Mónica abrió los ojos e
intentó levantarse. Su cuerpo no respondía. -Otra vez, pensó.
Amanecía. La luz entraba a través de las rendijas de su
persiana. No podía mover la cabeza. Era en ese momento cuando debía evitar el
ataque de pánico, por eso, intentaba tranquilizarse respirando lentamente. Sus ojos contemplaban
todo lo que le rodeaba y la penumbra, engañosa, solía inventar siluetas
fantasmagóricas que la visitaban. Mónica, de tanto verlas, las reconocía y por
eso se preguntaba quién vendría hoy.
A veces era sólo una
figura alargada como la sombra de un ciprés. La llamaba “la losa”. Llegaba, se
le acercaba lentamente y se desparramaba sobre ella aprisionándola hasta no dejarla
respirar. Después, de pronto, la sombra desaparecía. Otras veces, cuando abría
los ojos, veía formas alrededor de su cuerpo, inmóviles,
observadoras. Estas simplemente se deshacían fundiéndose con la oscuridad de su
alcoba. Solamente una vez se le figuró una mujer que acercándose a ella la abrazó.
Entonces no tuvo miedo. Todo lo contrario. Se sintió protegida.
Mónica empezó a
impacientarse. Pasaba el tiempo y no
ocurría nada. El cuerpo seguía sin poder moverse. Los intrusos rayos de luz
fueron perdiendo intensidad hasta que desaparecieron y la oscuridad se hizo
dueña de la habitación convirtiéndola en una oscura cobacha. Empezaba a tener
miedo. El mismo miedo que sintió cuando dejó su casa. También aquel día se le
apagó la luz. Alfredo, su marido, fue su faro durante muchos años. Desde entonces,
desde que decidió dejarlo, sufría parálisis del sueño. No había vuelto a verlo
hasta la noche anterior cuando la invitó a una copa de Bourbon con unas gotas
de flor de loto púrpura como señal de paz. Le pareció algo exótico y a la vez extraño
pero propio de él.
Alfredo era el mejor
jugador de ajedrez de su ciudad. Se conocieron en una reunión de amigos y desde
el primer momento, Mónica se sintió encandilada por la complejidad de sus
palabras que la hacían sentirse pequeña y mimada. Él la convirtió en la dama de
su tablero por mucho tiempo, pero la dama había mutado en mujer y quiso salir
del juego.
Mónica oyó como alguien
entraba. Paralizada en medio de la oscuridad más absoluta, sintió como su
cuerpo se deslizada hasta el suelo. Como alguien la arrastraba hasta sacarla
del cuarto. No sabía qué estaba pasando. El miedo dio paso a la confusión y pensó
que realmente podría estar muerta y que una especie de ángel la acompañaba al
otro mundo. Aunque desorientada, pudo ver como algo de luz se imponía en la
oscuridad. Reconoció el espacio. Era la puerta de su casa que se abría ante
ella. Su cuerpo, emigrante ahora, era conducido lentamente hacia su querido
jardín. Notó como caía de golpe en algún lugar. La noche estaba estrellada y
una luna espléndida, rebosante de luz requería su mirada. Algo caía de arriba.
Era tierra roja de su jardín lo que llovía sobre su cuerpo quieto. Le tapaba la
boca y le cubría los ojos.
Ya no podía ver nada ni respirar apenas.
Alguien habló antes de exalar su último aliento. ¡Jaque Mate, Mónica! Gracias
por nuestro último whisky.
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