Es
obvio comentar que un buey es algo así como dos o tres veces un toro de verdad.
Lo es por lo alto, por lo gordo y por los cuernos, lo que comparado con los
escasos centímetros que mediamos Juanito y yo -presuntos maletillas-, hacía que
el desafío de David y Goliat pareciera una tonta fruslería comparado con aquello
que nos habíamos propuesto.
Pero
ni que el tamaño de la cabeza del morlaco duplicara nuestro tamaño nos amilanó
porque sabíamos que la gloria nos esperaba entre la impresionante cornamenta
del rojizo buey dando saltos de uno a otro como si de una malabarista se
tratara. Tras mirarnos, para darnos mutuos ánimos, y apretar con decisión los
dientes de leche, capote en mano desafiamos a los elementos y al cornúpeta
desde una prudente distancia. No tengo claro si lo hicimos a puerta gayola,
aunque en buena lógica pienso que la estampa del lance de los dos torerillos,
aquella tarde a las afueras de Gines, hubiera sido complicada que quedara para
la posteridad retratada salvo que hubiéramos contado con una escalera o un banquillo
que nos alzara del suelo.
En
el fragor de la faena,- nuestro fragor, porque como imaginarán el buey pasaba
de la situación-, los egos toreros de los que hacíamos gala no estaban en
disposición de permitir dejar pasar por alto aquella afrenta de indiferencia
vacuna, así que nos fuimos arrimando, poquito a poco, muy poquito a poco, con
expresiones que llamaran su atención y
nos hicieran visibles a la inoportuna ceguera animal. Una vez y otra se oyó en
la semioscuridad de la vaquería dos voces infantiles entrecortadas gritando a
coro: ¡ Eje bishoooo!.
El
día daba sus últimos suspiros y la luna, desde... desde donde tiene que salir la luna, hizo su
entrada por el horizonte para no perderse la imagen tan pinturera, tan
artística y tan torera que se recortaba al contraluz en aquella memorable tarde
de otoño, y desde luego, que no se la perdió. En uno de esos ¡Eje toro!, el
bicharraco, en el culmen de la indiferencia, doblo las patas delanteras y como
si nada le esperara se dejó caer sobre el suelo tumbándose tranquilamente.
Aquello para nosotros fue un golpe bajo, tan bajo como la moral que se nos iba
escapando por instantes.
Sin
embargo, animados por la confianza de la mansedumbre del animal nos fuimos
arrimando cada vez más, cierto es que con actitud menos torera, hasta ponernos
a pocos centímetros de sus cuernos. La confianza no sólo pierde al hombre hecho
y derecho, sino que incluso a los aspirantes le da motivos para arrepentirse
como vimos a continuación. El buey rumiaba con la tranquilidad infinita que daban
sus cortas entendederas, tan sólo movía el rabo de vez en cuando para espantar
alguna mosca cuando nos sorprendió con una sacudida de la cabeza pillándome de
refilón. Ocurrió como el juego de los bolos que le das a uno y se caen casi
todos, pues aquí no hubo casi, porque los dos salimos despedidos por los aires para
ir a caer a varios metros despatarrados a todo lo largo.
De
tal guisa, Juanito y yo nos miramos, nos lloramos, nos abrazamos e intentamos
salir del coso renunciando a las botas hundidas, con tal suerte que, en el
preciso en que alcanzábamos la valla que lo delimitaba, apareció el encargado del avituallamiento de
la bestia montado en un carro cargado de paja. No es que fuera muy listo el arriero,
es que era evidente que pringados como estábamos, lanzando al aire sollozos destemplados y, por si hubiera alguna
duda, las capas en mano daban fiel testimonio
de la evidencia del intento torero.
El hombre bajó del carro como alma que lleva
el diablo y tras superar el vallado de un salto a una mano, comprobó con satisfacción
que estábamos, aunque sucios, físicamente enteros y sin otras heridas que no
fueran las del orgullo. Tras resoplar largamente echando afuera la angustia
vivida hasta la comprobación de la integridad inmaculada, dio lo que nos pareció sinceras gracias al cielo por no
haber ocurrido una desgracia.
Pero
el ángel salvador fue un espejismo porque al cabo de nada se volvió un demonio sin
cuernos ni rabo para largarnos tal reprimenda que parecía que la hubiera
ensayado durante largo tiempo. La adornó con exabruptos y amenazas de todo tipo,
poniendo especial énfasis en las relacionadas con cortarnos ciertos atributos,
entre los que sobresalía la coleta, o tal vez dijera la colita, supongo que comprendan
que con el nerviosismo del momento no tenga memoria exacta de sus palabras,
aunque me temo que lo más seguro es que se refiriera a ambas. Afortunadamente
todo quedó en amenazas y una de las dos seguimos conservándola.
Cuando se quedó a gusto, y tras dar su ración
de paja al animal, nos alzó por la tirilla de la camisa sin decir ni una
palabra, satisfecho, supongo, con la perorata. Con más asco que fuerza, nos
subió al carro donde, al ritmo cansino de la mula y movido de lado a lado por los
baches del carril, nos fuimos acercando a las primeras calles a la vez que nos rebozábamos en los restos de paja
sobre los que nos colocó. Los restos vegetales se asieron a la masa de barro
que nos envolvía consiguiendo que más que dos aspirantes a toreros tuviéramos
el aspecto de una pareja de espantapájaros enanos.
El
pueblo, que no estaba a más de diez metros, andaba revolucionado porque las
respectivas progenitoras habían echado en falta a sus retoños y, como es sabido,
eso siempre desemboca en histeria. Cuando llegamos aún no era colectiva, pero
tenía visos de que de haberle dado tiempo lo hubiera conseguido.
Afortunadamente nuestro ángel-demonio salvador puso en antecedentes, voz en
grito, a la parroquia de que traía a los retoños, si no o de buen ver, al menos
con la salud incólume. La información calmó, hasta donde pudo, aunque sin
lograrlo totalmente hasta que un abrazo maternal y una revisión completa de
miembros y zonas vitales lo confirmara.
Es
curioso, pero cuando esperas que el
cielo caiga sobre tu cabeza, un golpe de suerte inesperado, una liebre que
salta o un abrazo hace que todo quede en suspenso colgado de un tenue hilo
que depende no ya de ti o de los tuyos, sino de los comentarios de las vecinas.
Las vecinas, como es bien sabido, son la
memoria colectiva del pueblo llano, aunque esa memoria suela extraviarse ante
la realidad con cierta asiduidad y dependiendo de las ocasiones y de a quién
criticar. Lo que no hay duda es que son diversas y múltiples, como lo es el
contenido de una caja de la suerte donde al meter la mano sin mirar puedes
alcanzar un suave peluche o un clavo con el que te pinchas. Así son ellas, índices
bursátiles del barrio donde se cuece la historia y el futuro de quien, como
nosotros, habíamos dado libre albedrío a la imaginación en busca de lo que
suponíamos el tesoro de la consagración taurina. Aunque no sea disculpable, me
gustaría indicar que entonces Diego
Puertas o Paco Camino eran en la
España de mi infancia lo que son hoy Messi o Ronaldo para los niños.
Como
decía, a pesar de los pocos años con los que contábamos, no sé si por intuición
o por ciencia infusa, porque lo que es evidente es que no lo era por
conocimiento científico, sabíamos que las vecinas tenían el poder de cambiar el
curso de los tiempos y, sobre todo, el curso del castigo que nos esperaba por nuestra
travesura; por eso, cuando la distancia fue lo suficiente corta como para que
nuestros sollozos pudieran derretir sus corazones, comenzamos a llorar como si
el mismo lucifer nos estuviera desgarrando las entrañas.
Los
plañideros lamentos hicieron su efecto
en la mayoría de la concurrencia femenina y en especial en Doña María, una
mujerona de pelo blanco que lloraba incluso cuando le contaban un chascarrillo,
hasta tal punto que no pudo aguantar más y salió corriendo hacia el carro que
nos portaba como condenados a garrote, dejándose atrás una
zapatilla de pana de esa de estar en casa pero que servían lo mismo para la
camilla de cisco que para ir a la Iglesia los domingos. Mientras se acercaba moviéndose en su cuerpo
todo lo que en una mujer entrada en quilos y en años es movible, se le escapó
de lo más profundo de su pecho un “angelitos” que tuvo, durante unos segundos
el poder de detener al mundo y quizás las represalias.
Al
llegar al lado del carro y distinguir en la oscuridad nuestras fachas embardunados
de heces, barro y paja, este hecho actuó con un freno definitivo en sus ímpetus
de abrazarnos y se conformó, quizás con dolor, con alargarnos la mano que,
cuando intentamos asirla en gesto de agradecimiento, disimuladamente retrajo.
De todas formas duró poco su minuto de gloria porque las que eran nuestras
madres llegaron un instante después, y mal está el decirlo, pero tampoco se decidieron
a abrazarnos, porque en honor a la verdad en aquellas condiciones abrazarnos
era como abrazar dos mierdas de doce
quilos.
Tomó
la palabra el vecindario, en especial ellas, y algunas se decantaron a nuestro
favor descaradamente con frases como: “pobrecitos, ha sido una travesura”, “ ya
no lo van a hacer más, bastante tienen con el susto que se han llevado” y otras
parecidas, queriendo quitarle hierro al asunto, cosa que agradecimos en nuestro
fuero más íntimo. Pero en todo rebaño hay una oveja negra y no podía faltar
aquí. Fue la Señora Lucrecia, mujer del Guardia Civil Falcón un tipo parecido a
un oso, quien con muy mala idea soltó a media voz, lo justo para que todo el
mundo le prestara atención, “¡cómo no
van a hacer burradas si los están criados como salvajes!”.
Supongo
que nuestras madres la oyeron y se mordieron la lengua porque no era el mejor
momento para empezar una trifulca. De la mano, Juanito calle arriba y yo calle
abajo, sin oposición, pero con el cuerpo tieso y las piernas rectas, porque la
mezcla ponzoñosa que nos envolvía empezaba a tomar consistencia sólida, nos
condujeron las respectivas hasta la casa donde un baño de cinc fue colmándose
de agua tibia al ritmo que la hornilla de gasoil tardaba en calentarla.
Una
vez el baño lleno y al lado justo de la copa de cisco que algún alama
caritativa había traído para calentar la habitación, pasé dos horas en remojo
restregado hasta el perder la primera capa de piel y la capa de la torería
-!amada capa mía!- que terminó sus aventura al día siguiente como las brujas o
los libros prohibidos, derretida por el fuego de una pira con la anuencia de
gran parte del vecindario.
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