En los años noventa, la influencia de mis padres en mi vida era tan agobiante que
decidí dejar a un lado mis pretensiones de deportista profesional y centrame en
lo que ellos más deseaban: labrarme un porvenir. Y así lo hice. Con veinticinco
años German Ortuñez, un servidor, no sólo había terminado con éxito la carrera
de derecho sino que por ser un buen hijo y obediente, mis padres me habían
pagado un master en la Universidad privada de Madrid.
También me casé, con mi compañera
de carrera Elvira, una chica sencilla aunque de familia adinerada y con una simple pretensión, conseguir un
buen partido, para no perder su estatus social, o sea yo otra vez. Estas
circunstancias me convertía en un hijo ideal, con lo cual mis progenitores no se
cansaban de elogiarme y sentirse extremadamente satisfechos por el resultado de
su gran sacrificio en mi educación. No eran capaces de ver más allá. Si lo
hubieran hecho se habrían encontrado a un hombre totalmente insatisfecho y con
una gran frustración interna.
Existen días en los que te dices
a ti mismo porque te harás levantado, pero lo malo es cuando ese día se
transforman en semanas y esas semanas en
meses y para más INRI la vida se empeña en empujarte a ser un poco más
desgraciado. Y así, así fue aquel
fatídico año de 2001, cuando mis padres murieron en un aparatoso accidente de
tráfico dejándome tan vacío como una tinaja hueca. Este hecho fue el desencadenante de una depresión que me
hizo engordar cincuenta kilos, y a desatender de tal manera mi matrimonio con
Elvira que un día al volver de un viaje de negocios, me encontré un sobre de mi
esposa donde simplemente me decía “No puedo seguir viviendo contigo, me ahogo”
No le guardo rencor, todo lo
contrario fue más valiente que yo, que no me atreví a rebelarme contra mis padres mientras ellos
vivían. El hecho de su abandono tampoco
contribuyó en gran medida a acentuar la indiferencia por la vida en
general aunque me ayudó a reconocer que desde hacía tiempo había dejado de
quererla. Esta vez mi carácter de
resignación actuó en mi favor.
Mi vida podía haber seguido así
durante mucho tiempo más. Mi sueldo me garantizaba una existencia holgada, con
más de un exceso y en cuestiones de mujeres, pues de vez en tenía una aventura,
donde las fingidas atenciones femeninas disfrazaban la verdadera razón: pasar
una noche con un hombre, no importaba la gordura si conllevaba un trato
caballeroso y gastos pagados, y de ambos estaba yo bien sobrado.
No quería darme cuenta en el pozo
en que me estaba hundiendo prácticamente desde que tuve uso de razón. Era uno de tantos que se dejaban
llevar por la inercia de la vida que creían que el destino estaba escrito en
las estrellas y que por nada que hicieras
podrías cambiarlo. Aunque yo esperaba en lo más interno de mi ser, algo
que me hiciera reaccionar.
Para algunas personas es un susto
con la salud o cualquier otro tipo de desgracia, para otros una simple imagen.
Yo fui de los segundos.
Me acuerdo muy bien del día en
que mi vida giró 180 grados. El 21 de junio de 2006 y con 130 kilos no fui capaz de atarme los
cordones de los zapatos, sudando como un cerdo me miré al espejo y me devolvió
la mirada una persona que no conocía. La impresión fue impactante. Impactante.
Y comencé a llorar como un chiquillo. Lágrimas de insatisfacción retenidas
durante muchos años. Ese mismo día presenté mi dimisión en el bufete de
abogados y presioné para que me aceptaran fuera de plazo en un centro de
adelgazamiento donde no sólo me enseñarían
a comer equilibradamente sino a buscar la felicidad en mi vida.
Dentro de la maleta, entre el equipaje que llevé a al clínica, metí una
foto enmarcada. En ella se veía a un chico, yo,
de unos diecinueve años sonriendo, levantando en la mano una medalla de oro, y en el marco gravada
una reseña “Primer puesto en 1.500
metros Universidad de Madrid 1991”. Fue mi talismán durante el año que duró el
reencuentro conmigo mismo
Cuando dejé la clínica , invertí en un pequeño
negocio al que puse de nombre “Come bien, vive bien” y aunque me convencí de que era inútil
rasgarme las vestiduras por haber perdido tanto tiempo, y que nunca llegaría a ser un corredor profesional,
no deseché el deporte que tanto bien me
está haciendo, y como decía un compañero de la clínica, “si crees que no sirves
ya para ningún deporte o piensas que eres mayor, es el momento de prepararte
para la Maratón.
Y desde entonces vengo
compitiendo en carreras de larga distancia y aunque no llego a estar entre los
100 primeros de España, hoy 4 de noviembre de 2013 voy a cumplir un sueño que
jamás pensé que se hiciera realidad.
En el puente de Stanten Island,
rodeado de más de 48.000 corredores, cada uno con una historia diferente,
procuro estirar los músculos como puedo,
acaricio disimuladamente mi dorsal. Creo que mis ojos están húmedos y no es del
frío. Concentrado, espero a que den, de un momento a otro, la salida de una
nueva edición de uno de los grandes: El
Maratón de Nueva York.
No hay comentarios:
Publicar un comentario