Helena
es una joven maestra de rostro redondo y sonrosado, cabellos azabaches y una
sonrisa amplia, natural, que invita a acercarte a ella. Este año le ha tocado
enseñar y dar cariño al grupo A de cuarto de primaria y tiene diez doncellas y
quince donceles a los que intenta domeñar desde que empezó el curso, en este
mes de septiembre lluvioso que remojado por sorpresa los primeros días de
clase.
Desde hace varios años, el centro
lleva a cabo un proyecto, en colaboración con la universidad de ingenieros
agrónomos, que consiste en que cada clase cultive un pequeño huerto en los
exteriores, cerca del patio del recreo justo en la zona más soleada de la
escuela. Varios alumnos de la universidad ayudan de forma voluntaria a los
maestros en esta interesante tarea. A la clase de Helena le echa un cable
Antonio, un delgaducho muchacho con celeste mirada perdida que, con pausados
movimientos, el viernes pasado removió
la tierra y preparó los surcos bajo la
atenta mirada de los veinticinco alumnos de Helena. Como empezó a llover de
repente, se formó un gran revuelo de niños, chillando unos, riendo otros, en
retirada hacia la clase y la faena se quedó a medias. Antonio tuvo que ir otra
tarde para dejarlo todo preparado para la siembra.
Durante esta semana, Helena ha
pedido a sus libelos semillas y plantones de las hortalizas propias de esta
época que darán fruto con los primeros rayos de primavera como coles, zanahorias,
acelgas, habas, ajos o cebollas. Así que hoy, en este soleado viernes de
octubre, Helena ha organizado la clase en grupos de cinco, ha dispuesto que
cada niño lleve semillas y dos plantones,
y con un alegre caminar van saliendo de
la clase hablando entre ellos sobre lo rápido que van a crecer sus productos.
Todos dicen que sus plantas van a ser las mejores, las más grandes y las más
sabrosas. Al llegar a la puerta, Helena descubre que Antonio no está
esperándolos como habían acordado y aunque le resulta extraño, después de
esperar un par de minutos, se dirigen hacia el huerto pensando que el chico
llegará algo más tarde. Según van acercándose al que será el pequeño vergel de
su clase dentro de unos meses, Helena observa con satisfacción como crece la
inquietud de los muchachos por llegar
empujándose o se metiéndose prisa unos a otros con la mirada.
Por fin están allí. Helena llama la
atención de sus alumnos sobre lo bien que Antonio ha dejado los surcos y por
turnos va dejando que cada grupo pase al suyo para meter, suavemente, la
semilla o el plantón en un pequeño agujero que van haciendo con sus tiernos
deditos en la tierra esponjosa. El primer grupo planta semillas de zanahorias y
plantones de coles, el segundo perejil y guisantes, el tercero lechugas y ajos,
el cuarto habas y nabos, el quinto cebollas y espinacas. Cuando todos han
terminado, sus caritas lucen encendidas de ilusión, sus manos y sus ropas chocolateadas.
Helena les anima a mirar por unos instantes el buen trabajo que han realizado, lo
esbeltos que se ven los plantones que
reciben el sol orgullos.
Después, inician el camino de vuelta a clase. Cuando se aproximan a la entrada de la escuela,
ven a Antonio languideciendo sobre la pared con la cabeza gacha. Helena y sus jóvenes hortelanos, se alegran de verlo
y los niños lo llaman a voz viva: Antonio! Antonio! Llegas tarde! Ya hemos
plantado todas las verduras! No sabes lo bonitas que han quedado! Casi todo el
grupo salió corriendo hacia él, lo rodearon manoseándolo y fue entonces, al
escuchar unas leves quejas del muchacho, cuando se dieron cuenta de que tenía
un brazo escayolado. La curiosidad de los chiquillos dejó paso a la decepción
de la maestra.... ¿Y ahora quien la iba a ayudar con el huerto?
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