viernes, 17 de enero de 2014

Mujer y Reina, por José García



Nací en la pequeña localidad de Madrigal de las Altas Torres, en la provincia de Ávila. Fruto del segundo matrimonio de mi padre. Dos años más tarde nació mi hermano Alfonso. No tuve una infancia fácil, aunque pudiera parecer lo contrario. Mi padre murió cuando solo contaba con tres años de edad, mi madre no superó su perdida y ello pudo ser causa de la enajenación mental que padeció. Ante los ataques de locura de mi madre, pasábamos temporadas solos y recluidos con nuestros tutores. Asumí, pese a mi corta edad, la protección de mi hermano menor. Busqué refugio en la lectura de libros religiosos que avivaron mi fe, virtudes que afortunadamente me acompañaron a lo largo de mi vida, y que me ayudaron a soportar desgracias e infortunios. La primera y más dolorosa, la muerte de mi hermano Alfonso, cuando contaba escasos dieciséis años y con la duda sobre la verdadera causa de la misma. Esta circunstancia además, de dolorosa, alteró lo que el destino me deparaba. Había crecido como una niña cuyo futuro no revestía la menor importancia. Ahora debía asumir competencias y responsabilidades que estaban llamadas a ser protagonizadas por Alfonso, mi hermano.

Sí, soy mujer, me llamo Isabel, Isabel de Trastamara. Recibí el nombre de mi madre, que entonces no era muy frecuente.

De inmediato tuve que afrontar la disputa del reino de Castilla a mi hermanastro Enrique. Desde mi infancia había vivido las intrigas e influencias de los nobles en la política. Por lo que era un reto el subyugar el intervencionismo de la nobleza y reafirmar el poder de la corona, ante el carácter débil que mostraba Enrique. En plena contienda contraigo matrimonio con Fernando de Aragón. Lo hicimos en secreto, pues no contaba con el respaldo de mi hermanastro, que sabía del carácter estratégico de esta unión. De hecho lo fue para el desenlace final. Por ello había intentado con anterioridad formalizar mi compromiso, aunque de forma infructuosa, con candidatos afines a sus propósitos.

Conseguimos la unión de dos monarquías de la dinastía Trastamara. Pues éramos primos y tuvimos que esperar una gula papal para su reconocimiento Es cierto que el nuestro no fue un matrimonio romántico. Pero intentamos hacer un cumplimiento religioso del mismo, minimizando la sempiterna galantería de Fernando y que a veces dieron lugar a infidelidades circunstanciales. Ambos nos comprendimos y llegamos a disfrutar de la pasión del amor.

A la muerte de mi hermanastro Enrique, no dudé en proclamarme reina de Castilla, pese a que Fernando se encontraba en sus deberes del reino de Aragón. No le gustó que tomara esta decisión sin él, pero había que dar el golpe de efecto y dejar constancia ante todos que yo era reina de Castilla. Limamos nuestras diferencias y compartimos responsabilidades en aras de hacer efectivo este nombramiento. Hecho que sucedió años después con la firma de la paz con Portugal. Había conseguido por fin la unión de toda Castilla y acatamiento de todos a la corona. Este mismo año muere Juan II de Aragón, padre de Fernando, lo que lo convierte en monarca de Aragón, Cataluña, Valencia, Baleares, Cerdeña y Sicilia.

Procedí a la creación de Las Ordenanzas Reales de Castilla, efectué la reordenación Legislativa de las Cortes de Toledo, restablecí La Hermandad de Castilla, que reorganizó los bienes del reino y del ejército. Propicié el desarrollo de Gótico y la entrada del Renacimiento. Puse fin, con la conquista del reino Nazarí de Granada, a ocho siglos de presencia musulmana. La última gran cruzada del cristianismo, que nos valió el sobrenombre de Católicos. Otorgado por una gula del papa Alejandro VI. Fue determinante nuestra colaboración en el descubrimiento de América, pese a que en principio se trataba de encontrar un nuevo curso hacia las Indias. Por entonces también anexionamos a la corona las Islas Canarias y núcleos del norte de África.

Fruto del matrimonio con Fernando, tuvimos cinco hijos, Isabel, Juan, Juana, María y Catalina. Creo que aunque con disciplina, fui tierna y afectuosa madre, culta y domestica.

Siempre actué al dictado de mis convicciones y fe religiosas. Instauré el Santo Oficio. Fueron casi treinta años de gobierno en los que tuve que usar mano de hierro. No dudé en mi determinación a la hora de firmar las penas y castigos de la Inquisición. Para acabar con los herejes y vigilar estrechamente a los conversos judíos y musulmanes. A los que acabé expulsando definitivamente y unificando a todos en torno al catolicismo.

Hoy enferma y atormentada por los infortunios familiares, como si un negro manto nos amenazase con sus sombras, peno por la sucesión y el futuro del reino. La muerte de mi hijo Juan y el aborto de su esposa. También de mi hija mayor Isabel y de su hijo Miguel, heredero que pudo ser de Castilla y Portugal. Y en Juana asoman síntomas de desequilibrios. Algo que supe dominar, el tormento de los celos, en Juana han anidado ante los desaires de Felipe. Todas estas cuitas han agitado mis miedos.
El final, que ya adivino, de mis días son angustiosos. Para unos fui ilustración del reino, para otros una usurpadora. Santa para unos, fanática para otros. Sensible, pero implacable. Autoritaria y firme en mis convicciones. En resumen, para unos una mujer santa, plena de virtudes políticas y humanas, para otros una mujer sin escrúpulos.
Quiero testimoniar que mi mayor fortuna ha sido poder contar con Fernando, que aunque nuestro matrimonio se fraguó por criterios políticos, fui una esposa enamorada y quiero que quede memoria del singular amor que siempre le tuve. La acción política llevada a cabo, no hubiera sido posible, sin la solidez de nuestra unión. Mi último aliento es ordenar a Juana y su marido, que muestren obediencia y honor a Fernando. Porque es excelente rey y padre y está dotado  de grandes virtudes.

“Que la acción inquisitorial es buena y habría siempre que favorecerla contra la herética pravedad.” Así como la “Conservación y defensa de la fe católica, hasta poner las personas y vidas y lo que tuvieren, cada que fuere menester.”


Este ha sido el dilema de mi vida. Podré haber acertado o cometido errores, que dios y la historia lo juzgue.

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