Le habían cortado
el pelo, su hermosa cabellera negra que caía sobre su espalda como una
capa de terciopelo suave y tornasolado. Le escocían las heridas que le provocaban los grilletes en muñecas
y tobillos, y sentía frío, un frío helador que le encogía
el alma y le hacía pensar en aquellas lejanas mañanas de invierno, cuando
su madre la obligaba a rezar junto a su cama con el
fino camisón por todo atuendo, las rodillas hincadas
en el suelo y las palmas juntas.
Elaine Porter lloraba,
no de rabia como al principio, sino de impotencia. Escuchó pasos
apresurados en el corredor de piedra y aguzó el oído con el ceño fruncido, como un animalito asustado. Los pasos sonaban
a hueco, y le parecía
que le susurraban palabras negras.
Ya venían a por ella. El ayudante
del sheriff, un oso disfrazado de hombre, abrió
la verja de hierro
con un estruendo metálico, y los grilletes que la encadenaban a los gruesos
muros de piedra respondieron en el mismo idioma cuando
ella se estremeció de miedo.
- Es la hora - dijo él mirándola con un brillo
de acero en los ojos.
Ella asintió y con los ojos cerrados
le ofreció los brazos encadenados. Lloró pensando que moriría antes de haber vivido. Mientras
se encaminaba dócil hacia su muerte se entretuvo
pensando en lo estéril que había sido su vida.
Sólo tenía 16 años, y era muy hermosa, pero jamás había besado a un chico.
Jamás había retozado en la hierba
con las mejillas
coloreadas ni corrido
por los campos
de la mano de nadie, bueno, de nadie excepto
de Sophie Putnam,
su amiga del alma. Sophie
no era tan hermosa, ni tenía
una sonrisa tan bonita, ni su figura
era tan alta y tan espigada, pero eran amigas
desde la más tierna infancia porque
vivían en granjas
vecinas. ¿Por qué habría dicho esas cosas tan
horribles sobre ella durante el juicio?. ¿Por qué la acusó con tanta saña?.
Recordó su rostro pecoso rojo de ira, deformado por la histeria. Escupía las palabras
con rencor, como dardos envenenados que hubiera guardado
junto a su pecho durante
largo tiempo, y la señalaba
con el dedo con los ojos en llamas,
mientras decía que la había visto bailar
desnuda con el diablo. Sophie, ¿por qué me haces esto amiga mía?. Tan sólo unos días antes de que todo el pueblo
se volviera loco habían
hablado de David,
el chico de los Foster, de lo azorada
que se había sentido Elaine cuando
le había regalado
aquel ramo de flores silvestres. Entonces Sophie había reído nerviosamente, con el mismo fulgor
rojo en los ojos glaucos,
y había dicho que David era
un estúpido y que tenía los ojos saltones, con tanta rabia que Elaine
la miró perpleja. Todo el
mundo pensaba que era el chico más guapo del pueblo.
En algún momento
de su encierro, tal vez al principio, llegó a creer que volvería
a ver a su familia. Cuando la dejaron
allí sola, con una escudilla
de judías de aspecto infecto
y un trozo negro de pan de centeno,
creyó que moriría
de angustia. La falta de luz era casi total.
De no ser por el agujero
mínimo que había
en la alta bóveda de piedra, Elaine
hubiera vivido sumida
en la más profunda
oscuridad y eso la aterraba; escuchaba ruidos extraños
que la atormentaban de
continuo, el roce de cadenas
sobre la piedra,
gritos ajenos que rebotaban en los gruesos
muros. A veces se sorprendía pensando que tal vez se hubiera quedado
muda, y entonces
gritaba haciéndole los coros
a aquellas voces desgarradas. De vez en cuando la sobresaltaba el estentóreo tañido de las campanas de la iglesia
de la colina. El ruido asustaba a las ratas,
que rozaban los bajos
de su vestido emitiendo chillidos
breves y agudos.
La celda olía a moho y a orín,
y las paredes rezumaban tal humedad, que al rato de apoyarse
en ellas, con el corazón encogido por el miedo a que la mordiesen las ratas, debía retirarse con la espalda
fría y empapada. Por la noche era peor, sobre todo cuando
había luna, porque
la celda se vestía con una
luz mortecina que dibujaba sombras
deformes en las esquinas y los gritos
arreciaban.
Era entonces cuando
la visitaban los fantasmas de Susie Wells, de Adrianna Simmons,
y de otras tantas
conocidas del pueblo.
Se sentaban a su lado y le contaban historias macabras sobre un fuego
que abrasaba la carne y dejaba corazones
carbonizados que, convertidos al poco en cenizas,
el viento dispersaba por todas partes,
cubriendo los campos
de un levísimo polvo grisáceo que lloraba lágrimas
de sangre.
Entonces se acurrucaba en un rincón,
aterida de frío, y rezaba
a aquel Dios que la había
abandonado, no sólo a ella, sino a todo Salem.
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