buenos días, se dirigió al cuarto de baño dispuesto, como otras veces, a no mirarse al espejo para evitar las ganas de escupir en el reflejo de su rostro. Pero cuando se halló ante él fue distinto. Cayó en la cuenta que era la primera vez que lo hacía en semanas y comprobó, no sin sorpresa, que era menos viejo de lo que había supuesto. Pensó que la naturaleza humana es asombrosa, ni sus cincuenta y ocho años a cuestas ni la mala vida habían sido suficientes para dejar aquella mañana cartones secos en su cara.

De pronto recordó que el  espejo hacía semanas que no existía, en un arrebato lo había convertido en un montón de estrellas esparcidas por las baldosas del cuarto de baño. Supuso que Rubillia, la negra de cien quilos, que de vez en cuando ponía un atisbo de orden en el caos congénito del viejo apartamento, había tomado la inusual iniciativa de llamar al cristalero. Su mente policíaca relacionó rápidamente la causa de que la factura del mes anterior hubiera subido hasta los cien dólares y que hacía algunos días que sus zapatos no masticaban cristales.

Animado por el buen augurio, decidió adecentarse la cara con un afeitado. Ante la ausencia de jabón, tomó de la cocina un bote de lavavajillas para hacer espuma y con el bisturí, que había guardado como recuerdo entre las pruebas de los crímenes del doctor Friman, repaso su rostro hasta que las manchas de la rala barba desaparecieron. En el tránsito, el tembloroso pulso de su mano derecha le jugó una mala pasada adornándole la cara con varios cortes, cuyas hemorragias intentó mitigar con trozos de un ajado periódico deportivo.

No es fácil ser detective en Chicago, pensó, mientras se miraba satisfecho, sin reparar en la sangre que gota a gota manchaba el cuello de su camisa, pero si lo eres, tienes que cuidar la imagen lo suficiente para que en la comisaría no te detengan confundido entre los delincuentes. Decidido por la frase que le había llegado a la mente como el eructo del último  gin tonic, se acercó a la nevera y rescató un tetrabrik de jugo de mango del que dio un trago antes de mojarse los dedos con su zumo. A continuación  los pasó por el rostro dejando en sus mejillas sabor a fruta  y en el aire una blasfemia nacida al rozarse los cortes.

Se cambió de camisa y de chaqueta, pero no de pantalón -los otros había olvidado recogerlos de la lavandería-, pero no le preocupó demasiado porque los que llevaba puestos eran, en cierto sentido, una prueba viva de los últimos tres crímenes sin autor de su distrito. No le faltaba razón ya que le habían acompañado a los lugares donde se habían cometido y era seguro de que entre sus costuras la policía científica hubiera encontrado pruebas decisivas. Sonrió con malicia al imaginar que, de saberlo, el fiscal no habría dudado en presentarlos como testigo de cargo.

Volvió a mirarse al espejo ahora enfrascado en anudarse la corbata. Cuando lo consiguió comprendió que jamás conseguiría la gracia y la consistencia que le  hubría dado la pelirroja Turner. De aquella chica se separó el día que dio por concluido el curso de nudos marineros al que tuvo que acudir por prescripción psiquiátrica. Sin embargo, no le causó ningún trauma, porque cayó en la cuenta de que lo único que le retenía a su lado era la esperanza de que un día ella se decidiera en cambiar el de la corbata por uno corredizo que le ayudara a poner fin a su existencia. Aquella fue una mala época en la que su vida le importaba tanto como el anuncio de gel con sabor a fresas, pero afortunadamente ya la había superado.

El sonido del teléfono le sobresaltó  e instintivamente echó mano a su pistola. Sintió un pinchazo en la cadera recordándole que había pasado la noche sobre su inseparable compañía. - Siempre me hace daño lo femenino, pensó con sorna.

Repuesto del inicial sobresalto, siguió el estridente sonido hasta el dormitorio. Al cabo de un instante encontró el cable y al tirar de él apareció el teléfono bajo la cama. Lo descolgó y preguntó:
-Aquí Martins, ¿quién es?

 Desde el otro lado, la voz desagradable de la telefonista de la comisaría le recordaba que a las nueve tenía una reunión con el teniente Curtiz y que estaba esperando  el informe escrito del último caso.

-De acuerdo, estaré allí dentro de un momento-, contestó sin convicción y colgó.

Recordó que no había escrito el informe, pensó que lo grabaría en la casete camino de la comisaría y al llegar, tras invitar a Judit a un café, le pediría que se lo pasara a papel. Sabía que le caía bien, lo que era un dudoso gusto, pero ya se sabe que en ese tema todo es imprevisible. Lo que admiraba de ella, además de sus generosos pechos, era la facilidad con que movía los dedos sobre las teclas de la máquina. Una vez la vio escribir mientras con una mano se pintaba los labios y con la otra sostenía un espejito, al tiempo que conseguía reproducir los acordes de una vieja canción country poniendo el contrapunto del bajo con los clics del carro. Esa chica, pensaba, había confundido su profesión, de tener la misma facilidad sobre un piano o sobre el cuerpo de un hombre hubiera sido una estrella en el  Broadway o una reputada masajista de la quinta avenida.

Sacó la pistola de la funda y tras comprobar que estaba cargada, se cercioró de que el seguro estaba puesto -costumbre que había adquirido el día que por accidente se le disparó en un pié y le dejó un zapato inservible y una leve cojera-. Se dirigió a la cocina y miró el reloj: marcaba las siete de la tarde.

- Maldita sea, masculló entre dientes, un día de estos tendré que dar un susto  al chino que me vendió las pilas gastadas-.

Antes de marcharse se acercó al dormitorio para despedirse de Monic, la tomó entre sus brazos y le dio un beso en la boca, un beso suave y largo sin grumo de lujuria. Ahora la lujuria sólo era un viejo recuerdo que había rodado sin frenos hasta un lugar recóndito del que no tenía intención de rescatarla. Mirándola de frente le comentó que no era seguro que pudiera estar a la hora de la cena, por lo que sería mejor que cenara sola; se excusó comentando  que en su oficio no había horario fijo.

Mónic se apretó contra su pecho como devolviéndole el abrazo y sin palabras dio a entender que comprendía que así era y que así había que aceptarlo. Con ternura inusitada la volvió a colocar sobre el sillón y tras decirle que la quería, comprobó que quedaban manzanas sobre la mesa de la cocina.

 Antes de cerrar la puerta se volvió y se sintió feliz como no lo había sido nunca, tan sólo recordaba una ocasión parecida cuando al despertar del coma, tras el último intento de suicidio, pidió un periódico y comprobó que los  Bulls habían ganado su cuarto anillo.

 Mónica desde el sillón con su vestido verde brillante le vio partir, para un segundo después hizo con la lengua un escorzo en la boca y fijó la mirada en una mosca posada sobre un resto de pizza.
De haber observado toda la escena, un buen psiquiatra hubiera dado por seguro que aquella iguana tenía algo de humana y que Martins no estaba tan loco como pudiera parecer.

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