El día más feliz de mi
vida fue el día en que el padre Anselmo me mató.
La verdad es que lo vi
venir. Pero nunca pensé, que aquel hombre con aspecto de “cajerillo de banco”,
como alguien le definió alguna vez, apretara el acelerador, justo en el momento
en que yo atravesaba la calle.
Sentí un golpe seco y todo se oscureció por un
momento. Luego me vi allí abajo, en el suelo, rota y fea. Me alegré de
abandonar el horrible cuerpo que me albergaba y me arruinaba la vida. Mi conciencia, dejó de darle sentido al
mundo, y se dispuso a emprender el gran viaje. Me acordé del túnel y la luz al
final, pero no aparecían por ningún sitio.
Luego, en un
espacio-tiempo, que no acertaba a determinar, inesperadamente…mi cerebro se
reinició. Volvió la luz.
Abrí los ojos asustada, miré
alrededor y noté mi cuerpo diferente. Quise destaparlo y unas manos,
desconocidas para mí, me obedecieron y levantaron las sábanas que me cubrían.
La hermosa figura que me acompañaba, no
era mía. Pedí un espejo y como presentía, no era mi cara, pero me reconocí en
mí. No podía explicarlo, pero era yo.
Recordé al padre Anselmo.
Le agradecí estar viva, pero sobretodo
en otro cuerpo, mejor dicho, precisamente en ese cuerpo. Era el cuerpo de
Sofía, mi eterna pesadilla. Me di cuenta cuando vi a su familia entusiasmada
con su vuelta. Sofía había estado 5 meses en coma inducido por un tumor
encefálico que le restaba horas de vida por momentos. Mi cerebro la salvó,
creyeron ellos. Su cuerpo me ha salvado a mí, pensé yo.
Desde aquel día, Sofía y
yo vivimos anudadas, que no fundidas, en una sola. Yo controlo su cuerpo y
desde esta atalaya, todo resulta fácil.
Al principio pensé en el
placer de la venganza, ya que vivir a su sombra significó renunciar para
siempre a la luz. Pero ahora la oscuridad se ha marchado y ha venido el color.
Y la risa. No conocía la risa. Solo este motivo es suficiente para estarle
agradecida y continuar mi camino a su lado. Nadie sabrá jamás quién soy, pero
todos creerán saber que es ella.
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