jueves, 30 de octubre de 2014

Contagio, por Luisa Yamuza



 La puerta de la habitación 535 se abrió. Ese sería el lugar donde su vida se decidiría a partir de entonces.

Cuando llegó el momento, Esperanza decidió ser enfermera y cursó sus estudios licenciándose en la promoción de 1995. Al poco tiempo, opositó en 3 ocasiones y a la cuarta obtuvo su merecido premio. Los primeros tiempos de trabajo fueron duros. Varios traslados le costaron tristes despedidas y mucho ajetreo de muebles y trastos de un sitio a otro. Cuando logró el puesto perfecto para ella, se enamoró de Fernando, un teniente del ejército del aire de verdosos ojos que la volvió loca desde el primer día. Compraron un pisito en una urbanización a las afueras de Madrid y se casaron. Viajaron mucho, por medio mundo. No tuvieron niños.

En septiembre, Esperanza cumplió 45 esplendorosos años, tenía una mirada sosegada, se sentía feliz por lo vivido y en su cabeza no dejaban de bullir ideas que pensaba hacer realidad en los próximos años. Era el mejor momento de su vida. La tarta de chocolate que le regaló Fernando estaba deliciosa.

El día que en el hospital dieron aviso para atender a aquel hombre contagiado de aquella extraña enfermedad, Esperanza no lo dudó y se ofreció como voluntaria. Lo cuidó con profesionalidad, como a todos sus pacientes, y acató todas las instrucciones de seguridad que le habían indicado previamente para evitar el contagio. El pobre hombre murió y ella volvió a su puesto habitual. Pasados unos días empezó a sentirse mal, con sudores, escalofríos y algo de fiebre, como un vulgar resfriado. Tres días después, la fiebre había aumentado hasta 39 y le costaba bajarla con los antitérmicos habituales. No lo pensaron. Fernando la llevó al hospital.

Desde que llegaron todo sucedió velozmente alrededor de Esperanza. Hasta los muebles se movían a su parecer. Solo mencionar su implicación en el cuidado de aquel hombre y sus persistentes grados de temperatura, el equipo médico de urgencias actuó con rapidez. Le indicaron que entrara en una habitación donde estaría sola, que se quitara la ropa, se pusiera el pijama que había encima de la camilla y después se tumbara en ella. Con el pulso tembloroso obedeció. Estaba acalorada. Sus mofletes rojos como tomates delataban la alta temperatura de su cuerpo. Con la mirada en el foco del techo, intentaba respirar hondo y controlar su temblor. Era incapaz. La soledad del espacio le inquietaba y los médicos tardaron en llegar. Sin avisar, entraron dos personas vestidas con un mono verde, escafandra y guantes gruesos. Se acercaron. Le sacaron varios botes de sangre, cada uno de un color, con mucho esfuerzo por los guantes y porque ella tenía las venas encogidas de la tensión. Le pusieron una vía y un gotero. Ninguno habló con ella. Buscó sus miradas pero no las encontró. Parecían tan asustados como ella. Y salieron.

Luego, una voz que salía de un altavoz pequeño, le comunicó que había sospechas de que tuviera la enfermedad del hombre y que los análisis que lo reflejarían estarían en 5 horas. Hasta entonces permanecería allí. Sola. Aislada. Cerró los ojos, respiró hondo muchas veces intentando tranquilizarse y no llorar. Todos sus esfuerzos fueron en vano y muy a su pesar, una gruesa y pesada lágrima salió de sus ojos. Después vinieron otras, no muchas, las suficientes para sentir que la presión de su cabeza se aflojaba. Acompasando su respiración fue recobrando el temple. Notó que la frente la tenía fría. El líquido que le iba llegando a la sangre estaba haciendo su efecto. Se encontraba mejor. Se despertó de repente, asustada. Sin quererlo se había dormido un rato. No sabía cuánto, pero mejor, así se pasaría antes el tiempo. Le pasaron mil cosas por la cabeza. ¿Cómo estaría Fernando?. Su madre no sabía nada, tendrían que avisarla.  O Mejor no, se ponía tan nerviosa..... Esto no sería grave. La ropa que se había dejado tendida y podía llover. No recordaba a qué hora habían llegado al hospital. El lunes tenía cita en el dentista. Tenía que decirle a los médicos que no tiraran sus pantalones, eran nuevos. Si salía pronto de allí podría asistir a la reunión de vecinos.

El tiempo parecía haberse detenido. Pero no, avanzaba, y cuando casi había perdido la noción del mismo, volvieron a entrar dos personas enfundadas en aquel mono de película americana.

Se lo dijeron con voz suave pero de forma directa: Esperanza, lo tienes, estás contagiada.

Esperanza no dijo nada. Los ojos muy abiertos. La piel helada, erizada. El cuerpo laxo. Respiró, pero el aire se le quedaba en la garganta. Entonces el llanto brotó. Esta vez, las lágrimas formaron rápidamente un hilo continuo hacia las orejas, como un río y no dejaron de salir durante todo el proceso que siguió a la fatal noticia. Nadie había en los pasillos por donde iban guiando su camilla aquéllas dos personas sin cara. Ningún sonido, solo el aire sonaba al rozar sus cabellos hundidos en la pequeña almohada. La subieron a la ambulancia. Con la sirena puesta atravesaron la ciudad hacia aquel centro especializado en enfermedades contagiosas. Vio muchas palmeras por los pequeños cristales del vehículo pero no podía reconocer las calles. Al llegar, notó un viento fresco cuando entraban por urgencias. Más pasillos. Subieron en ascensor hasta la quinta planta. Giraron a la derecha y apenas pudo ver el número.

martes, 28 de octubre de 2014

Vindicta, por Juan Carlos García Reyes




Tengo muchos nombres y por todos ellos reconocida, pero debo decir que éste no suele ser muy utilizado. De hecho en los últimos setenta años su uso ha ido decayendo paulatinamente. Pero como mi nombre, mi recuerdo perdura en la memoria.

Soy el motivo de la discordia. Unos se escudan en mí para lograr una satisfacción, para salvar el orgullo perdido, para resarcir el agravio presentado. Otros, en cambio, se amparan en mi pertinaz empeño, en mi fuerza en la batalla, para hundirme, para desprestigiarme. Al fin y al cabo, sólo soy un sentimiento usado muchas veces por aquellos que no llegan a alcanzar su fin a través de otro medio.

Cuando toman la decisión de recurrir a mí, ya no tienen el poder de dar marcha atrás, sólo saben que actúan de la forma que creen correcta. Y como saben que la justicia no llega a cumplir su cometido, soy yo quien entra en juego. Es en mí en quien depositan toda su confianza. Soy yo quien resuelve las situaciones más complicadas y dar la justa medida de vindicta. El eficaz método para lograr el objetivo, aunque el rencor los acompañe toda su vida y les dañe el alma. Soy la solución. La única solución. Y como tal, fui tomada.

Ellos saben que algo ocurre a su alrededor y que yo siempre estoy dispuesto para actuar, para ir socavando la moral de aquellos que han sufrido, que han padecido. Me gusta actuar siempre en silencio, en soledad. Disfruto haciendo mi trabajo en la noche y deslizarme por ella sigilosamente, para llegar hasta el interior de los incautos que se evaden en los brazos de Morfeo, el más conocido hijo de Hipnos.

Se acercan a mí en busca de una justicia que no llega a los rincones de esta vida; a una justicia que figura en los libros de derecho pero que jamás se vive a pie de calle. Cuando la fe y la esperanza se desvanecen, la única respuesta la puedo ofrecer yo. Soy el sentimiento que sustituye a los anteriores, pero que da paso y cabida a otros muchos. Al principio, el rencor se apodera de la mente del incauto que me busca y al final de todo, una vez ha acabado, lo que le invade es un sentimiento de culpa. Vienen buscando una satisfacción a los delitos, por la sola razón de la justicia o como ejemplo para el público.  Y se llevan una pena que sobrevuela su cabeza durante el resto de su vida.

Siempre es igual: un debate, dos fuerzas que luchan en el interior de la mente humana para dirimir cual prevalece y así concluir la controversia. La lucha es en la mayoría de los casos despiadada, encarnizada, como si de del bien y del mal se tratasen. Tal vez así sea. Yo siempre aparezco como el defensor del mal, pero todo hay que entenderlo en su justa medida. Mirarlo según el prisma de quien observa, y sobre todo, de quien con tanta fe actúa y en mí confía.

Mi Familia, por Sonia Quiveu




Recuerdo el día que Rober me compró.

Esa mañana estaba desanimado, porque había muchos niños que se detenían en la tienda a mirarnos, pero ninguno nos llevaba con ellos.

Desde que me dejaron en la tienda y me pusieron en la jaula con los demás, en el escaparate para que nos vieran los humanos, me sentía ansioso porque uno de esos niños me cogiera en brazos y me llevase a su casa. 

-          ¡A mí! ¡llévame a mí! – Todos gritábamos lo mismo, esperanzados que nos escogieran y comenzar una vida lo más parecida a lo poco que recordábamos cuando nacimos y estuvimos con nuestras madres.

Me di cuenta pronto que no servía de nada llamar la atención. Quienes mandaban eran los adultos, y ninguno quería la carga de tener un perro en casa.

Hasta que apareció Rober, un humano joven que venía buscando un husky.

Cuando se acercó al escaparate, vi cómo sonreía y daba juego a los que se acercaban a él, pero Rober se fijó en el rincón donde yo estaba, y noté que le gustó que no fuera de los colores habituales. Y es que mi pelo es casi totalmente blanco a excepción de parte del rabo y las orejas. Presté atención a su interés y rápidamente me levanté para seguir manteniendo su curiosidad hacia mí ante los otros.

Dio resultado. Rober me compró y me sacó de la tienda. Estaba tan nervioso por mi nueva vida que la primera excursión tuvo que ser a los baños del centro comercial porque lo puse empapado de pis. Pasó lo mismo en el coche, pero es que el olor a ambientador, la música y el movimiento me emocionaron tanto que volví a hacerme pis encima.

Por fin llegamos a la casa, el coche me estaba mareando después de un rato y no pude parar de gimotear cuando empecé a notar rara mi barriguita. Rober me cogió en brazos y eso me calmó un poco, pero no lo suficiente como para dejar de temblar.

Entramos en la casa y me llevó al salón, depositándome en una cestita mullida que tenía una mantita.

-          Quédate aquí y no te muevas mientras limpio el desastre del coche. – Me acarició la cabeza y se marchó.Yo gemí e intenté ir detrás de él, no quería que me dejara solo allí, pero era más rápido que yo, y mientras conseguía salir de la cesta y no, él ya había cerrado la puerta de la calle.

Estuve llamándolo un rato pero no sirvió de nada, así que me puse a descubrir los colores de la casa y mordisquear una pelusa que encontré en el suelo, hasta que me la tragué. Creo que eso hizo que mi barriga se pusiera peor, porque termine vomitando en el felpudo. Olí lo que había expulsado, parecía ácido y asqueroso, pero me impulsaba probarlo, y a punto estaba de hacerlo cuando algo captó mi atención encrespándome el lomo, me di la vuelta y empecé a recular, pisando el vómito y chocando con la puerta. 

Había algo en la esquina de la entrada, una presencia joven que no estaba del todo definida. Me sentí aterrado cuando vi que se extendía hacia mí. Aunque lo único que percibía de ella era curiosidad y ganas de jugar.

Empecé a ladrar para que se detuviera y la presencia reculó adentrándose en el salón así que decidí seguir para ver si seguía en la casa.

Rober entró en ese momento y me encontró ladrando a algo que él no podía ver, y le pareció gracioso. Aunque ahora a veces me toma por loco. Cada vez que Rober me pilla ladrándole al aire me dice que estoy loco y me anima, riéndose, para que siga ensayando para cuando entren los ladrones.

De vez en cuando me sigue pillando infraganti, ladrando o gruñendo a la presencia que vive en nuestra casa. Rober no es consciente de nuestro compañero de piso porque éste no hace nada que no sea jugar conmigo a su manera, pasando desapercibido para aquellos que no pueden verlo u oírlo, y nuestro compañero es muy discreto con respecto a eso. Pero lo suficientemente juguetón como para provocarme a mí con sus apariciones.

No me molesta que Rober crea que estoy loco, ni que la presencia quiera jugar conmigo. Tengo una familia a la que cuido y me cuidan, y soy feliz de estar con ellos.