jueves, 26 de febrero de 2015

Lucca, por Juan Carlos García Reyes




Era una fría tarde del mes de “aprilis”, dos días después de los “idus”, cuando celebrábamos en Roma la festividad  de Fordicidia, para conseguir la fertilidad de los campos, del año seiscientos noventa y siete “ab urbe condita”.

Paseaba envuelto en sus pensamientos, en los beneficios que la “amicitia politica”, la renovación del pacto, le traería, cuando fue abordado por su yerno, el gran general romano llamado el Magno. Nunca lo vio como tal, tan grande, aunque sí reconocía sus logros, sus méritos.

―¡Salve Cayo! ―dijo Pompeyo extendiendo su mano con la palma hacia abajo en un saludo militar.
―¡Salve Cneo! ―respondió de forma familiar imitando el gesto.
―Te noto preocupado, ¿es así? ―preguntó en tono cordial.
―La responsabilidad de lo que estamos haciendo es grande. Habrá quien nos verá como traidores.
―O como cobardes ―intervino el Magno―. Recuerda que es a mí a quien están tratando de intimidar; es contra este humilde servidor de la patria, al que están conspirando para atentar con su vida.
―¡Por favor Pompeyo! ―interrumpió César―¿No vendrás ahora a decirme que tienes miedo? ¿O es que sinceramente piensas que ese viejo grandullón de cabeza gorda de Marco busca tu final?
―César ―dijo mirándolo con indiferencia―, Craso es un pequeño grano en el culo que debería haber reventado tras la revuelta de aquel esclavo. No, no le tengo miedo, ni a él, ni a su enconado afán por el dinero.
―En realidad es un pobre diablo que busca la gloria militar ―convino el conquistador de la Galia―. Ser recordado como lo seremos tú y yo. Sus logros no han pasado de la defensa de la Puerta Colina, junto a tu amigo Sila ―insistió lanzando una puya―, hace ya veintiséis años; o de reducir a Espartaco. ¡Y lo hizo porque tú le pisabas los talones! En cambio nosotros… ―cayó deliberadamente para que fuera su adversario y colega el que los relatara.
―Sí, nosotros conseguimos grandes logros, ¿verdad? Yo ―comenzó relatando de forma impúdica y egocéntrica― conseguí reducir a Sertorio en Hispania; o acabé con los piratas. Y tú… tú estás conquistando este extenso terreno de la Galia. Y lo que queda por llegar será aún más grande.
―El futuro se lo reservaremos a la Sibila, ella sabe más que nosotros de ese asunto. De momento tenemos que lograr el apoyo del Senado aquí reunido, para que tanto tú como Craso seáis nombrados cónsules. De esta forma, ese  ser inmundo y vicioso de Ahenobarbo no podrá serlo y conseguir el proconsulado de la Galia; que será para mí durante otros cinco años, hasta que logre pacificarla y poder presentarme al consulado al finalizar mi mandato. Mientras tanto, vosotros dos gobernaréis las provincias de Hispania y Siria. En dos años, todos tendremos “imperia” y ejércitos.

―Esa teoría está muy bien, pero ¿cómo lo conseguiremos? No podemos seguir utilizando a Clodio, se ha excedido en sus funciones y Roma se parece más a una ciudad bárbara que a la urbe que domina nuestro mundo.
―Clodio, Clodio ―dijo César en voz alta de forma reflexiva llevándose las manos sobre la frente―. Este joven es tan impetuoso como irreflexivo… Me da dolor de cabeza sólo pensar en él. No, tendremos que utilizar armas más fuertes, más convincentes, más respetadas.
―¿En quién estás pensando?
―En el único que es capaz de inclinar la balanza de la diosa Iustitia a nuestro favor.
―¿Cicerón? ―preguntó Pompeyo extrañado.
―¿En quién otro que no fuera el honorable y respetable excónsul, y por otra parte afamado orador, Marco Tulio Cicerón, podría confiar la plebe?
―Oyéndote hablar de él, alguien podría decir que le admiras.
―Le respeto, Cneo ―intervino César utilizando ese nombre para dejarle patente su pensamiento hacia él―, le respeto. No confundas los términos. Cicerón es un gran hombre que ha hecho cosas importantes por la patria que todos debemos agradecer… pero de ahí a admirarlo. Jamás destacó en la batalla.
―Está bien ―reflexionó en voz alta―. Veo que sólo admiras a los grandes guerreros como nosotros…
―Te vuelves a confundir ―intervino interrumpiéndole―. Admiro a mi tío Mario, al gran Escipión… a Alejandro, él único Magno.

Aquella forma de hablar de César respecto de Pompeyo, al que trataba de despreciar con sus comentarios, no sentaron nada bien al futuro cónsul, que ya veía su matrimonio con Julia, la hija de su colega, como un estorbo. Por una vez en su vida fue realmente un estratega y vio el futuro con claridad. Aquel hombre, tenía una astucia muy superior a los demás y no movía un solo músculo de su cuerpo si no había un motivo para ello. Debía estar preparado porque le esperaba una batalla que sería difícil de librar.

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