jueves, 19 de febrero de 2015

El pequeño coronel, por Rosario



Agosto llegaba a su fin, y con él el verano. En pocos días la familia cerraría la casa de la calle de abajo y se trasladaría a la casa de la calle de arriba, la de la abuela, para vivir con mayor intensidad la Semana Grande de la Feria y Fiestas, antes de emprender la vuelta a la ciudad, al colegio, a los trabajos, a la sempiterna rutina.


Una única vía separaba las dos casas. Abajo quedaba el pueblo, la libertad más absoluta. Los juegos, las rencillas, las risas, los descubrimientos, las excursiones… la amistad en mayúsculas. Vestidos con ropa cómoda y sandalias de goma, disfrutábamos del verano rebozados en el barro de la acequia que bañaba los centenarios olmos del Paseo y en el agua de un gran pilón, que en otro tiempo fue abrevadero de bestias; entre carreras de triciclos, caídas y zancadillas, escondites y juegos de pañuelos…, inmersos en la algarabía de amigos y primos por igual. Arriba quedaba la calle de la Feria, la del final del verano, la del olor a fritanga, con su estridente ruido de cacharros, con las mil y una reproducciones a todo volumen de “el Chriringuito…”, con el frío incipiente...

La calle de arriba, la de la Feria, la que un día se llamó Calle Ancha, más tarde Avenida de José Antonio y ahora de la Constitución, nos convertía en auténticos desconocidos. Nos situaba fuera de contexto. Cuando nos cruzábamos por allí, siempre lo hacíamos custodiados por nuestros padres, vestidos de domingo, con ropas de mil costuras, que picaban allí donde rozaban, calzados con zapatos pulcros, impolutos, de mil correas… las niñas acicaladas con lazos gigantescos que recogían nuestras cinturas y peinados, los niños enchaquetados con trajes baratos de corbata que pretendían otorgar una prematura e innecesaria prestancia… nos avergonzábamos. Sabíamos que aquello era una caricatura de lo que habíamos sido. Y que no teníamos autoridad para evitarlo. Mirábamos al suelo y no nos dirigíamos ni una sola palabra. Mientras nuestros padres hablaban del tiempo, de “fulano y mengano”, de la poca gente que ese año había acudido a las Fiestas porque las fechas no habían coincidido con el fin de Semana.

Entraba septiembre, sin compasión y la calle de arriba, la de la Feria, se poblaba, entre golpes de martillo y conversaciones estridentes, de feriantes escandalosos y vendedores ambulantes.

Ese año, instalaron en frente de la casa de la abuela, un puesto nuevo: un fétido tenderete de petardos y bromas. El dueño era un hombre grosero, con malas pulgas, gordo y sucio, con pocos dientes y menos amigos. Le acompañaban dos niños, réplicas exactas y en miniatura del dantesco personaje, que disfrutaban de lo lindo maltratando a un sarnoso perro de agua al que le faltaba una oreja y el rabo, y respondía tímidamente al nombre de Coronel.

Aquellos seres, atemorizaban a todo aquel que pasaba con sus macabras bromas. Infundían pánico y eran tan desagradables:

-¡No se asuste señora, si solo es una exhibición!
-¡Compren, compren, para putear a la suegra!

Recuerdo que todos se quejaron, pero D. Manuel, nuestro Agente de Policía, sentenció que había pagado las tasas y que no había nada qué hacer.

Nunca olvidaré la penúltima madrugada de las Fiestas. Nos despertamos sobresaltados entre estallidos de cohetes, tracas y confeti. Un petardo anónimo impactó en el toldo de la churrería y desencadenó un incendio. Los perros aunaron sus ladridos en un llanto desesperado. Los vecinos, descoordinados, llenaban y vaciaban cubos de agua obnubilados por las llamas de la desesperación.

Pronto llegaron los bomberos y todo se fue apaciguando. El hombre de los petardos hablaba con D. Manuel, mientras el agente apuntaba, muy serio, en una libreta. Los niños lloraban agarrados a la pierna del padre… Nadie se acordó del pequeño Coronel.

Descalza y en pijama, me escabullí como pude y busqué entre los escombros del infierno. Sorteando cientos de objetos calcinados, por fin lo encontré. En una caja. Acurrucado en sí mismo, hecho un ovillo, no se movía. Lo aparté para que le diera el aire y le puse la mano en el costado para comprobar que vivía. Por un instante pude sentir su tímida respiración. Abrió los ojos, y los volvió a cerrar, entregándose, sin resistencia, a un sueño eterno. Lo recosté en mi regazo. Y entonces, rompí a llorar, desconsoladamente.

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