Agosto
llegaba a su fin, y con él el verano. En pocos días la familia cerraría la casa
de la calle de abajo y se trasladaría a la casa de la calle de arriba, la de la
abuela, para vivir con mayor intensidad la Semana Grande de la Feria y Fiestas,
antes de emprender la vuelta a la ciudad, al colegio, a los trabajos, a la
sempiterna rutina.
Una
única vía separaba las dos casas. Abajo quedaba el pueblo, la libertad más
absoluta. Los juegos, las rencillas, las risas, los descubrimientos, las
excursiones… la amistad en mayúsculas. Vestidos con ropa cómoda y sandalias de
goma, disfrutábamos del verano rebozados en el barro de la acequia que bañaba
los centenarios olmos del Paseo y en el agua de un gran pilón, que en otro
tiempo fue abrevadero de bestias; entre carreras de triciclos, caídas y
zancadillas, escondites y juegos de pañuelos…, inmersos en la algarabía de
amigos y primos por igual. Arriba quedaba la calle de la Feria, la del final
del verano, la del olor a fritanga, con su estridente ruido de cacharros, con
las mil y una reproducciones a todo volumen de “el Chriringuito…”, con el frío
incipiente...
La
calle de arriba, la de la Feria, la que un día se llamó Calle Ancha, más tarde
Avenida de José Antonio y ahora de la Constitución, nos convertía en auténticos
desconocidos. Nos situaba fuera de contexto. Cuando nos cruzábamos por allí,
siempre lo hacíamos custodiados por nuestros padres, vestidos de domingo, con
ropas de mil costuras, que picaban allí donde rozaban, calzados con zapatos
pulcros, impolutos, de mil correas… las niñas acicaladas con lazos gigantescos
que recogían nuestras cinturas y peinados, los niños enchaquetados con trajes
baratos de corbata que pretendían otorgar una prematura e innecesaria
prestancia… nos avergonzábamos. Sabíamos que aquello era una caricatura de lo
que habíamos sido. Y que no teníamos autoridad para evitarlo. Mirábamos al
suelo y no nos dirigíamos ni una sola palabra. Mientras nuestros padres
hablaban del tiempo, de “fulano y mengano”, de la poca gente que ese año había
acudido a las Fiestas porque las fechas no habían coincidido con el fin de
Semana.
Entraba
septiembre, sin compasión y la calle de arriba, la de la Feria, se poblaba,
entre golpes de martillo y conversaciones estridentes, de feriantes
escandalosos y vendedores ambulantes.
Ese
año, instalaron en frente de la casa de la abuela, un puesto nuevo: un fétido
tenderete de petardos y bromas. El dueño era un hombre grosero, con malas
pulgas, gordo y sucio, con pocos dientes y menos amigos. Le acompañaban dos
niños, réplicas exactas y en miniatura del dantesco personaje, que disfrutaban
de lo lindo maltratando a un sarnoso perro de agua al que le faltaba una oreja
y el rabo, y respondía tímidamente al nombre de Coronel.
Aquellos
seres, atemorizaban a todo aquel que pasaba con sus macabras bromas. Infundían
pánico y eran tan desagradables:
-¡No se asuste señora, si solo es una exhibición!
-¡Compren, compren, para putear a la suegra!
Recuerdo
que todos se quejaron, pero D. Manuel, nuestro Agente de Policía, sentenció que
había pagado las tasas y que no había nada qué hacer.
Nunca
olvidaré la penúltima madrugada de las Fiestas. Nos despertamos sobresaltados
entre estallidos de cohetes, tracas y confeti. Un petardo anónimo impactó en el
toldo de la churrería y desencadenó un incendio. Los perros aunaron sus
ladridos en un llanto desesperado. Los vecinos, descoordinados, llenaban y
vaciaban cubos de agua obnubilados por las llamas de la desesperación.
Pronto
llegaron los bomberos y todo se fue apaciguando. El hombre de los petardos
hablaba con D. Manuel, mientras el agente apuntaba, muy serio, en una libreta.
Los niños lloraban agarrados a la pierna del padre… Nadie se acordó del pequeño
Coronel.
Descalza
y en pijama, me escabullí como pude y busqué entre los escombros del infierno.
Sorteando cientos de objetos calcinados, por fin lo encontré. En una caja.
Acurrucado en sí mismo, hecho un ovillo, no se movía. Lo aparté para que le
diera el aire y le puse la mano en el costado para comprobar que vivía. Por un
instante pude sentir su tímida respiración. Abrió los ojos, y los volvió a
cerrar, entregándose, sin resistencia, a un sueño eterno. Lo recosté en mi
regazo. Y entonces, rompí a llorar, desconsoladamente.
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