jueves, 23 de enero de 2014

Frustración vencida, por Matilde López de Garayo.


En los años noventa, la influencia de mis padres en mi vida era tan agobiante que decidí dejar a un lado mis pretensiones de deportista profesional y centrame en lo que ellos más deseaban: labrarme un porvenir. Y así lo hice. Con veinticinco años German Ortuñez, un servidor, no sólo había terminado con éxito la carrera de derecho sino que por ser un buen hijo y obediente, mis padres me habían pagado un master en la Universidad privada de Madrid.

También me casé, con mi compañera de carrera Elvira, una chica sencilla aunque de familia adinerada  y con una simple pretensión, conseguir un buen partido, para no perder su estatus social, o sea yo otra vez. Estas circunstancias me convertía en un hijo ideal, con lo cual mis progenitores no se cansaban de elogiarme y sentirse extremadamente satisfechos por el resultado de su gran sacrificio en mi educación. No eran capaces de ver más allá. Si lo hubieran hecho se habrían encontrado a un hombre totalmente insatisfecho y con una gran frustración interna.

Existen días en los que te dices a ti mismo porque te harás levantado, pero lo malo es cuando ese día se transforman en semanas y  esas semanas en meses y para más INRI la vida se empeña en empujarte a ser un poco más desgraciado. Y así, así  fue aquel fatídico año de 2001, cuando mis padres murieron en un aparatoso accidente de tráfico dejándome tan vacío como una tinaja hueca. Este hecho fue  el desencadenante de una depresión que me hizo engordar cincuenta kilos, y a desatender de tal manera mi matrimonio con Elvira que un día al volver de un viaje de negocios, me encontré un sobre de mi esposa donde simplemente me decía “No puedo seguir viviendo contigo, me ahogo”

No le guardo rencor, todo lo contrario fue más valiente que yo, que no me atreví a  rebelarme contra mis padres mientras ellos vivían. El hecho de su abandono tampoco  contribuyó en gran medida a acentuar la indiferencia por la vida en general aunque me ayudó a reconocer que desde hacía tiempo había dejado de quererla. Esta vez mi carácter de  resignación actuó en  mi favor.

Mi vida podía haber seguido así durante mucho tiempo más. Mi sueldo me garantizaba una existencia holgada, con más de un exceso y en cuestiones de mujeres, pues de vez en tenía una aventura, donde las fingidas atenciones femeninas disfrazaban la verdadera razón: pasar una noche con un hombre, no importaba la gordura si conllevaba un trato caballeroso y gastos pagados, y de ambos estaba yo bien sobrado.

No quería darme cuenta en el pozo en que me estaba hundiendo prácticamente desde que tuve uso  de razón. Era uno de tantos que se dejaban llevar por la inercia de la vida que creían que el destino estaba escrito en las estrellas y que por nada que hicieras  podrías cambiarlo. Aunque yo esperaba en lo más interno de mi ser, algo que me hiciera reaccionar.

Para algunas personas es un susto con la salud o cualquier otro tipo de desgracia, para otros una simple imagen. Yo fui de los segundos.

Me acuerdo muy bien del día en que mi vida giró 180 grados. El 21 de junio de 2006  y con 130 kilos no fui capaz de atarme los cordones de los zapatos, sudando como un cerdo me miré al espejo y me devolvió la mirada una persona que no conocía. La impresión fue impactante. Impactante. Y comencé a llorar como un chiquillo. Lágrimas de insatisfacción retenidas durante muchos años. Ese mismo día presenté mi dimisión en el bufete de abogados y presioné para que me aceptaran fuera de plazo en un centro de adelgazamiento donde no sólo me enseñarían  a comer equilibradamente sino a buscar la felicidad en mi vida.

Dentro de la maleta, entre  el equipaje que llevé a al clínica, metí una foto enmarcada. En ella se veía a un chico, yo,  de unos diecinueve años sonriendo, levantando en la mano  una medalla de oro, y en el marco gravada una  reseña “Primer puesto en 1.500 metros Universidad de Madrid 1991”. Fue mi talismán durante el año que duró el reencuentro conmigo mismo

 Cuando dejé la clínica , invertí en un pequeño negocio al que puse de nombre “Come bien, vive bien”  y aunque me convencí de que era inútil rasgarme las vestiduras por haber perdido tanto tiempo, y que nunca   llegaría a ser un corredor profesional, no  deseché el deporte que tanto bien me está haciendo, y como decía un compañero de la clínica, “si crees que no sirves ya para ningún deporte o piensas que eres mayor, es el momento de prepararte para  la Maratón.    

Y desde entonces vengo compitiendo en carreras de larga distancia y aunque no llego a estar entre los 100 primeros de España, hoy 4 de noviembre de 2013 voy a cumplir un sueño que jamás pensé que se hiciera realidad.


En el puente de Stanten Island, rodeado de más de 48.000 corredores, cada uno con una historia diferente, procuro estirar los músculos  como puedo, acaricio disimuladamente mi dorsal. Creo que mis ojos están húmedos y no es del frío. Concentrado, espero a que den, de un momento a otro, la salida de una nueva  edición de uno de los grandes: El Maratón de Nueva York.

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