Mi compañero está inerte,
no se mueve. Lo veo quieto, inmóvil, reposando sobre su lecho blanco
inmaculado. Lo miro con dulzura, con cariño esperando alguna señal, pero sigue
sin reaccionar.
Su apariencia rígida, a
la vez es serena, tranquila. Así ha sido siempre y ahora no tiene por qué
cambiar. Lleva su traje de diario: aquel que luce orgulloso a rayas. Sobre su
cabeza, su gorra roja. Sigue reposando esperando una señal. ¿Pero de quién? Él
no puede moverse por sí solo, necesita de mí. Somos un complemento perfecto el
uno del otro. Dos amigos fieles.
Muchas veces sabe que lo
he traicionado por propia comodidad, pero siempre que recurro a él se muestra
dispuesto. En su interior sabe que cuando más feliz soy es con él, en la
tranquilidad del atardecer, mientras el astro rey me baña el rostro y un café
es testigo de nuestra amistad.
¿Cuántas veces he jugado
con él entre las manos con la mirada perdida en el vacío? O simplemente,
observando el lento caminar de las nubes por el cielo. He llegado incluso a
darle mordiscos sin hacerle daño, sin dejarle señales. Y cuanto más lo hago
nuestro vínculo más fuerte se vuelve. Me acompaña a todos lados de forma
silenciosa, sin hacerse notar dentro de una funda junto a otros compañeros.
Cuando me siento capaz,
abro esa funda de color rojo y tomo las gafas. Comienzo un ritual metódico, simple,
que parece sacado de una película barata de bohemios, pero que me acompaña y me
hace sentir cómodo. Luego miro en el interior y los tres me observan con
impaciencia, pensando a cuál de ellos elegiré. Coloco la taza en su sitio y
miro al cielo para que me acompañe. Entonces hago lo de siempre. Saco a los
tres de la funda y los coloco uno al lado del otro. Alineados, ordenados. Y
siguen con la esperanza de ser ellos los elegidos.
Instintivamente tomo al
más frágil de ellos, al de fina madera y vivos colores. Entonces noto cómo en
su interior algo se agita y su color se vuelve más intenso. Está deseando
derramar su esencia por mí, por mi vivir, por mi pasión. El color negro que me
ofrece se hace más vivo, demostrando su felicidad, su satisfacción. Aunque a
cada paso que demos juntos, él se irá extinguiendo, apagándose hasta que llegue
su final. Pero sé que es feliz ofreciéndome ese trazo suave, resbaladizo y a la
vez decidido.
Al final de la jornada,
cuando observo su lecho, que ha perdido su candidez, su virginidad y se muestra
manchado, él reposa al igual que al inicio, inerte, inmóvil. Pero se siente dichoso.
Sus surcos han plasmado mis sentimientos dejando una impronta decidida, sin
titubeos. Hemos sentido el contacto íntimo entre los dos: él adaptándose a mi
mano, yo acogiéndolo con delicadeza y sujetándole su inclinación para que no
perdiera el sentido del equilibrio. Ese que me ofrece de forma inconsciente y
que me ayuda en el caminar.
Cuando decido volver a
introducir a sus compañeros en su funda y dar por terminado el trabajo, él es
el último que vuelve al interior. Hemos sentido una comunión perfecta, leal.
Ambos tenemos la sabor del deber cumplido y el resultado está en su lecho. Pero
cierro la funda sin más. Y luego me siento triste porque nunca me despido de
él. Al final, soy un ingrato con mi compañero fiel.
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