Oigo
murmullos, voces agitadas, y percibo un temblor; temor y temblor. Asustada, intento
hallar la luz, pero el miedo me ha paralizado. No puedo ver nada. Siento mi
cuerpo girar en un movimiento centrifugador. Mareada, no soy capaz de saber
dónde estoy. Me asfixio. Quiero gritar. No puedo. Una fuerza insólita devora los
últimos momentos de mi existencia. Hace frío. ¿He muerto? Deseo llorar. De
repente una luz cegadora, dañina, lo cubre todo. Tengo miedo.
Quizás
haya pasado un minuto, una hora, qué sé yo. Pero consigo pasar el trance. Poco
a poco el dolor remite y comienzo a tolerar la claridad. Aturdida, embriagada
de pócimas imposibles, me oriento. Es 1 de noviembre de 1943. Lo recuerdo
perfectamente. Don Francisco me espera en la Parroquia. ¿Qué hora es?, me comprometí
para ayudarle en misa de ocho. Alabado sea Dios.
Tanteo
con mis manos. Siento los barrotes congelados de la camilla. Solo puedo estar
postrada en laboratorio de Claudio. Atino a ver mi abultada barriga. ¿Voy a
parir? ¿Se ha adelantado?... ¿Qué pasa?,
¿Por qué estoy aquí? Si es pronto
todavía… Siento náuseas… ¡Calla! Percibo un leve pinchazo en mi brazo
izquierdo.
Al
fin consigo descifrar voces:
- Amelia,
no le inyectes más. Con esa dosis será suficiente para provocar la parada cardiorespiratoria
sin dejar huella.
Observo a la niña dejar la jeringuilla cargada
de muerte en la vitrina. No puedo moverme, no puedo chillar.
- ¿Y
tú madre? –Le está preguntando Claudio.
- Preparando
la mortaja.
- Muy
bien, dile que no se demore, que esto no puede durar mucho más.
- Padre,
¿el bebé será mi hermano?, bueno, ¿mi medio hermano? –Ríe la condenada.
- Claro,
Amelia. Pero lo querrás y cuidarás como un hermano entero –y le da una palmada
en la espalda.
Oigo
una tímida carcajada de la niña. Sale de la habitación.
¿Padre?, ¡la niña le ha llamado Padre!
¿Qué
me has hecho, Claudio? Monstruo…Me dijiste que eran parientas tuyas, y ahora
quieres matarme…o probablemente ya lo hayas hecho…Apenas siento mi cuerpo…
Sí.
Ahora lo recuerdo. Fue en abril. Te dije que estaba embarazada y la noticia te
impactó tanto como a mí.
-A
tus 36 años, es sin duda todo un milagro –me dijiste. Día y noche, hemos leído a
San Lucas para recordar a Isabel y María. “…Bendita
tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre...”, “…Engrandece
mi alma al Señor…” ¿Cuántas velas hemos encendido?, ¿acaso no lo recuerdas?
A
los dos días de la noticia, me dijiste que traerías a una prima lejana y a su hija, que lo estaban pasando muy mal. Me río yo
ahora de la viuda y su bastarda. ¡Que me ayudarían con todo, porque mi embarazo
era delicado y no podíamos arriesgar! ¡No tengas pena de nadie más que de ti!
¿Es el trino de un
pájaro? ¡Su canto es tan hermoso!... Y ahora el gorgoteo de una paloma.
Corren
malos tiempos. Es tiempo de hambre y frio. ¡Cuánta miseria hijo mío! Cartillas
de racionamiento, hambre. Epidemias y muerte. Muerte y desesperación. Tiempo en
blanco y negro, en color sepia, ¿Qué será lo que te espera?
¿Dónde estás Claudio?
El
marido de Pilar había muerto poco después de terminada la guerra. Le
denunciaron sus vecinos, ansiosos de blindarse la protección del Régimen, y le pegaron
un tiro en la cabeza contra el paredón del cementerio del Tomillar. Eso fue lo
que me contaste. ¿Existió alguna vez ese pobre desgraciado? ¿O le mentisteis
como a mí?
Entras sigilosa. No te acerques más, por el amor de Dios.
No me roces. Ángel de la muerte, ¿traes ya mi sudario?... Me pregunto cómo
pudiste vivir como si nada todos estos meses. Fingías bien, he de reconocerlo.
Qué imbécil me siento. ¡La querida a la que el señorito en sus años mozos deja
preñada! ¡Y me hicisteis creer que erais familia! ¿Cómo no pude ver nada? ¡Me
porté tan bien contigo! te traté como a una hermana. ¡Lo que guardabas!
¿Cuándo lo planeasteis?
Escucho
el llanto desesperado de un niño. Vuelvo a percibir mi cuerpo. Chillo y mi
aullido provoca pasos acelerados. ¡Creo que estoy viva! Muevo una mano. La
otra. Una pierna. La otra. Abro lentamente los ojos.
- Enhorabuena, Señora, es una niña.
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