sábado, 2 de marzo de 2013

El arte de cuchares, por José Miguel García.


Es obvio comentar que un buey es algo así como dos o tres veces un toro de verdad. Lo es por lo alto, por lo gordo y por los cuernos, lo que comparado con los escasos centímetros que mediamos Juanito y yo -presuntos maletillas-, hacía que el desafío de David y Goliat pareciera una tonta fruslería comparado con aquello que nos habíamos propuesto.

Pero ni que el tamaño de la cabeza del morlaco duplicara nuestro tamaño nos amilanó porque sabíamos que la gloria nos esperaba entre la impresionante cornamenta del rojizo buey dando saltos de uno a otro como si de una malabarista se tratara. Tras mirarnos, para darnos mutuos ánimos, y apretar con decisión los dientes de leche, capote en mano desafiamos a los elementos y al cornúpeta desde una prudente distancia. No tengo claro si lo hicimos a puerta gayola, aunque en buena lógica pienso que la estampa del lance de los dos torerillos, aquella tarde a las afueras de Gines, hubiera sido complicada que quedara para la posteridad retratada salvo que hubiéramos contado con una escalera o un banquillo que nos alzara del suelo.

En el fragor de la faena,- nuestro fragor, porque como imaginarán el buey pasaba de la situación-, los egos toreros de los que hacíamos gala no estaban en disposición de permitir dejar pasar por alto aquella afrenta de indiferencia vacuna, así que nos fuimos arrimando, poquito a poco, muy poquito a poco, con expresiones que llamaran su atención y nos hicieran visibles a la inoportuna ceguera animal. Una vez y otra se oyó en la semioscuridad de la vaquería dos voces infantiles entrecortadas gritando a coro: ¡ Eje bishoooo!.

El día daba sus últimos suspiros y la luna, desde...  desde donde tiene que salir la luna, hizo su entrada por el horizonte para no perderse la imagen tan pinturera, tan artística y tan torera que se recortaba al contraluz en aquella memorable tarde de otoño, y desde luego, que no se la perdió. En uno de esos ¡Eje toro!, el bicharraco, en el culmen de la indiferencia, doblo las patas delanteras y como si nada le esperara se dejó caer sobre el suelo tumbándose tranquilamente. Aquello para nosotros fue un golpe bajo, tan bajo como la moral que se nos iba escapando por instantes.

Sin embargo, animados por la confianza de la mansedumbre del animal nos fuimos arrimando cada vez más, cierto es que con actitud menos torera, hasta ponernos a pocos centímetros de sus cuernos. La confianza no sólo pierde al hombre hecho y derecho, sino que incluso a los aspirantes le da motivos para arrepentirse como vimos a continuación. El buey rumiaba con la tranquilidad infinita que daban sus cortas entendederas, tan sólo movía el rabo de vez en cuando para espantar alguna mosca cuando nos sorprendió con una sacudida de la cabeza pillándome de refilón. Ocurrió como el juego de los bolos que le das a uno y se caen casi todos, pues aquí no hubo casi, porque los dos salimos despedidos por los aires para ir a caer a varios metros despatarrados a todo lo largo.

Creo que no he referido que estas circunstancias ocurrieron bien entrado el mes de octubre, pero un octubre de los de antes, cuando se ponía a llover a primeros de septiembre hacía una “paraita” en navidad y después de Reyes seguía cayendo agua hasta el aburrimiento. Ni que decir tiene que además del barro natural producido por los múltiples aguaceros y que los bueyes son generosos en todos los aspectos y especialmente en sus excrementos, habían convertido el recinto en una especie de masa fétida en la que estábamos inmersos de pies a cabeza. Al intentar alzarnos, no sin dificultad y tras varios traspiés, en el resbaladizo amasijo nos vimos envueltos en algo pegajoso, caliente y hediondo que no sólo nos revolvió el estómago sino que fue más allá llevándose de paso el orgullo torero, el color  de las capas, el de las ropas y el del rubio cabello que adornaban nuestras cabezas aquel tiempo. Hasta las botas de agua, antes negras, quedaron incrustadas en el lodazal que amenazaba con arrastrar junto a ellas, y hasta los mismísimos infiernos, los pies y el resto del cuerpo.

De tal guisa, Juanito y yo nos miramos, nos lloramos, nos abrazamos e intentamos salir del coso renunciando a las botas hundidas, con tal suerte que, en el preciso en que alcanzábamos la valla que lo delimitaba,  apareció el encargado del avituallamiento de la bestia montado en un carro cargado de paja. No es que fuera muy listo el arriero, es que era evidente que pringados como estábamos, lanzando al aire  sollozos destemplados y, por si hubiera alguna duda, las capas en  mano daban fiel testimonio de la evidencia del intento torero.

 El hombre bajó del carro como alma que lleva el diablo y tras superar el vallado de un salto a una mano, comprobó con satisfacción que estábamos, aunque sucios, físicamente enteros y sin otras heridas que no fueran las del orgullo. Tras resoplar largamente echando afuera la angustia vivida hasta la comprobación de la integridad inmaculada, dio lo que  nos pareció sinceras gracias al cielo por no haber ocurrido una desgracia.

Pero el ángel salvador fue un espejismo porque al cabo de nada se volvió un demonio sin cuernos ni rabo para largarnos tal reprimenda que parecía que la hubiera ensayado durante largo tiempo. La adornó con exabruptos y amenazas de todo tipo, poniendo especial énfasis en las relacionadas con cortarnos ciertos atributos, entre los que sobresalía la coleta, o tal vez dijera la colita, supongo que comprendan que con el nerviosismo del momento no tenga memoria exacta de sus palabras, aunque me temo que lo más seguro es que se refiriera a ambas. Afortunadamente todo quedó en amenazas y una de las dos seguimos conservándola.

 Cuando se quedó a gusto, y tras dar su ración de paja al animal, nos alzó por la tirilla de la camisa sin decir ni una palabra, satisfecho, supongo, con la perorata. Con más asco que fuerza, nos subió al carro donde, al ritmo cansino de la mula y movido de lado a lado por los baches del carril, nos fuimos acercando a las primeras calles a la vez  que nos rebozábamos en los restos de paja sobre los que nos colocó. Los restos vegetales se asieron a la masa de barro que nos envolvía consiguiendo que más que dos aspirantes a toreros tuviéramos el aspecto de una pareja de espantapájaros enanos.

El pueblo, que no estaba a más de diez metros, andaba revolucionado porque las respectivas progenitoras habían echado en falta a sus retoños y, como es sabido, eso siempre desemboca en histeria. Cuando llegamos aún no era colectiva, pero tenía visos de que de haberle dado tiempo lo hubiera conseguido. Afortunadamente nuestro ángel-demonio salvador puso en antecedentes, voz en grito, a la parroquia de que traía a los retoños, si no o de buen ver, al menos con la salud incólume. La información calmó, hasta donde pudo, aunque sin lograrlo totalmente hasta que un abrazo maternal y una revisión completa de miembros y zonas vitales lo confirmara.

Es curioso, pero cuando esperas que el cielo caiga sobre tu cabeza, un golpe de suerte inesperado, una liebre que salta o un abrazo hace que todo quede en suspenso colgado de un tenue hilo que depende no ya de ti o de los tuyos, sino de los comentarios de las vecinas.

 Las vecinas, como es bien sabido, son la memoria colectiva del pueblo llano, aunque esa memoria suela extraviarse ante la realidad con cierta asiduidad y dependiendo de las ocasiones y de a quién criticar. Lo que no hay duda es que son diversas y múltiples, como lo es el contenido de una caja de la suerte donde al meter la mano sin mirar puedes alcanzar un suave peluche o un clavo con el que te pinchas. Así son ellas, índices bursátiles del barrio donde se cuece la historia y el futuro de quien, como nosotros, habíamos dado libre albedrío a la imaginación en busca de lo que suponíamos el tesoro de la consagración taurina. Aunque no sea disculpable, me gustaría indicar que entonces Diego  Puertas o Paco Camino eran  en la España de mi infancia lo que son hoy Messi o Ronaldo para los niños.

Como decía, a pesar de los pocos años con los que contábamos, no sé si por intuición o por ciencia infusa, porque lo que es evidente es que no lo era por conocimiento científico, sabíamos que las vecinas tenían el poder de cambiar el curso de los tiempos y, sobre todo, el curso del castigo que nos esperaba por nuestra travesura; por eso, cuando la distancia fue lo suficiente corta como para que nuestros sollozos pudieran derretir sus corazones, comenzamos a llorar como si el mismo lucifer nos estuviera desgarrando las entrañas.

Los  plañideros lamentos hicieron su efecto en la mayoría de la concurrencia femenina y en especial en Doña María, una mujerona de pelo blanco que lloraba incluso cuando le contaban un chascarrillo, hasta tal punto que no pudo aguantar más y salió corriendo hacia el carro que nos portaba como condenados a garrote, dejándose atrás una zapatilla de pana de esa de estar en casa pero que servían lo mismo para la camilla de cisco que para ir a la Iglesia los domingos.  Mientras se acercaba moviéndose en su cuerpo todo lo que en una mujer entrada en quilos y en años es movible, se le escapó de lo más profundo de su pecho un “angelitos” que tuvo, durante unos segundos el poder de detener al mundo y quizás las represalias.

Al llegar al lado del carro y distinguir en la oscuridad nuestras fachas embardunados de heces, barro y paja, este hecho actuó con un freno definitivo en sus ímpetus de abrazarnos y se conformó, quizás con dolor, con alargarnos la mano que, cuando intentamos asirla en gesto de agradecimiento, disimuladamente retrajo. De todas formas duró poco su minuto de gloria porque las que eran nuestras madres llegaron un instante después, y mal está el decirlo, pero tampoco se decidieron a abrazarnos, porque en honor a la verdad en aquellas condiciones abrazarnos era como  abrazar dos mierdas de doce quilos.

Tomó la palabra el vecindario, en especial ellas, y algunas se decantaron a nuestro favor descaradamente con frases como: “pobrecitos, ha sido una travesura”, “ ya no lo van a hacer más, bastante tienen con el susto que se han llevado” y otras parecidas, queriendo quitarle hierro al asunto, cosa que agradecimos en nuestro fuero más íntimo. Pero en todo rebaño hay una oveja negra y no podía faltar aquí. Fue la Señora Lucrecia, mujer del Guardia Civil Falcón un tipo parecido a un oso, quien con muy mala idea soltó a media voz, lo justo para que todo el mundo le prestara atención,  “¡cómo no van a hacer burradas si los están criados como salvajes!”.

Supongo que nuestras madres la oyeron y se mordieron la lengua porque no era el mejor momento para empezar una trifulca. De la mano, Juanito calle arriba y yo calle abajo, sin oposición, pero con el cuerpo tieso y las piernas rectas, porque la mezcla ponzoñosa que nos envolvía empezaba a tomar consistencia sólida, nos condujeron las respectivas hasta la casa donde un baño de cinc fue colmándose de agua tibia al ritmo que la hornilla de gasoil tardaba en calentarla.

Una vez el baño lleno y al lado justo de la copa de cisco que algún alama caritativa había traído para calentar la habitación, pasé dos horas en remojo restregado hasta el perder la primera capa de piel y la capa de la torería -!amada capa mía!- que terminó sus aventura al día siguiente como las brujas o los libros prohibidos, derretida por el fuego de una pira con la anuencia de gran parte del vecindario. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario