viernes, 6 de febrero de 2015

Lazos insospechados, por Luisa Yamuza



No podía ser de otro modo, mi anticuada afición me lo iba a confirmar: todos vamos dejando en el mundo pequeños trozos de nosotros mismos para que otros los encuentren y sigan construyendo el destino de la humanidad.

Muchos sábados por la mañana daba una vuelta por el mercado que desde la última crisis económica mundial se instalaba en la explanada a espaldas del gran centro comercial en ruinas. Todos los que allí exponían sus mercancías lo hacían sin autorización y solían ofrecer sus propias pertenencias. Necesitaban comer y la propiedad privada había dejado de tener valor para ellos. La policía hacía acto de presencia muy pocas veces y no eran demasiado duros con ellos pues muchos vivían similares situaciones en sus hogares.  Era un lugar peligroso, pero yo no me sentía intimidada. Mis puestos preferidos eran los de libros. Me pasaba largo rato tocándolos y hojeándolos, incluso oliéndolos. Se trataba de libros de segunda o tercera mano, por lo que muchos además de sus historias contenían rastros de sus dueños y eso despertaba mi curiosidad. Otras veces, me entristecía pensar en esas personas al imaginar las razones por las que se habían despojado de esos ellos. Revisándolos  encontré  marca páginas de todos los tipos y épocas, flores apretujadas y secas, calendarios antiguos, fotos, lazos, casi siempre rojos, postales, papeles con notas o pequeños poemas…. En esos años los libros ya eran objetos raros, sólo las personas muy extrañas los tenían en casa y a menudo servían como adorno en rectas estanterías blancas. También se construían muebles exclusivos con ellos, pero leer, lo que se dice leer, se leían poco. No estaba de moda y los que leíamos éramos casi elementos subversivos de la sociedad para algunos.

A pesar de que se vendían muy baratos yo solo podía adquirir uno de vez en cuando pues mis recursos si que eran mínimos. Sin embargo, el ejemplar que lograba comprar lo leía con avidez y gran entusiasmo. En los pocos días del año que hacía sol me sentaba en un banco desvencijado del parque cercano a mi casa y devoraba las historias y aventuras que se encerraban en aquéllas viejas páginas. Nadie me había enseñado a seleccionar mis lecturas. Yo había estudiado por internet las materias que más me apetecía sin guía de maestro alguno. Así nos instruíamos en mi época estudiantil. Por eso, elegía los libros de un modo romántico: por el dibujo de sus pastas, por el nombre, por la foto del escritor. A veces también por los objetos que encontré dentro de ellos. El que estaba leyendo lo seleccioné porque había una enorme flor seca en perfecta conservación entre sus páginas. El nombre me pareció poco atrayente “El amor en los tiempos del cólera”, no entendía qué podían tener en común el amor y aquélla extinguida enfermedad. Hallar la flor e imaginar porqué estaba allí motivó mi impulso de tenerlo.

Aquel día, a los pocos minutos de sentarme a leer mi preciado tesoro, me sorprendió la voz ronca de una mujer mayor:

-¡Ese libro es mío! ¿A que es maravilloso? Hola, soy Leonor, perdona que te asalte así- dijo de forma apresurada. Pero al verlo la emoción me ha embargado de tal modo que......

La miré de reojo sin prestarle mucha atención. Era una de aquéllas personas de avanzada edad que en las horas de sol daban cortos paseos por el parque. Todas procedían de una residencia de ancianos instalada justo enfrente de la entrada principal y solían ser los únicos visitantes del verde paraje. Yo estaba acostumbrada a verlos pero nunca establecí conversación con ninguno hasta ese día. La verdad es que yo pensaba que no podían comunicarse, los veía tan mayores.

- Bueno- balbuceé al constatar que, efectivamente, la anciana me había hablado- lo he empezado hoy y tiene buena pinta. Pero es difícil que el libro sea suyo. Lo adquirí de segunda mano.

- Pues precisamente por eso es posible que sea mío. Cuando me trasladé a la residencia de los desbaratados-dijo  sorna- tuve que vender todas  mis pertenencias, incluyendo los ejemplares de mi gran biblioteca. Muy a mi pesar, me obligué a  conservar solo unos pocos, los que más me gustaban y los leo y releo en mi habitación. Pero ese que tienes entre tus manos es uno de mis preferidos y sinceramente creía tenerlo en mi poder. No lo había echado de menos y no sé cómo ha llegado a ti.

- Yo lo he comprado en el mercado que hay detrás del centro comercial abandonado. Lo vendía un señor delgado y ojeroso, no muy simpático. No puedo decirle más. ¿Cómo puede estar segura de que es el suyo precisamente?

- ¿Dime si en la página 60 hay una flor seca, una peonía rosada?- indicó con seguridad ella.

Me quedé impactada, no daba crédito a lo que acababa de escuchar. La señora se dio cuenta de mi bloqueo y alargando su brazo hacia mí, atrapó el libro con suavidad. Lo abrió ante mis ojos brillantes por la página exacta mencionada y conteniendo la respiración por unos instantes dijo:

- Lo ves, ¡aquí está! Ves, es el mío, no podía ser de otro modo- suspiró.  Sabes, esta flor  la cogió mi esposo cuando éramos novios en las cercanías de un monasterio que había en un alto monte allá en su tierra. Yo era una analfabeta en materia de flora y fauna pero a él le apasionaba de tal modo que trasmitía su afición a todo el que le escuchaba. El olor de esta especie es ligero, parecido al de las rosas pero mucho más refinado, como todas las flores silvestres. Mantuve el humilde presente de mi amor en un vaso de agua disfrutando durante unos días de su perfume. Antes de que se marchitara, la protegí entre las páginas de la mejor novela que había leído hasta el momento. Esa- dijo señalando al libro con una dulce mirada. Muchos años me costó  interesarme en otra como con ella, te lo aseguro. Relata una bella historia de amor, de las que no se olvidan jamás. Ya verás.

Sujetando mis sentimientos a duras penas sentí cómo ella posó el libro sobre mis piernas. Lo tomé entre mis manos calientes y le rogué que se lo quedara. Le dije que yo no tenía ningún derecho sobre él porque era parte de su vida, de sus recuerdos.

-      Que va, que va- respondió Leonor alegremente- quédatelo tú, al menos mientras lo lees. Luego ya veremos lo que hacemos.

-      ¿Hacemos?- respondí extrañada.

-      Si, porque te voy a hacer una propuesta. ¿Qué tal si lo leemos juntas?  Aunque mi vista está ya algo cansada, podemos alternarnos en su lectura. Compartido puede ser aún más hermoso. ¿Qué me dices? Por cierto, no me has dicho tu nombre.

-      ¡Me parece perfecto!- dije emocionada- Nunca he hecho eso con nadie. Bueno, ahora nadie lee, solo miran imágenes en pantallas ¿sabe?  Vendré todos los sábados soleados, sobre las 12 de la mañana. ¿Le parece bien? Ah! Me llamo Aldebarán.

Y así fue. Todos los sábados que el clima nos lo permitía, acudíamos a nuestra cita  en el desierto parque y al libro creador de aquel insospechado lazo entre nosotras, siguieron otros tantos que leímos con pasión. La relación se transformó en amistad en poco tiempo y nos confiamos secretos y temores por igual. A pesar de la diferencia de edad, Leonor y sus vivencias se habían instalado en mi devenir cotidiano para nunca abandonarme.
           
Sin embargo, inevitablemente llegó el día en que Leonor faltó al deseado encuentro. Lo supe inmediatamente, lo intuí, lo sentí. Me acerqué a la residencia con pasos lentos y me lo confirmaron. No lloré, pero tampoco pude decir nada. Bajé la cabeza y me dirigí hacia la puerta con las manos en los bolsillos del pantalón.

-      ¡Psst, psst! - oí que siseaba alguien desde una puerta a la derecha de la recepción. ¿Has preguntado por Leonor?

Girando sobre mis talones con desgana, levanté la vista hacia el señor que se dirigía a mí con cierta familiaridad. Asentí en silencio y me acerqué.

-      ¿Eres Aldebarán, verdad?- pronunció mi hombre con una sonrisilla pícara en sus labios arrugados.

Tras mi extrañado asentimiento me pidió que le acompañara y después de atravesar medio edificio siguiéndolo, llegamos a una estancia que parecía un almacén y me indicó con el dedo índice dos grandes cajas de cartón duro y blanco. No tuvo que decirme nada más. Yo sabía lo que contenían. Entonces si, gruesas lágrimas surcaron mi rostro hasta la barbilla temblorosa.

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