jueves, 19 de noviembre de 2015

Valentía, por Luisa Yamuza Carrión



Habían pasado dos meses. Sesenta y cinco días para ser exactos. Durante ese tiempo la angustia y la tristeza habían invadido a Julia en minutos alternos. La tragedia se le atragantó como un hueso de pollo en la garganta. Apenas podía hablar ni dormir ni vivir. Sólo se mantenía esperando aunque no sabía qué.

Ese día desde el umbral de su piso, el agente de policía vestido de paisano se lo entregó en una bolsa de basura negra. Le expresó sus condolencias y se fue. Julia cerró la puerta y asida al bulto permaneció allí, inmóvil, unos minutos. Arrastrando los pies llegó hasta el salón, se sentó en una silla y muy despacio, temblando, abrió el paquete. El bolso de su hija Helena brotó entre el plástico oscuro como un manantial de dolor. Julia lo estrechó con fuerza y creyó notar el aroma del perfume de la hija mezclado con el olor a sangre seca. Y en ese preciso instante se paró el tiempo para Julia.

 
Cinco años después, las calles estaban rebosantes. La ciudad aparecía iluminada con miles de bombillas de colores. Hacía frío pero la gente, abrigada hasta las orejas, paseaba sonriente. Sin embargo, Julia sorteaba el bullicio ligera, sin mirar a su alrededor. Si levantaba la vista por un momento, alguien se estaba fijando en ella siempre. A pesar de todo llegó hasta su destino en menos tiempo del que había pensado al salir de casa. 

Apostada ante el gran edificio se abrazó y un hondo suspiro estalló de sus pulmones. Era la enésima vez que lo intentaba. La primera vez que le ocurrió se sorprendió. Se sintió dominada por la ira, pero se propuso superarlo. No podía dejarse vencer por el miedo. Aunque no le resultaría fácil en absoluto. 

Así que allí estaba, iba a entrar. Ese era el día. Borró todo pensamiento de su mente y avanzó ágilmente hasta la puerta automática del centro comercial. Entró. No pasó nada. Notó la calefacción y empezó a tener calor. Seguía sin pasar nada. Se quitó la bufanda y se desabotonó el abrigo. Anduvo unos pasos más. Nada. Caminando despacio se encontró en mitad de la tienda. Se descubrió observando los muchos modelos de botas expuestas. Todo parecía normal ¡Por fin!, pensó. 

Comenzaba a sentirse tímidamente vencedora cuando alguien la empujó. Entonces se produjo el cambio. De nuevo las palpitaciones. El techo girando. El suelo también. El hueso en la garganta. Los ojos de besugo. El sudor en las manos. La frente fría. La tez marmolada. Las orejas calientes. Volvió aquélla sensación de flotar. ¡Tenía que salir!

Sin sentir los pies alcanzó la puerta. La misma por la que había entrado. Cruzó  a nado el río de personas que invadía la acera y corrió desbocada. No sabía hacia dónde iba. De repente se vio sentada en un banco de hierro bajo un sauce llorón. Ella también lloraba. Sin querer, pero lloraba. Ya no tenía miedo. Allí fuera no. Seguiría intentándolo, pensaba. 

 También pensaba en las palabras del inspector de policía en aquél fatídico día:
- Señora, ha sido imposible identificar el cuerpo de su hija. Probablemente estuvo muy cerca de la explosión. No obstante, existen muchas posibilidades de hallar alguno de sus objetos personales. Así ha ocurrido con otras víctimas. No pierda la esperanza.

 Julia no la había perdido. Pero el día que tuvo el bolso de Helena en sus brazos perdió la valentía. Y así, hasta hoy, cinco años después

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