jueves, 23 de octubre de 2014

Mi compañero fiel, por Juan Carlos García Reyes




Mi compañero está inerte, no se mueve. Lo veo quieto, inmóvil, reposando sobre su lecho blanco inmaculado. Lo miro con dulzura, con cariño esperando alguna señal, pero sigue sin reaccionar.

Su apariencia rígida, a la vez es serena, tranquila. Así ha sido siempre y ahora no tiene por qué cambiar. Lleva su traje de diario: aquel que luce orgulloso a rayas. Sobre su cabeza, su gorra roja. Sigue reposando esperando una señal. ¿Pero de quién? Él no puede moverse por sí solo, necesita de mí. Somos un complemento perfecto el uno del otro. Dos amigos fieles.

Muchas veces sabe que lo he traicionado por propia comodidad, pero siempre que recurro a él se muestra dispuesto. En su interior sabe que cuando más feliz soy es con él, en la tranquilidad del atardecer, mientras el astro rey me baña el rostro y un café es testigo de nuestra amistad.

¿Cuántas veces he jugado con él entre las manos con la mirada perdida en el vacío? O simplemente, observando el lento caminar de las nubes por el cielo. He llegado incluso a darle mordiscos sin hacerle daño, sin dejarle señales. Y cuanto más lo hago nuestro vínculo más fuerte se vuelve. Me acompaña a todos lados de forma silenciosa, sin hacerse notar dentro de una funda junto a otros compañeros.

Cuando me siento capaz, abro esa funda de color rojo y tomo las gafas. Comienzo un ritual metódico, simple, que parece sacado de una película barata de bohemios, pero que me acompaña y me hace sentir cómodo. Luego miro en el interior y los tres me observan con impaciencia, pensando a cuál de ellos elegiré. Coloco la taza en su sitio y miro al cielo para que me acompañe. Entonces hago lo de siempre. Saco a los tres de la funda y los coloco uno al lado del otro. Alineados, ordenados. Y siguen con la esperanza de ser ellos los elegidos.

Instintivamente tomo al más frágil de ellos, al de fina madera y vivos colores. Entonces noto cómo en su interior algo se agita y su color se vuelve más intenso. Está deseando derramar su esencia por mí, por mi vivir, por mi pasión. El color negro que me ofrece se hace más vivo, demostrando su felicidad, su satisfacción. Aunque a cada paso que demos juntos, él se irá extinguiendo, apagándose hasta que llegue su final. Pero sé que es feliz ofreciéndome ese trazo suave, resbaladizo y a la vez decidido.

Al final de la jornada, cuando observo su lecho, que ha perdido su candidez, su virginidad y se muestra manchado, él reposa al igual que al inicio, inerte, inmóvil. Pero se siente dichoso. Sus surcos han plasmado mis sentimientos dejando una impronta decidida, sin titubeos. Hemos sentido el contacto íntimo entre los dos: él adaptándose a mi mano, yo acogiéndolo con delicadeza y sujetándole su inclinación para que no perdiera el sentido del equilibrio. Ese que me ofrece de forma inconsciente y que me ayuda en el caminar.

Cuando decido volver a introducir a sus compañeros en su funda y dar por terminado el trabajo, él es el último que vuelve al interior. Hemos sentido una comunión perfecta, leal. Ambos tenemos la sabor del deber cumplido y el resultado está en su lecho. Pero cierro la funda sin más. Y luego me siento triste porque nunca me despido de él. Al final, soy un ingrato con mi compañero fiel.


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