miércoles, 22 de octubre de 2014

El huerto de Helena, por Luisa Yamuza Carrión




Helena es una joven maestra de rostro redondo y sonrosado, cabellos azabaches y una sonrisa amplia, natural, que invita a acercarte a ella. Este año le ha tocado enseñar y dar cariño al grupo A de cuarto de primaria y tiene diez doncellas y quince donceles a los que intenta domeñar desde que empezó el curso, en este mes de septiembre lluvioso que remojado por sorpresa los primeros días de clase. 

Desde hace varios años, el centro lleva a cabo un proyecto, en colaboración con la universidad de ingenieros agrónomos, que consiste en que cada clase cultive un pequeño huerto en los exteriores, cerca del patio del recreo justo en la zona más soleada de la escuela. Varios alumnos de la universidad ayudan de forma voluntaria a los maestros en esta interesante tarea. A la clase de Helena le echa un cable Antonio, un delgaducho muchacho con celeste mirada perdida que, con pausados movimientos, el viernes pasado  removió la tierra y preparó los  surcos bajo la atenta mirada de los veinticinco alumnos de Helena. Como empezó a llover de repente, se formó un gran revuelo de niños, chillando unos, riendo otros, en retirada hacia la clase y la faena se quedó a medias. Antonio tuvo que ir otra tarde para dejarlo todo preparado para la siembra.

Durante esta semana, Helena ha pedido a sus libelos semillas y plantones de las hortalizas propias de esta época que darán fruto con los primeros rayos de primavera como coles, zanahorias, acelgas, habas, ajos o cebollas. Así que hoy, en este soleado viernes de octubre, Helena ha organizado la clase en grupos de cinco, ha dispuesto que cada niño lleve  semillas y dos plantones,  y con un alegre caminar van saliendo de la clase hablando entre ellos sobre lo rápido que van a crecer sus productos. Todos dicen que sus plantas van a ser las mejores, las más grandes y las más sabrosas. Al llegar a la puerta, Helena descubre que Antonio no está esperándolos como habían acordado y aunque le resulta extraño, después de esperar un par de minutos, se dirigen hacia el huerto pensando que el chico llegará algo más tarde. Según van acercándose al que será el pequeño vergel de su clase dentro de unos meses, Helena observa con satisfacción como crece la inquietud  de los muchachos por llegar empujándose o se metiéndose prisa unos a otros con la mirada. 

Por fin están allí. Helena llama la atención de sus alumnos sobre lo bien que Antonio ha dejado los surcos y por turnos va dejando que cada grupo pase al suyo para meter, suavemente, la semilla o el plantón en un pequeño agujero que van haciendo con sus tiernos deditos en la tierra esponjosa. El primer grupo planta semillas de zanahorias y plantones de coles, el segundo perejil y guisantes, el tercero lechugas y ajos, el cuarto habas y nabos, el quinto cebollas y espinacas. Cuando todos han terminado, sus caritas lucen encendidas de ilusión, sus manos y sus ropas chocolateadas. Helena les anima a mirar por unos instantes el buen trabajo que han realizado, lo esbeltos  que se ven los plantones que reciben el sol orgullos. 

Después, inician el camino de vuelta a clase.  Cuando se aproximan a la entrada de la escuela, ven a Antonio languideciendo sobre la pared con la cabeza gacha. Helena  y sus jóvenes hortelanos, se alegran de verlo y los niños lo llaman a voz viva: Antonio! Antonio! Llegas tarde! Ya hemos plantado todas las verduras! No sabes lo bonitas que han quedado! Casi todo el grupo salió corriendo hacia él, lo rodearon manoseándolo y fue entonces, al escuchar unas leves quejas del muchacho, cuando se dieron cuenta de que tenía un brazo escayolado. La curiosidad de los chiquillos dejó paso a la decepción de la maestra.... ¿Y ahora quien la iba a ayudar con el huerto?

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