miércoles, 11 de noviembre de 2015

Caza de Brujas, por Mar Rojo




Le habían cortado el pelo, su hermosa cabellera negra que caía sobre su espalda como una capa de terciopelo suave y tornasolado. Le escocían las heridas que le provocaban los grilletes en muñecas y tobillos, y sentía frío, un frío helador que le encogía el alma y le hacía pensar en aquellas lejanas mañanas de invierno, cuando su madre la obligaba a rezar junto a su cama con el fino camisón por todo atuendo, las rodillas hincadas en el suelo y las palmas juntas.

Elaine Porter lloraba, no de rabia como al principio, sino de impotencia. Escuchó pasos apresurados en el corredor de piedra y aguzó el oído con el ceño fruncido, como un animalito asustado. Los pasos sonaban a hueco, y le parecía que le susurraban palabras negras. Ya venían a por ella. El ayudante del sheriff, un oso disfrazado de hombre, abrió la verja de hierro con un estruendo metálico, y los grilletes que la encadenaban a los gruesos muros de piedra respondieron en el mismo idioma cuando ella se estremeció de miedo.

-  Es la hora - dijo él mirándola con un brillo de acero en los ojos.


Ella asintió y con los ojos cerrados le ofreció los brazos encadenados. Lloró pensando que moriría antes de haber vivido. Mientras se encaminaba dócil hacia su muerte se entretuvo pensando en lo estéril que había sido su vida.

Sólo tenía 16 años, y era muy hermosa, pero jamás había besado a un chico. Jamás había retozado en la hierba con las mejillas coloreadas ni corrido por los campos de la mano de nadie, bueno, de nadie excepto de Sophie Putnam, su amiga del alma. Sophie no era tan hermosa, ni tenía una sonrisa tan bonita, ni su figura era tan alta y tan espigada, pero eran amigas desde la más tierna infancia porque vivían en granjas vecinas. ¿Por qué habría dicho esas cosas tan horribles sobre ella durante el juicio?. ¿Por qué la acusó con tanta saña?. Recordó su rostro pecoso rojo de ira, deformado por la histeria. Escupía las palabras con rencor, como dardos envenenados que hubiera guardado junto a su pecho durante largo tiempo, y la señalaba con el dedo con los ojos en llamas, mientras decía que la había visto bailar desnuda con el diablo. Sophie, ¿por qué me haces esto amiga mía?. Tan sólo unos días antes de que todo el pueblo se volviera loco habían hablado de David, el chico de los Foster, de lo azorada que se había sentido Elaine cuando le había regalado aquel ramo de flores silvestres. Entonces Sophie había reído nerviosamente, con el mismo fulgor rojo en los ojos glaucos, y había dicho que David era un estúpido y que tenía los ojos saltones, con tanta rabia que Elaine la miró perpleja. Todo el mundo pensaba que era el chico más guapo del pueblo.

En algún momento de su encierro, tal vez al principio, llegó a creer que volvería a ver a su familia. Cuando la dejaron allí sola, con una escudilla de judías de aspecto infecto y un trozo negro de pan de centeno, creyó que moriría de angustia. La falta de luz era casi total. De no ser por el agujero mínimo que había en la alta bóveda de piedra, Elaine hubiera vivido sumida en la más profunda oscuridad y eso la aterraba; escuchaba ruidos extraños que la atormentaban de continuo, el roce de cadenas sobre la piedra, gritos ajenos que rebotaban en los gruesos muros. A veces se sorprendía pensando que tal vez se hubiera quedado muda, y entonces gritaba haciéndole los coros a aquellas voces desgarradas. De vez en cuando la sobresaltaba el estentóreo tañido de las campanas de la iglesia de la colina. El ruido asustaba a las ratas, que rozaban los bajos de su vestido emitiendo chillidos breves y agudos. La celda olía a moho y a orín, y las paredes rezumaban tal humedad, que al rato de apoyarse en ellas, con el corazón encogido por el miedo a que la mordiesen las ratas, debía retirarse con la espalda fría y empapada. Por la noche era peor, sobre todo cuando había luna, porque la celda se vestía con una luz mortecina que dibujaba sombras deformes en las esquinas y los gritos arreciaban.

Era entonces cuando la visitaban los fantasmas de Susie Wells, de Adrianna Simmons, y de otras tantas conocidas del pueblo. Se sentaban a su lado y le contaban historias macabras sobre un fuego que abrasaba la carne y dejaba corazones carbonizados que, convertidos al poco en cenizas, el viento dispersaba por todas partes, cubriendo los campos de un levísimo polvo grisáceo que lloraba lágrimas de sangre.

Entonces se acurrucaba en un rincón, aterida de frío, y rezaba a aquel Dios que la había abandonado, no sólo a ella, sino a todo Salem.

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