Recuerdo aquella tapa de cartón duro y sus ilustraciones
con dibujos de colores brillantes y alegres. De la extraña casa cilíndrica de
paredes blancas con cuatro gigantescos brazos, representada en aquel papel
satinado. El primer molino del que tuve constancia recortaba un cielo azul
intenso. El cielo de La Mancha.
En el plano principal dibujados,
dos hombres cabalgando. Uno, con un punto de locura gracioso en un caballo
flacucho, el otro mirando de reojo a su compañero a lomos de un burro. Los
cuatro personajes de la portada, humanos y cuadrúpedos, presentaban unas
miradas avispadas y ávidas de emociones y aventuras. En la parte superior más allá del cielo, con letras doradas,
góticas y ondulantes, el título de aquel cuento: “El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de La Mancha” Y abajo un rotulo pequeño: “Edición adaptada para niños”
Aquella portada despertó rápidamente mi curiosidad sobre la historia que
contenía en su interior.
Ese ejemplar del Quijote calló en mis manos el día de mi
primera comunión. El primer libro que leí voluntariamente y el que indujo a que
la lectura fuera una de mis aficiones favoritas durante muchos años.
Era una época donde la
televisión estaba casi vetada para los niños, excepto el programa del Hombre y
la Tierra y poco más. A parte, cuando sonaba la música de “Vamos a la cama” mi
padre nos mandaba a dormir “ ipso facto”.
Bajo las sábanas, con una pequeña
linterna, leía torpemente aquellas páginas de letras grandes y simpáticos
dibujos. Me quedaba ensimismada y mi excesiva imaginación conseguía hacerme
partícipe de las maravillosas aventuras del insigne caballero y su
escudero.
Un año después nos trasladamos a
Toledo y hasta los dieciséis años , en el colegio, sentada en una de las mesas
separadas del salón de actos, con la mente y el papel en blanco, me concentraba
en los exámenes mirando la pared. A un lado de la estancia se podía leer
escrito en letras recortadas de cartulina negra el párrafo: ”En un lugar de la
Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...” y en el otro “—Mire vuestra
merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes,
sino molinos de viento...” ¡Cuántos años estuve leyendo aquellas frases...!
Y... ¡Cuántas veces debido a mi abstracción me llevé una reprimenda por parte
de la monjas!
Los fines de semanas salíamos al
campo y mis hermanos y yo con cañas o
cualquier otro palo que encontrábamos en el lugar, improvisábamos valerosos
rocines y fuertes lanzas arremetiéndonos contra cualquier cosa que se nos
pusiera por delate, ya fuera un maizal o unos cardos borriqueros .
Aún hoy en día cuando visito a la
familia en Alcázar de San Juan, me
desvío de la autovía hacia Herencia y al distinguir en lo alto de la loma, los
molinos restaurados evoco párrafos de mi
libro favorito. A veces recorro la ruta del Quijote, me adentro por los caminos
que pasan por Puerto Lápice, Campo de Criptana, el Toboso, Tomelloso,
Almagro... Campos llenos de piedras, vides, cereales e historias de caballeros
andantes, bajo nubes grises, amenazando una trorrencial tormenta o bajo un
cielo azul intenso como el de aquel libro. Más de una vez en mis paseos
solitarios, el viento forma remolimos
con la tierra y esas figuras de plovo se me
asemejan a aquel par de aventureros en busca de nuevos lances
A lo largo de mi vida muchas han
sido las ocasiones dónde me he comparado con don Quijote, con su relativa
locura no tan distante del resto de los humanos que se consideran normales,
queriendo poseer su gran imaginación para poder
modificar la realidad. Porque si es cierto que innumerables veces he
mezclado lo cómico con lo reflexivo, la ilusión con la desilusión, el deseo con el rechazo, como él.
Escribo este relato en la soledad
de la noche, recordando mi puesto de trabajo. Mi mesa y las de mis compañeras
puestas en hileras, un habitáculo frío y funcional. Cuando alzamos la vista del
ordenador se nos muestra un paisaje desnudo, un gran panel donde no nos dejan colgar nada. Sin embargo he pegado un folio
con una imagen que veo cada vez que levanto la cara. Y me sigo sintiendo
identificada con el incauto caballero que representa la silueta. Con su exceso
de fantasía y sus principios morales o éticos pisoteados por el
devenir de la vida pero siempre mirando hacia delante. Ahora cabalga de espalda
a mí, no tienen rostro porque es una fotocopia en blanco y negro y sólo sé que
como yo, se dirige hacia un futuro desconocido, incierto, adentrándose en el
horizonte que no es más que un triste muro de plástico gris.
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