El
sonido de la muerte sacudió las paredes de la casa. Todo retumbó por el fuerte
estruendo. Las ventanas y las puertas iniciaron un acompasado y aterrador
movimiento, y un frío interno recorrió mi cuerpo.
Mi
nombre es Segundo y soy agente de seguridad. La verdad es que mis padres no se
quebraron la cabeza al pensar cómo llamarme. No soy su primogénito vástago,
sino el siguiente. Y debían estar preocupados por cosas más importantes. Pero
lo cierto es que me marcaron sin quererlo.
Desde pequeño he sufrido las mofas
de mis compañeros, sobre todo cuando iniciábamos una competición. Ya imaginarán
el porqué.Desde
entonces siempre he intentado ser el primero para revertir las burlas en éxitos
y reconocimientos. Si bien los estudios nunca los llevé de la mejor forma, en
el trabajo si he conseguido cierto reconocimiento. Y no desespero en el
intento.
Aquel
día volví del trabajo con el presentimiento de que algo grave iba a ocurrir y
no me equivoqué. Al filo de la medianoche, yo todavía estaba vestido con el
uniforme mientras cenaba algo de tortilla, cuando de pronto se hizo un extraño
silencio que precedió al estallido. Una fuerte sacudida llegó después. Ya saben
que la velocidad del sonido es superior.
Al
principio no sabía que había ocurrido realmente. Miré a mi compañero de piso y
me lo confirmó con una mirada. Una bomba. Un mortal artefacto había
explosionado en algún lugar no muy lejano. Reaccioné de inmediato. Cogí mi
walkman, sintonicé la radio y me dispuse a salir corriendo hacia la dirección
de donde provenía la detonación.
Subí
por la calle Bravo Murillo y tras pasar por las dependencias de la Uned, donde
estudiaba, me dirigí hacia las instalaciones deportivas del Canal de Isabel II.
Allí el alboroto, el caos, el desorden, era total. Intenté subir por la calle
Santander y al llegar a la esquina del paseo de San Francisco de Sales y el
General Ibáñez de Ibero, lo vi.
Un
coche grande, o una furgoneta, no lo pude distinguir bien, porque era un
amasijo de hierros, estaba junto a una esquina de la Dirección General de la
Guardia Civil. Las ambulancias acababan de llegar y mi primera intención de
ayudar se vio truncada por un agente de la policía que se interpuso en mi paso
de forma violenta. Le conté que había sentido la explosión y que era vigilante
y también había hecho un curso de primeros auxilios, por lo que me prestaba a
ayudar. Me miró de arriba abajo con una mirada que no supe interpretar si era
de desprecio.
Entonces
pensé que volvía a ser el segundo, detrás de aquel que me observaba con
suficiencia por encima del hombro. Lo miré fijamente a los ojos aguantándole el
desafío durante unos momentos.
—Sólo
he venido a intentar ayudar, nada más —le dije con todo el sentir de mi
corazón.
—Aquí
no haces falta. Hay gente preparada —me respondió de malas maneras.
—En
estos casos todas las manos son pocas —le repuse.
—Manos
expertas. No las tuyas, chaval.
Me
di media vuelta y agaché la mirada. Sí, era un chaval pero no era un estorbo.
Realmente podía ayudar. Quería ayudar. Más no me dejaron. Nadie nunca supo que
recorrí algo más de dos kilómetros en menos de siete minutos, cruzando calles
con tráfico y vestido de vigilante, con botas incluidas. Tampoco tienen por qué
saber que reaccioné incluso antes que cualquier otro. Pero si vieron que era un
simple vigilante, un segundo. Otra vez.
Me
senté en un portal cercano a observar cómo se desarrollaba todo y sobre mi
mente sobrevolaba una pertinaz idea. Jamás volveré a ser el segundo.
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