Era una fría tarde del
mes de “aprilis”, dos días después de
los “idus”, cuando celebrábamos en
Roma la festividad de Fordicidia, para
conseguir la fertilidad de los campos, del año seiscientos noventa y siete “ab urbe condita”.
Paseaba envuelto en sus
pensamientos, en los beneficios que la “amicitia
politica”, la renovación del pacto,
le traería, cuando fue abordado por su yerno, el gran general romano llamado el
Magno. Nunca lo vio como tal, tan grande, aunque sí reconocía sus logros, sus
méritos.
―¡Salve Cayo! ―dijo
Pompeyo extendiendo su mano con la palma hacia abajo en un saludo militar.
―¡Salve Cneo! ―respondió
de forma familiar imitando el gesto.
―Te noto preocupado, ¿es
así? ―preguntó en tono cordial.
―La responsabilidad de lo
que estamos haciendo es grande. Habrá quien nos verá como traidores.
―O como cobardes ―intervino
el Magno―. Recuerda que es a mí a quien están tratando de intimidar; es contra
este humilde servidor de la patria, al que están conspirando para atentar con su
vida.
―¡Por favor Pompeyo! ―interrumpió
César―¿No vendrás ahora a decirme que tienes miedo? ¿O es que sinceramente
piensas que ese viejo grandullón de cabeza gorda de Marco busca tu final?
―César ―dijo mirándolo
con indiferencia―, Craso es un pequeño grano en el culo que debería haber
reventado tras la revuelta de aquel esclavo. No, no le tengo miedo, ni a él, ni
a su enconado afán por el dinero.
―En realidad es un pobre
diablo que busca la gloria militar ―convino el conquistador de la Galia―. Ser
recordado como lo seremos tú y yo. Sus logros no han pasado de la defensa de la
Puerta Colina, junto a tu amigo Sila ―insistió lanzando una puya―, hace ya
veintiséis años; o de reducir a Espartaco. ¡Y lo hizo porque tú le pisabas los
talones! En cambio nosotros… ―cayó deliberadamente para que fuera su adversario
y colega el que los relatara.
―Sí, nosotros conseguimos
grandes logros, ¿verdad? Yo ―comenzó relatando de forma impúdica y egocéntrica―
conseguí reducir a Sertorio en Hispania; o acabé con los piratas. Y tú… tú
estás conquistando este extenso terreno de la Galia. Y lo que queda por llegar
será aún más grande.
―El futuro se lo
reservaremos a la Sibila, ella sabe más que nosotros de ese asunto. De momento
tenemos que lograr el apoyo del Senado aquí reunido, para que tanto tú como
Craso seáis nombrados cónsules. De esta forma, ese ser inmundo y vicioso de Ahenobarbo no podrá
serlo y conseguir el proconsulado de la Galia; que será para mí durante otros
cinco años, hasta que logre pacificarla y poder presentarme al consulado al
finalizar mi mandato. Mientras tanto, vosotros dos gobernaréis las provincias
de Hispania y Siria. En dos años, todos tendremos “imperia” y ejércitos.
―Esa teoría está muy
bien, pero ¿cómo lo conseguiremos? No podemos seguir utilizando a Clodio, se ha
excedido en sus funciones y Roma se parece más a una ciudad bárbara que a la
urbe que domina nuestro mundo.
―Clodio, Clodio ―dijo
César en voz alta de forma reflexiva llevándose las manos sobre la frente―.
Este joven es tan impetuoso como irreflexivo… Me da dolor de cabeza sólo pensar
en él. No, tendremos que utilizar armas más fuertes, más convincentes, más
respetadas.
―¿En quién estás
pensando?
―En el único que es capaz
de inclinar la balanza de la diosa Iustitia a nuestro favor.
―¿Cicerón? ―preguntó Pompeyo
extrañado.
―¿En quién otro que no
fuera el honorable y respetable excónsul, y por otra parte afamado orador,
Marco Tulio Cicerón, podría confiar la plebe?
―Oyéndote hablar de él,
alguien podría decir que le admiras.
―Le respeto, Cneo ―intervino
César utilizando ese nombre para dejarle patente su pensamiento hacia él―, le
respeto. No confundas los términos. Cicerón es un gran hombre que ha hecho
cosas importantes por la patria que todos debemos agradecer… pero de ahí a
admirarlo. Jamás destacó en la batalla.
―Está bien ―reflexionó en
voz alta―. Veo que sólo admiras a los grandes guerreros como nosotros…
―Te vuelves a confundir ―intervino
interrumpiéndole―. Admiro a mi tío Mario, al gran Escipión… a Alejandro, él
único Magno.
Aquella forma de hablar
de César respecto de Pompeyo, al que trataba de despreciar con sus comentarios,
no sentaron nada bien al futuro cónsul, que ya veía su matrimonio con Julia, la
hija de su colega, como un estorbo. Por una vez en su vida fue realmente un
estratega y vio el futuro con claridad. Aquel hombre, tenía una astucia muy
superior a los demás y no movía un solo músculo de su cuerpo si no había un
motivo para ello. Debía estar preparado porque le esperaba una batalla que
sería difícil de librar.