miércoles, 20 de marzo de 2013

El sueño, por José Miguel García.



Alan está sentado en el sillón: lee un libro. No es un libro demasiado importante, la ópera prima de una escritora novel que no alcanzaba más de doscientas páginas. Una de esas historias que se leen en unas horas bien aplicadas y que difícilmente dejan memoria de su contenido, pero había decidido terminarla aquel día, el interés con que la bibliotecaria le había hablado de él había abierto las puertas de su curiosidad. Ahora que lo había acabado no le pareció que la mereciera.

Estaba leyendo las reseñas de la contraportada cuando oyó una llave que abría la puerta del piso. Supuso que sería Albert, su hijo menor, al que estaba esperando. Lo había llamado el día anterior y habían quedado para aquella noche. Cuando la puerta de su despacho se abrió, volvió los ojos comprobando que efectivamente era él. El joven entró y saludó con un “hola papá”, que dejó entrever las huellas de cansancio y cierta tensión.

-Hola hijo, te esperaba. Si no has cenado hay un par de sándwiches en la nevera. Contestó con cariño.

Albert se  acercó mientras comentaba que no tenía hambre y que había tomado algo en el camino. Dejó  la bolsa que portaba en el suelo y un beso en la mejilla de su padre, como era costumbre desde que era pequeño. A renglón seguido Alan  preguntó:- ¿Cómo ha ido la conferencia?

-Fabulosa, mucho mejor de lo que esperaba, contestó cambiando el tono inicial, me aplaudieron muchísimo, incluso el vicerrector se acercó para decirme que tenía reservada una botella  de champán para celebrarlo y lo mejor, he  recibido una oferta para repetirla en dos  universidades de Alemania.

 -Me alegro mucho, me gustaría haber acudido, pero como te dije, no me parecía prudente que un analfabeto en  economía  apareciera allí entre gente tan joven y tan docta.

- Venga papá, vaya tontería. En una conferencia hay gente de todas clases. Es cierto que la mayoría es joven, ya sabes, estudiantes, doctorandos, pero siempre te pueden confundir con un representante de cualquier holding atento a nuevas ideas económicas. Además, de viejo nada, tienes un magnífico aspecto y lo que me podría preocupar es que  más de una chica te buscara para pedirte un trabajo en la empresa o que le dirigieras la tesis.

Ambos se rieron de buena gana.

-¿Quieres una copa?, preguntó.
-Me sentará bien, respondió Alan, ponme un whisky con un hielo…dos cubitos, por favor, matizó, y no más de dos dedos.

Al cabo de un minuto Albert dejó un vaso sobre el cristal de la mesa y Alan lo tomó solícito. Hacía tiempo que no bebía, incluso el chico le había recriminado más de una vez su afición a tomar una copa cuando la noche acababa, pero aquella vez era distinto y se alegró de tener entre las manos una copa que le ayudara a lo  quería decirle.

 -Albert, quiero hablar contigo. Dijo sin esperar a que llenara su suya. Hace tiempo que le llevo dando vueltas a un tema y he decidido que ha llegado el momento de ponerlo en marcha. No te sorprendas por lo que te voy a decir.

Albert lo miró intrigado arqueando las cejas, se sentó en un sillón situado justamente al  frente y quedó  expectante.

-Hijo, hace unos días que he ido al notario para hacer testamento. Aunque lo he pensado bien, me gustaría que le echaras un vistazo. Sabes que lo último que querría es que por temas de herencia tuvierais problemas tus hermanos y tú.

- ¿Testamento?, preguntó incrédulo.

- Sí, Albert, testamento. No es algo inusual, es lo que debería hacer todo el mundo. Así quedan las cosas claras y cuando llegue el  momento se ahorran un montón de problemas con el fisco.

- Pero papá, si tú eres joven y estás bien de salud, que prisa tenías… Se detuvo un instante y continuó.–Perdona, precisamente yo debería ser el último en criticar algo así. Tienes toda la razón en lo que dices y en lo que has hecho, pero no he podido evitar tener un mal presentimiento cuando he oído esa palabra. Como muchos argentinos soy un poco supersticioso.

 -Por favor, Albert, no digas tonterías. Me encuentro perfectamente y no tengo intención de borrarme de la vida. Lo he hecho, no porque tenga intención de morirme, nada más lejos de mi propósito, sino como te he comentado para evitaros problemas futuros y sobre todo  para alcanzar un sueño.

- ¿Un sueño?, ¿Hacer testamento es un sueño para ti? Venga padre, no me lo creo…

- No, hijo, no, no es ese al sueño al que refiero, pero eso te lo explicaré más tarde. Ahora me gustaría que te centraras en la forma en he que dispuesto el reparto. Tú eres abogado y sabes de estas cosas, pero no lo hagas sólo con ojos de profesional, hazlo también con lo que tu corazón te dicte que es justo o qué no lo es. Indícame cualquier duda que te asalte y la discutimos.

Alan se levantó, sacó del cajón superior de la mesa del despacho un sobre voluminoso en cuya cara aparecía el sello de una conocida notaría y se lo pasó a su hijo. Después se dirigió a la terraza dando tiempo a Albert a leer el contenido. Abrió el ventanal, dispuesto a dejar impreso en sus ojos el paisaje que alcanzaba la vista, en previsión de que alguna noche la nostalgia le llegara.

La vieja capital porteña aparecía plena de luz y bullicio mientras en su rostro se dibujó una sonrisa de dolor al recordar a Nora, la mujer que le enamoró y le ancló al Río de Plata. Le llegó un reflejo de la luna de las cristaleras de los rascacielos mientras de lo lejos acudieron rumores de  vida y aromas de primavera. Ensimismado se sobresaltó al notar una mano sobre su hombro. Se volvió y descubrió a Albert que le sonreía.

-Es perfecto, papá. Nadie habría sido capaz de mejorarlo. Ninguno de mis hermanos pondrá una sola pega y, por supuesto, yo tampoco. Vuelves a demostrar lo que has sido siempre: Un padre maravilloso y un hombre justo.

-Gracias hijo, no sabes el descanso que me traes con tus palabras. Hizo una pausa, respiró profundamente y continuó: -Quiero decirte algo que debes saber. Sé que debería haber reunido a todos tus hermanos y seguramente  me lo recriminarán, confío en ti para que no sea así, pero entiende que no me fiara de que entre todos intentarais impedirme hacer lo que he decidido. Estoy seguro que tú lo comprenderás, por eso te he llamado a ti y no a ningún otro. Te adelanto, para evitar malos entendidos que no pienso en el suicidio, sino todo lo contrario.

- Albert, perplejo, quedó sin saber que decir, hasta que al fin preguntó. - ¿Padre, a que te refieres? Me tienes en ascuas.

- Vayamos al salón, respondió, estos temas sentados se hablan con mayor serenidad.

Ambos se dirigieron a la habitación y se acomodaron. Alan terminó el contenido del vaso y miró a su hijo. Se sintió satisfecho de que parecido de su hijo menor fuera mayor tan extraordinario y no sólo físicamente, sino por algún misterio que no alcanzaba a comprender de la genética también había heredado su forma de ver el mundo.

-Mira Albert, sabes que llegué a Argentina hace casi cuarenta años, que me enamoré de tu madre y que le he sido fiel todos los días de su vida. Dediqué cada momento de mi existencia a que ni a ella ni a vosotros os faltara nada. Tuvimos momentos malos y buenos, pasamos la vida como la vida pasa, unas veces a golpes y otras a besos. Ella ha muerto y estoy aquí. Es inevitable que me sienta solo, pero sabes una cosa:  aún soy capaz de soñar.

Albert intentó protestar, pero un gesto de la mano de su padre le retuvo.

-Si, tal vez decir que estoy solo pueda parecerte injusto, me llamáis por teléfono, venís cada vez que vuestras obligaciones os lo permiten, os preocupáis y todas esas cosas que hacen los buenos hijos. Por supuesto que no os reprocho nada, al contrario, creo que sois unos chicos estupendos. Pero no iba por ahí el discurso, me refería a otros tipos de sensaciones, esas  que te comen por dentro, que te dicen que si no cambias el rumbo a tu barco sólo tiene un destino: quedar varado en la última playa esperando que el mar le muerda las cuadernas. Esa sensación que no te deja ser feliz, llena de penumbras mi alma y doy por seguro de que si no actúo ahora y doy una vuelta de timón,  dentro de poco ya no será posible y el mar del que te hablaba me arrastrará sin remisión.

- Pero padre…

-No me interrumpas, por favor. No sería capaz de retomar el discurso si lo hicieras. Hizo una pausa y siguió: He decidido marcharme mañana. No me preguntes a donde, en realidad no tengo ni idea. Le he dado muchas vueltas, he mirado todos los mapas, el globo terráqueo de arriba abajo y he descubierto que me quedan tantos sitios por conocer, tantos paisajes, tantas historias por descubrir y tan poco tiempo, que  he decidido jugármelo a la suerte. Mañana cuando llegue al aeropuerto tomaré el primer vuelo que salga del país sin importarte a donde me lleve. Ya es hora de que deje de que la seguridad camine después que mi sombra.

-Padre, por favor, respondió Albert intentando buscar argumentos que lo disuadieran, pero al mismo tiempo con el temor de que la  decisión estuviera tomada. Intuyendo que la batalla aún no estaba perdida, intentó buscar algún hueco por donde colarse echando mano al chantaje emocional como hacía con los acusados en los juicios y  dijo: ¿Has pensado en nosotros, en la angustia en la que nos dejarás?

-Cómo no iba a pensar en vosotros si sois todo lo que tengo, os dejo todo lo material que poseo además de mis mejores años y mi amor, pero debes entender que es mi vida, la poca o la mucha que me pueda quedar y quiero gastarla haciendo otras cosas que no sean leer en esta biblioteca esperando un amanecer que no llegue a ver.

- Quizás podrías contemplar la posibilidad – interrumpió Albert- de  que esa decisión no sea más que un impulso de un mal momento. Tengo un amigo psiquiatra que quizás podría ayudarte a que lo pensaras.

Se hizo un largo silencio mientras contemplaba el rostro sereno de su padre y supo que nada le haría desistir de su decisión.

-Albert, me conoces los suficiente como para saber que no es algo que haya decidido a la ligera. He pensado en cada una de las cosas que me has planteado y otras que todavía ni te has atrevido a plantear. Pero debes saber que, aunque entiendo que debes intentarlo para dejar libre tu conciencia, sabes que no voy a rectificar.

Albert sabía que su padre llevaba razón, era cariñoso y emotivo, pero cuanto tenía algo claro ni todos los vientos de un huracán le habrían hecho variar el sentido de sus pasos.

-De acuerdo, padre. Aunque me pesa decirlo, reconozco que te comprendo, pero dime al menos de qué vivirás, si llevas dinero, si has previsto fondos suficientes en las tarjetas y cómo sabremos de ti.

- Albert, lo miró sonriendo y dijo: Dices entenderme y me temo que no. Déjame recordarte aquellas historias que te hacían llorar cuando eras  niño en las que te contaba lo que ocurría con los viejos en los pueblos  esquimales.

 - No hace falta padre, las recuerdo perfectamente. Cortó Albert.

- Llenemos las copas y brindemos. Apostilló Alan, levantando la copa y dando la conversación por concluida.

-Ojalá encuentres lo que buscas- dijo con emoción Albert. Se arrojó sobre él y se fundieron en un largo abrazo en el que no pudo reprimir que las lágrimas le asaltaran.

A la mañana siguiente lo acercó al aeropuerto, llevaba una mochila y ropa cómoda, y la misma sonrisa en sus ojos de quien el cielo le concede  una segunda oportunidad.

Nunca más supo de él.

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