Nací en la pequeña
localidad de Madrigal de las Altas Torres, en la provincia de Ávila. Fruto del
segundo matrimonio de mi padre. Dos años más tarde nació mi hermano Alfonso. No
tuve una infancia fácil, aunque pudiera parecer lo contrario. Mi padre murió
cuando solo contaba con tres años de edad, mi madre no superó su perdida y ello
pudo ser causa de la enajenación mental que padeció. Ante los ataques de locura
de mi madre, pasábamos temporadas solos y recluidos con nuestros tutores.
Asumí, pese a mi corta edad, la protección de mi hermano menor. Busqué refugio
en la lectura de libros religiosos que avivaron mi fe, virtudes que
afortunadamente me acompañaron a lo largo de mi vida, y que me ayudaron a
soportar desgracias e infortunios. La primera y más dolorosa, la muerte de mi
hermano Alfonso, cuando contaba escasos dieciséis años y con la duda sobre la
verdadera causa de la misma. Esta circunstancia además, de dolorosa, alteró lo
que el destino me deparaba. Había crecido como una niña cuyo futuro no revestía
la menor importancia. Ahora debía asumir competencias y responsabilidades que
estaban llamadas a ser protagonizadas por Alfonso, mi hermano.
Sí, soy mujer, me llamo
Isabel, Isabel de Trastamara. Recibí el nombre de mi madre, que entonces no era
muy frecuente.
De inmediato tuve que
afrontar la disputa del reino de Castilla a mi hermanastro Enrique. Desde mi
infancia había vivido las intrigas e influencias de los nobles en la política.
Por lo que era un reto el subyugar el intervencionismo de la nobleza y reafirmar
el poder de la corona, ante el carácter débil que mostraba Enrique. En plena
contienda contraigo matrimonio con Fernando de Aragón. Lo hicimos en secreto,
pues no contaba con el respaldo de mi hermanastro, que sabía del carácter
estratégico de esta unión. De hecho lo fue para el desenlace final. Por ello había
intentado con anterioridad formalizar mi compromiso, aunque de forma
infructuosa, con candidatos afines a sus propósitos.
Conseguimos la unión de
dos monarquías de la dinastía Trastamara. Pues éramos primos y tuvimos que
esperar una gula papal para su reconocimiento Es cierto que el nuestro no fue
un matrimonio romántico. Pero intentamos hacer un cumplimiento religioso del
mismo, minimizando la sempiterna galantería de Fernando y que a veces dieron
lugar a infidelidades circunstanciales. Ambos nos comprendimos y llegamos a
disfrutar de la pasión del amor.
A la muerte de mi
hermanastro Enrique, no dudé en proclamarme reina de Castilla, pese a que Fernando
se encontraba en sus deberes del reino de Aragón. No le gustó que tomara esta
decisión sin él, pero había que dar el golpe de efecto y dejar constancia ante
todos que yo era reina de Castilla. Limamos nuestras diferencias y compartimos
responsabilidades en aras de hacer efectivo este nombramiento. Hecho que
sucedió años después con la firma de la paz con Portugal. Había conseguido por
fin la unión de toda Castilla y acatamiento de todos a la corona. Este mismo
año muere Juan II de Aragón, padre de Fernando, lo que lo convierte en monarca
de Aragón, Cataluña, Valencia, Baleares, Cerdeña y Sicilia.
Procedí a la creación
de Las Ordenanzas Reales de Castilla, efectué la reordenación Legislativa de
las Cortes de Toledo, restablecí La Hermandad de Castilla, que reorganizó los
bienes del reino y del ejército. Propicié el desarrollo de Gótico y la entrada
del Renacimiento. Puse fin, con la conquista del reino Nazarí de Granada, a
ocho siglos de presencia musulmana. La última gran cruzada del cristianismo, que
nos valió el sobrenombre de Católicos. Otorgado por una gula del papa Alejandro
VI. Fue determinante nuestra colaboración en el descubrimiento de América, pese
a que en principio se trataba de encontrar un nuevo curso hacia las Indias. Por
entonces también anexionamos a la corona las Islas Canarias y núcleos del norte
de África.
Fruto del matrimonio
con Fernando, tuvimos cinco hijos, Isabel, Juan, Juana, María y Catalina. Creo
que aunque con disciplina, fui tierna y afectuosa madre, culta y domestica.
Siempre actué al
dictado de mis convicciones y fe religiosas. Instauré el Santo Oficio. Fueron
casi treinta años de gobierno en los que tuve que usar mano de hierro. No dudé
en mi determinación a la hora de firmar las penas y castigos de la Inquisición.
Para acabar con los herejes y vigilar estrechamente a los conversos judíos y
musulmanes. A los que acabé expulsando definitivamente y unificando a todos en
torno al catolicismo.
Hoy enferma y
atormentada por los infortunios familiares, como si un negro manto nos
amenazase con sus sombras, peno por la sucesión y el futuro del reino. La
muerte de mi hijo Juan y el aborto de su esposa. También de mi hija mayor
Isabel y de su hijo Miguel, heredero que pudo ser de Castilla y Portugal. Y en
Juana asoman síntomas de desequilibrios. Algo que supe dominar, el tormento de
los celos, en Juana han anidado ante los desaires de Felipe. Todas estas cuitas
han agitado mis miedos.
El final, que ya
adivino, de mis días son angustiosos. Para unos fui ilustración del reino, para
otros una usurpadora. Santa para unos, fanática para otros. Sensible, pero
implacable. Autoritaria y firme en mis convicciones. En resumen, para unos una
mujer santa, plena de virtudes políticas y humanas, para otros una mujer sin
escrúpulos.
Quiero testimoniar que
mi mayor fortuna ha sido poder contar con Fernando, que aunque nuestro
matrimonio se fraguó por criterios políticos, fui una esposa enamorada y quiero
que quede memoria del singular amor que siempre le tuve. La acción política
llevada a cabo, no hubiera sido posible, sin la solidez de nuestra unión. Mi
último aliento es ordenar a Juana y su marido, que muestren obediencia y honor
a Fernando. Porque es excelente rey y padre y está dotado de grandes virtudes.
“Que
la acción inquisitorial es buena y habría siempre que favorecerla contra la
herética pravedad.” Así como la “Conservación y defensa de la fe católica, hasta poner las personas y
vidas y lo que tuvieren, cada que fuere menester.”
Este ha sido el dilema
de mi vida. Podré haber acertado o cometido errores, que dios y la historia lo
juzgue.
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