martes, 12 de marzo de 2013

Realidad y deseo, por José García.


Podían ser las primeras luces de la mañana o el resplandor vespertino que acompaña la caída del día. Cada cual se apresta a consumar su quehacer, en el rol donde, cada uno de forma individual y colectiva, ha de desenvolverse en la vida; llevando entre sus aperos la voluntad y el arrojo para afrontar sus adversidades, así como la ilusión y el carácter para abordar sus retos de futuros. En la translación de esa vitalidad que tiene el ser humano para superar cualquier dificultad, anteponiendo a estas la realización de sus sueños. Como bien relata Ana Frank en su diario. El día, el momento, podría ser en cualquier lugar o rincón del mundo; podría ser el día  soleado, propiciando una luz y colorido intenso, o gris aplomado, pudiendo mostrar también ese halo de viveza y luminosidad, que el blanco de la nieve le transfiere al paisaje; en cualquier caso, el día, el tiempo, puede ser bello, si se tienen deseos y ganas de vivir, por o para alguien o algo. O puede convertirse en tragedia, si tienes la fatalidad de tropezar con el mal, que me temo que existe.

Si tuviera que decir quién soy, podría adoptar una personalidad múltiple y en cualquier lugar del planeta. Podría llamarme Peio, en la plaza de Guernica de vuelta a casa, tras mi jornada como recadero en un comercio; o Anke en Dresde, Sergey en Stalingrado, Akira en Hiroshima o Nagasaki, Nguyen en cualquier aldea perdida de Vietnam, o Salvador en Santiago de Chile; en esos momentos de calma tensa, que se viven en zonas de conflictos bélicos; o haciendo cola en cualquier comercio, para comprar pan posiblemente, como, Voislav en Belgrado, Mirsad en Sarajevo, Amila en Bagdad, Aisha en Gaza, Fátima en Siria, o en cualquier mercado de Paquistán, Nigeria, Mali o Kenia; puedo estar en un tren en Colombo (Sry Lanka),o en un autobús en Tel Aviv; rezando en una iglesia, mezquita o sinagoga en cualquier parte del mundo, o en un avión en pleno vuelo; también puedo ser Alexey en aquel colegio de Beslan (Osetia del Norte), Mijaíl y Alexandra en el Teatro Dubrovka de Moscú, Montse en aquel Hipercor de Barcelona, Paula despertándome en la Casa Cuartel de Zaragoza, Brid en Omagh, Evelyn en Bari; y como no, puedo ser Michael, bombero de New York o José, el puertorriqueño que trabajaba en la limpieza de las torres gemelas; puedo ser Manuel, Ahmed o Sara, aún casi dormidos, subiendo al tren en la estación del Pozo del Tío Raimundo, o Andrew en el metro de Londres. Gentes, seres humanos ajenos e indefensos ante la acción de aquellos que hacen del mal y la violencia el referente para alcanzar sus objetivos, y que les deslegitima socialmente.

Se produce un ruido estremecedor, todos quedan enmudecidos y ensordecidos, nadie parecer hablar ni escuchar a nadie, todos parecen haber adquirido un lenguaje de signos y gesticulaciones, el silencio parece haberse apoderado del lugar; sin tiempo a la reacción, una explosión de fuego, que arrasa y calcina todo cuanto le rodea, con una subida de temperatura que quema la piel; inmediatamente da paso a una ennegrecida y polvorienta nube, de la que empiezan a emerger, como si de fantasmas se tratara, seres polvorientos y ensangrentados, tambaleantes y desorientados, que pese a ello reflejan en sus caras y en sus miradas la incredulidad de no saber que está ocurriendo, y al mismo tiempo el horror. Poco a poco la nube de polvo va desapareciendo dejando a la vista un panorama desolador; edificios derruidos, amasijos de hierro y aluminio, personas calcinadas y petrificadas, al igual que el entorno, personas que se revuelven, heridas, por el dolor u otras que no se atreven ni a moverse por miedo a comprobar si ello es posible o no; poco a poco vas recuperando la audición y no te llegan más que lamentos de dolor y de rabia, no encuentras palabras para expresar lo que estás viendo, lo que ha ocurrido. Te asaltan sentimientos enfrentados y afloran las lagrimas cuando recuerdas como hace solo un instante estos edificios, aviones, trenes y calles estaban llenos de ilusiones  de vida y futuro, ahora truncadas violentamente y lloras de amargura, impotencia y dolor, al tiempo que te aflora la rebeldía, la rabia y el desprecio, contra aquellos que a su vez, desprecian la libertad y la vida.

¿A qué motivos ruines sirven estos crímenes?
¿Qué sin sentido y sinrazón mueve a estos asesinos?

Durante largo tiempo me embargaron estos sentimientos, aunque en mayor o menor intensidad me acompañará siempre, reflexionando largamente una y otra vez sobre estas actitudes, ¿Qué creencia religiosa, política o sentimiento nacionalista e independentista, puede sustentar estos hechos?

Nadie está en posesión de lo absoluto, ni puede ni debe imponerlo a los demás, y aunque la cuestión de lo absoluto tiene su caldo de cultivo en el totalitarismo, hoy surge un absoluto democrático, sustentado en el neoliberalismo imperante, que se intenta imponer a los demás.

Me he preguntado y preguntado a los demás, una y otra vez. Si la velocidad de la luz o del sonido no se aceleran o detienen, ante límites o fronteras físicas o políticas, ni ante la pertenencia a raza, religión o civilización alguna, si el día y la noche actúa por igual para todos, si todo esto es universal como la ciencias, porqué no asumimos nuestras identidades con respeto hacia los demás, o en una alquimia prudente e inteligente que nos haga recuperar los amplios horizontes de lo pagano, donde los dioses se toleraban mutuamente, en vez de potenciar los espacios cerrados del monoteísmo, en el que se enfrentan distintas concepciones de un mismo dios.

Porqué la promesa, la esperanza que para todos los individuos o colectivos, sin discriminación de raza, credo e ideología, representa La Declaración Universal de los Derechos Humanos, no lo hacemos una realidad. Que la realidad y deseo se conviertan en derecho.

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