La puerta de la habitación 535 se abrió. Ese sería el lugar donde su vida se decidiría a partir de entonces.
Cuando llegó el momento,
Esperanza decidió ser enfermera y cursó sus estudios licenciándose en la
promoción de 1995. Al poco tiempo, opositó en 3 ocasiones y a la cuarta obtuvo
su merecido premio. Los primeros tiempos de trabajo fueron duros. Varios
traslados le costaron tristes despedidas y mucho ajetreo de muebles y trastos
de un sitio a otro. Cuando logró el puesto perfecto para ella, se enamoró de
Fernando, un teniente del ejército del aire de verdosos ojos que la volvió loca
desde el primer día. Compraron un pisito en una urbanización a las afueras de
Madrid y se casaron. Viajaron mucho, por medio mundo. No tuvieron niños.
En septiembre, Esperanza cumplió
45 esplendorosos años, tenía una mirada sosegada, se sentía feliz por lo vivido
y en su cabeza no dejaban de bullir ideas que pensaba hacer realidad en los
próximos años. Era el mejor momento de su vida. La tarta de chocolate que le regaló
Fernando estaba deliciosa.
El día que en el hospital dieron
aviso para atender a aquel hombre contagiado de aquella extraña enfermedad,
Esperanza no lo dudó y se ofreció como voluntaria. Lo cuidó con profesionalidad,
como a todos sus pacientes, y acató todas las instrucciones de seguridad que le
habían indicado previamente para evitar el contagio. El pobre hombre murió y
ella volvió a su puesto habitual. Pasados unos días empezó a sentirse mal, con
sudores, escalofríos y algo de fiebre, como un vulgar resfriado. Tres días
después, la fiebre había aumentado hasta 39 y le costaba bajarla con los
antitérmicos habituales. No lo pensaron. Fernando la llevó al hospital.
Desde que llegaron todo sucedió
velozmente alrededor de Esperanza. Hasta los muebles se movían a su parecer.
Solo mencionar su implicación en el cuidado de aquel hombre y sus persistentes
grados de temperatura, el equipo médico de urgencias actuó con rapidez. Le
indicaron que entrara en una habitación donde estaría sola, que se quitara la ropa,
se pusiera el pijama que había encima de la camilla y después se tumbara en
ella. Con el pulso tembloroso obedeció. Estaba acalorada. Sus mofletes rojos
como tomates delataban la alta temperatura de su cuerpo. Con la mirada en el
foco del techo, intentaba respirar hondo y controlar su temblor. Era incapaz.
La soledad del espacio le inquietaba y los médicos tardaron en llegar. Sin
avisar, entraron dos personas vestidas con un mono verde, escafandra y guantes
gruesos. Se acercaron. Le sacaron varios botes de sangre, cada uno de un color,
con mucho esfuerzo por los guantes y porque ella tenía las venas encogidas de
la tensión. Le pusieron una vía y un gotero. Ninguno habló con ella. Buscó sus
miradas pero no las encontró. Parecían tan asustados como ella. Y salieron.
Luego, una voz que salía de un
altavoz pequeño, le comunicó que había sospechas de que tuviera la enfermedad
del hombre y que los análisis que lo reflejarían estarían en 5 horas. Hasta
entonces permanecería allí. Sola. Aislada. Cerró los ojos, respiró hondo muchas
veces intentando tranquilizarse y no llorar. Todos sus esfuerzos fueron en vano
y muy a su pesar, una gruesa y pesada lágrima salió de sus ojos. Después
vinieron otras, no muchas, las suficientes para sentir que la presión de su cabeza
se aflojaba. Acompasando su respiración fue recobrando el temple. Notó que la
frente la tenía fría. El líquido que le iba llegando a la sangre estaba
haciendo su efecto. Se encontraba mejor. Se despertó de repente, asustada. Sin
quererlo se había dormido un rato. No sabía cuánto, pero mejor, así se pasaría
antes el tiempo. Le pasaron mil cosas por la cabeza. ¿Cómo estaría Fernando?.
Su madre no sabía nada, tendrían que avisarla. O Mejor no, se ponía tan nerviosa..... Esto no
sería grave. La ropa que se había dejado tendida y podía llover. No recordaba a
qué hora habían llegado al hospital. El lunes tenía cita en el dentista. Tenía
que decirle a los médicos que no tiraran sus pantalones, eran nuevos. Si salía
pronto de allí podría asistir a la reunión de vecinos.
El tiempo parecía haberse
detenido. Pero no, avanzaba, y cuando casi había perdido la noción del mismo,
volvieron a entrar dos personas enfundadas en aquel mono de película americana.
Se lo dijeron con voz suave pero
de forma directa: Esperanza, lo tienes, estás contagiada.
Esperanza no dijo nada. Los ojos
muy abiertos. La piel helada, erizada. El cuerpo laxo. Respiró, pero el aire se
le quedaba en la garganta. Entonces el llanto brotó. Esta vez, las lágrimas
formaron rápidamente un hilo continuo hacia las orejas, como un río y no
dejaron de salir durante todo el proceso que siguió a la fatal noticia. Nadie
había en los pasillos por donde iban guiando su camilla aquéllas dos personas
sin cara. Ningún sonido, solo el aire sonaba al rozar sus cabellos hundidos en
la pequeña almohada. La subieron a la ambulancia. Con la sirena puesta
atravesaron la ciudad hacia aquel centro especializado en enfermedades
contagiosas. Vio muchas palmeras por los pequeños cristales del vehículo pero
no podía reconocer las calles. Al llegar, notó un viento fresco cuando entraban
por urgencias. Más pasillos. Subieron en ascensor hasta la quinta planta. Giraron
a la derecha y apenas pudo ver el número.