martes, 21 de octubre de 2014

Amén, por Carmen Gómez Barceló




Yo no puedo hacer otra cosa que seguirle, escucharle, aprender de él, sobre todo desde aquel día; Ese día se me acercó, me tendió la mano y me levantó del suelo.

Cuando le tuve cerca, reconocí su olor, y al mirarle a los ojos recordé aquel día que vino a mi casa y sanó a mi hermano. No era la primera vez que le veía, pero sí la primera vez que despertaba algo especial en mí.

 Hasta ese momento no me importaba demasiado lo que se decía de mí. Las mujeres del lugar me habían criticado  por no haber querido cubrir con velo alguno mi pelo rojo ni llevar manto que tapara mi figura, y los hombres fingían no conocerme, aún cuando habían compartido conmigo más de un vaso de buen vino, risas y algo más.

Sus amigos no me quieren a su lado, pero no me apartarán de él. Las piedras del camino  no torcerán mis pasos, ni la lluvia calará en mí, mientras sus ojos me sigan mirando. Sé que al final de la jornada, me encontraré con su piel aceitunada y dará calor a la mía. El aceite perfumado que ahora ocupa mi copa, servirá para calmar sus pies cansados y mientras  descansa, escribiré en mis pergaminos lo que he oído y visto en él, como me ha encomendado.

Sé que un día se irá y yo me quedaré aquí, sin él, y no acierto a saber cómo voy a soportarlo. Cuando él se haya ido, dirán de mí cosas horribles, pero yo sé la verdad, que Maria de Magdala, una simple mortal, amó con pasión a todo un hijo de Dios y por mí conocerán su historia.

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